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(BAR ENTREPARÉNTESIS)

El bar en el que paraban todos a festejar la llegada a más o menos mitad de camino no fue el que eligieron para estirar las piernas y la tensión –en ese momento creían que querían bajar del coche para eso–. Las inmediaciones estaban atiborradas de coches particulares y de coloridos y polvorientos micros de empresas de transporte público, por entre los que se movían como dentro de un laberinto de histeria veraniega, felices y tirantes familias, parejitas besuconas, niños gritones, perros y perritos ladradores y gruñones. Había dos colas para hacer pis, una de cada sexo, y se escuchaba una mezcla de músicas que invitaba a contener las ganas, incluso, de aligerar la vejiga. Y de mear –dijo Pablo–. El bar en el que todos entraban estaba perfectamente integrado en ese trozo de paisaje impersonal de la carretera: había nacido al unísono con esos metros de asfalto que lo bordeaba.

Ellos dos no estaban de vacaciones.

Un poco más adelante, y algo más alejado de la ruta nacional número 2 –ruta 2, para los amigos–, desgajado de ella, rodeado de arbustos, pastos amarillos y basuras ocres, se alzaba o se hundía una ruinosa construcción a medio derruir o a medio construir. Un cartel de madera carcomida, en el que parecían haber llovido tormentas de ácido, colgaba de una cadena oxidada. El aire espeso lo hacía girar lentamente. Faltaban algunas letras, sólo la palabra BAR estaba intacta. Pablo dedujo el nombre a partir de una N, una A y una S. Leyó en voz alta y en mayúsculas las palabras que habían sido rojas:

-BAR ENTREPARÉNTESIS.

Les pareció un buen nombre, una promesa. Sin siquiera mirarse, los amigos conjeturaron que si en algún lugar podía suceder algo era allí dentro.

En las cercanías no había coches ni micros estacionados. Los turistas desdeñan las emociones fuertes. Pero ellos, si algo no eran, eran turistas. Pensaron que querían bajar, como hace unos momentos, pero ya no sabían para qué. Definitivamente habían hecho una elección equivocada. Y les gustaba.

Guillermo hizo salir el coche del asfalto con un repentino giro del volante que provocó, además de un presagio oscuro compartido por ambos amigos, que la cabeza de Pablo chocara contra el hombro de Guillermo. Enseguida enfiló hacia el bar y esta vez Pablo golpeó su costado derecho contra la puerta.

Cuando frenó repentinamente, la tierra reseca envolvió el coche, entró en él y también los envolvió a ellos. Desde donde estaban, a varios metros del local, la ventana parecía tener un cortinado grueso que filtraba de azul la escasa luz del interior.

Salieron del vehículo. Caminaron lentamente hacia el bar. Demorándose, como si esperasen que la parte de ellos que habían dejado en el coche se uniera a sus cuerpos antes de alcanzar la puerta. Pero no fue así: tuvieron que entrar solos.

Comprobaron que no había cortina alguna y que el color violeta negruzco que predominaba no permitía ver desde fuera el interior del, como acotó Pablo en voz muy baja, antro infame. Por la ventana escapaba un humo que abandonaba el tono oscuro a medida que se mezclaba con el aire exterior.

Los coches dejaron de pasar durante unos segundos –o lo hicieron sin apoyar las ruedas en el asfalto– y ninguno de los dos escuchó ningún grillo. Guillermo estiró su mano para empujar la puerta y ninguna música se escuchó. Cuando semiabrió la puerta ambos sintieron en sus caras el aliento del interior del lugar: un vaho que resumía un clima: un eructo silencioso que les dijo entren y váyanse al mismo tiempo. Se sintieron invasores, buzos en una fosa marina, atrapados por una argamasa que sólo en apariencia era invisible.

Los hombres se giraron levemente para ver a los forasteros. Había dos mujeres en la barra. A una de ellas –la sebosa– las tetas le sobresalían a ambos lados del pecho, por lo que, aún estando de espaldas, eran perfectamente apreciables las profundas estrías blancas dibujando el mapa orográfico de un delta en la piel morena, y también sucia, de sus mamas.

La otra, desde esa primera perspectiva, era la antítesis de todo lo feo, lo malo, lo triste, lo turbio. Su ropa sugería y velaba con sabiduría milenaria. Esa mujer le gustó tanto a Guillermo, que si el rostro de ella no confirmara esa vista trasera de su cuerpo estaba decidido a marcharse inmediatamente de allí y descreer para siempre de cualquier propuesta de pureza del universo, por más rotunda que esta fuera.

Se escuchaban unos ronquidos que sólo por momentos parecían jadeos por ir acompañados del roce rítmico de algún mueble –la pata de una silla o de una mesa– contra el mugriento suelo de madera. El olor era a sexo estancado y a vino estancado.

Cuando llegaron a la barra la gorda los recibió rascándose una axila mojada.

La hermosa contrapartida de la repulsiva obesa giró imperceptiblemente su cuello, recién entonces abrió los ojos que miraron a Guillermo exhortándole a olvidar las desgracias del mundo y de su propia vida. Pablo le dijo a su amigo que le gustaba la gorda.

–No te puedo creer –dijo Guillermo perdido en las pupilas marinas de la belleza.

LA BELLA volvió a mostrarle la nuca, la espalda, las nalgas, las piernas, los talones. Provocando turbulencias de aire en Pekín se bamboleó de forma inadmisible hasta desaparecer por un prometedor vericueto del lugar.

–A mí me gusta la gorda –repitió Pablo.

–Voy al baño, Pablo –dijo Guillermo palmeándolo sonriente, como autorizando a su amigo de toda la vida a que hiciera lo que le saliera de las pelotas.

Guillermo siguió el sendero fresco de LA MARAVILLA que aún se dibujaba entre la mierda. Pudo comprobar que el ronquido y el gemido eran la misma cosa, que el roce de la mesa contra el suelo era eso, que una cabellera roñosa se agitaba entre las piernas de un tipo que se llevaba a la boca un vaso de líquido oscuro y bebía lo que no le chorreaba por los pelos brillantes de su barba pringosa.

Era consciente de su vomitivo entorno, pero un perfume carnal, blanco y febril, conducía a Guillermo entregado, sin pudor ni temor ni angustia hacia la explosión de la vida y de la muerte. No pensaba en su amigo. Ni siquiera pensaba en sí mismo.

La marea de San Bernardo

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