Читать книгу La marea de San Bernardo - Roberto Villar Blanco - Страница 9
ОглавлениеLOS CUADERNOS
En Barajas, cuando Angélica se quedaba llorando en Madrid y yo me iba diciéndole que no llorara, no había aún viaje de los cuadernos. Dos días después, en Buenos Aires, el día que decidí quemarlo todo, llovía con una lentitud desesperante.
La decisión no fue el resultado de sopesar dudas antiguas y urgencias recientes. Fue un decreto repentino, sin más sentido que el de satisfacer el despótico criterio que gobernaba los actos menos sensatos de mi vida por aquél entonces, hace cinco años, cuando tenía veinticinco.
Ese día, como cada vez que llueve, la lluvia alborotó los pensamientos de mucha gente. No los míos. Tenía la cabeza ocupada con otras lluvias, pretéritas y futuras.
Cuando se lo propuse, Pablo no preguntó el porqué. Fue un alivio: no hubiera sabido qué responderle. En algún tiempo compartí con él la notable capacidad para improvisar sólidas y muy estructuradas mentiras en décimas de segundo; no así la habilidad de creerlas, que era sólo suya. Él mantuvo y perfeccionó su destreza hasta límites inconcebibles para otros que no fuera yo. Con el volar de mis años, conforme menguan mis idoneidades más abyectas, he ido puliendo el que, tal vez, sea el más nítido perfil de mi personalidad, aquel consistente en no saber y no molestarme en improvisar coartadas para disimularlo. Cada vez tengo más “no sé” para responder con determinación a los interrogantes de los días que fueron y de los que vienen.
Pablo, quien desde que nos conocimos, cuando los dos teníamos cinco años, estuvo siempre al tanto de mis vaivenes existenciales –y de las largas épocas en las que no existía vaivén alguno– conocía sobradamente mi pertinaz capacidad de no saber y no desestabilizaba mis convicciones preguntándome tonterías.
Daba igual. De haberle contado alguna historia que sostuviera mi afán, él no se hubiese adentrado demasiado en las tripas de mis argumentos. Habría aceptado sin pensar. Incluso su fervor –que tenía tan poco criterio como mi propuesta– habría avivado aún más mi empeño en llevar a cabo ese absurdo o tal vez sólo banal cometido. Ya estaba deslizándome por la pendiente líquida y envolvente de la catarata sin retorno. Pablo no estaba dispuesto a esperarme abajo, aguardando que me estrellara solitario contra las rocas. Eran ineludibles mi impulso sin freno y su adhesión sin dudas.