Читать книгу La marea de San Bernardo - Roberto Villar Blanco - Страница 13

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Al descubrir los diamantes forrados de papel azul comprendimos cabalmente la euforia estomacal, la explosiva alegría contenida, que ante el absurdo hallazgo de un hueso que explique al HOMBRE, sienten los arqueólogos, y aún los negritos del lugar que agrandan el agujero por un salario miserable. También nosotros esa tarde desempolvamos por el salario cristalino de la infancia los cuadernos de Pablo.

Casi sin mirarlas, apartamos hojas de carpetas posteriores en el tiempo y en el afecto: secundarias, del colegio secundario. Aquéllas páginas enormes, monótonas, sin color: nada mejor para ser olvidado. Carpetas indignas de compartir estante con inquilinos tan ilustres.

Era tierrita insignificante de los años posteriores a 1975. Humo para despistar; polvo del después que apartamos desdeñosamente. El tesoro estaba debajo. Bien lo sabíamos nosotros, que si alguna certeza teníamos era que parte del misterio, la parte de Pablo, estaba ahí, placenteramente apretujada en el arcón-paraíso, en el cofre-cielo, maternal y perversamente acunado por goles y tetas: mamando sin ton ni son y festejando los goles del glorioso River Plate.

Lo sacamos todo afuera. Hoja por hoja, nos llenamos la nariz del polvo de siete años. Ocho, contando con el jardín de infantes, que también contaba.

Esther, la madre de Pablo, nos trajo café y respiró con nosotros durante un buen rato la niebla de nuestra infancia. Ella encendió la mecha de nuestras anécdotas de siempre. Nos reímos de lo que entonces nos hizo reír y también de lo que nos hizo sufrir. De todo aquello que nos ancló a la edad que tuvimos.

Nuestra infancia tiene una parte de paraíso añorado y otra de infierno que se camufló torpemente con nuestras ropas de adultos, con los pelos que nos crecieron y las derrotas de nuestros anhelos. Forma parte de nosotros como los gestos que heredamos de los padres. La mamá de Pablo salió y cerró la puerta de la habitación (de la pieza, como la llamábamos entonces). Podría jurar que se fumó un cigarrillo de tabaco triste, sola en el sofá del salón. Mirando la pared melancólica que se alzaba detrás del humo.

La marea de San Bernardo

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