Читать книгу La marea de San Bernardo - Roberto Villar Blanco - Страница 15

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Puedo empezar a hablar de Pablo desde cualquier parte. Cuando era chico se hacía pis encima en el colegio, además de fuera de él. Alguna vez también caca. Nunca hablamos de su incontinencia. Tal vez fuimos amigos porque la amistad no se sostiene por rígidas columnas, sino por pueriles hilitos invisibles. Como esos que hacen que algunas marionetas se muevan sin que los niños entiendan cómo hace la condenada para moverse. No se ven los hilos, y yo nunca me reí de Pablo cuando no podía evitar hacerse pis encima, Y, a veces, caca.

Nunca vi la frase escrita en ninguna de esas tarjetas cursis, pero: la amistad es no hacer ciertas preguntas.

Con él y otros nos colamos en el Paul Groussac un sábado para jugar a la pelota en el gran patio del fondo, sufrimos luego durante semanas y fundamos una anécdota que desgastamos de tanto recontárnosla. En tercero se murió uno de nuestros compañeros y enseguida volvimos a jugar en los recreos –la única concesión que le hicimos a la muerte fue gritar los goles un poquito más bajo–. Pablo se asustó de un mago en un cumpleaños. Me pidió plata y no me la devolvió. Pablo era lo que, sin entrar en disquisiciones farragosas, cualquiera podía llamar un inmaduro. Yo creía ser un inmaduro que disimulaba un poco mejor su inmadurez, pero sólo se trataba de una ilusión óptica que se producía en la corta visión de los demás, y en la mía, cuando Pablo y yo estábamos juntos.

Te lo digo yo: Pablo, a ver si te queda claro, era un amigo que tuve, tengo y tendré. Caía mal en la primera impresión, que es la que no cuenta, y mucho peor en la segunda, que es la que hace definitivo el desprecio y el amor más demoledor. A veces creo que a Pablo y a mí sólo nos unían con certeza River, el fútbol en general, y el ping-pong. El resto de las conexiones eran más bien misteriosas y, afortunadamente, inaccesibles para nuestro entendimiento. Con el material de su vida y el de la mía sólo puedo hacer construcciones literarias, nada científico, teorías indemostrables y un librito repleto de queridas inexactitudes acerca de mi amigo y de mí. De momento, y hasta tanto algún devenir no me lo aclare, solamente puedo contar una historia sin para qué, nutrida de propósitos inútiles y de la aventura chiquita que nos unió en torno a los cuadernos.

Tal vez todo lo que nos ha ocurrido no sea más que una ocurrencia iluminada a partir de viejas fotografías en blanco y negro. Una mentira que efectivamente tuvo lugar hace tiempo con nosotros dos como protagonistas.

Vuelvo a la infancia para inventarme fielmente una infancia.

La marea de San Bernardo

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