Читать книгу Sombra roja - Rodrigo Castillo - Страница 11
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una pelea con dios
La Emergida llegaba a veces extasiada de dolor, sola
como sobreviviente, olorosa a crystal y a semen.
Cuando le preguntábamos dónde había estado contestaba que venía de Allá y, en sus ojos de madrugada química en su descalza voz de Ex-Muerta, en cada una de las lanzas que perforaban su costado alguna vez adolescente o divino, Allá sólo quería decir Tijuana sin Luciérnagas. La Más Verdadera. La Arpía.
Nuestro pudor, como lo llamaba, le causaba suspiros escandalosos y delicadas sornas punzantes. Nuestras costumbres burguesas.
–Su mar de mierda –balbucía. Y nos miraba desde ese lugar donde sólo se oye el punzar de las venas, el rasgar de la respiración. Y nos seguía viendo desde los largos pasillos vacíos, desde los pasillos laberínticos y rencorosos por donde sólo avanzaba el viento de los bárbaros. Y no dejaba de mirarnos desde la pecera. Y nos observaba.
Adentro.
Más adentro.
Debajo del agua y de la tierra.
Debajo del paladar.
–Su puto mar de mierda –reiteraba entre dientes, con ese cansino hacer de cosa que ronda, con algo de obscena gravedad en el tono de la voz, con cierto anhelo de crimen–. Su puta mierda –deletreaba hasta que, poco a poco, con toda seguridad de la manera más lenta, aburrida tal vez o aquejada ya de ese agotamiento radial que se asocia a menudo con los recién resucitados, nos daba la espalda y se ponía a ver el inicio de la luz a través de los ventanales del cuarto.
Microscópicamente.
Las yemas de sus dedos sobre la superficie traslúcida
y vertical.
La frente. Las pestañas. La lengua.
Esa manera suya de postrarse. Y de orar.
–Están sucios –constataba después, mucho después, cuando con o a pesar de la fatalidad conseguía estar de vuelta–. Sucios de grasa y de tiempo.