Читать книгу Sombra roja - Rodrigo Castillo - Страница 9
ОглавлениеVII
el gesto de la verdadera adicta
A veces el Mar del Norte se transformaba en manto y había que verlo como algo ajeno.
A veces se lo podía uno colocar sobre los hombros como cosa muy usada o querida, y sentir, dependiendo de incógnitos elementos, su calor o su extravío.
A veces era posible sentarse en su orilla,
sosegadamente. Y volverse escultura súbita o nube
desmemoriada. O arena con filos.
Todo podía pasar ahí en realidad. A veces había que sobrevolarlo como a un desastre. O alejarse como de la epidemia. O resignarse como ante la enfermedad.
En más de una ocasión vimos la manera inesperada y no por ello menos natural en que emergió del agua la cabeza de Concha Urquiza.
–Pero si usted está muerta –le recordábamos de inmediato.
Y ella, sin ponernos atención, interrumpía cualquier comentario para pedirnos, con ese gesto desesperado del verdadero adicto, un cigarrillo. Por el amor de dios. Por lo que más quieran. Ya que había dado la primera chupada –honda, con placer, toda ella en otro lugar– y ya que había dejado desaparecer en el aire la bocanada gris, el humo de artificio, entonces nos pedía una toalla.
–No saben la clase de frío que hace ahí –nos aseguraba sin atreverse a volver la vista atrás. Cuando constataba la sorpresa en nuestros rostros no era capaz de aguantar la risa.
–¿Qué? ¿Ustedes son de las que creen
que Los Sumergidos nunca tenemos frío?
Éramos de ésas, ciertamente.
Y, por serlo, guardábamos un silencio inconfesable y vergonzoso mientras bajábamos la vista.
–Por lo menos –murmuraba luego en son de paz–
podrían ofrecerme algo de vino.
Entonces, sin que se lo pidiéramos, sin que lo esperáramos siquiera, La Sumergida alzaba su copa y brindaba y chupaba ávidamente de su cigarrillo, todo a la vez, todo como si ya no tuviera tiempo o como si se le estuviera acabando el tiempo, mientras se quedaba como nosotras, sentada sosegadamente sobre la orilla de arena del Mar del Norte, resignada ante la enfermedad del agua y sobrevolando el desastre con la Mirada Oblicua de la que ha muerto más de una vez, de la que todavía no acaba de morir o de la que, muriendo, reincide como una verdadera adicta, con ese gesto de pordiosero y de mártir cruel y de princesa degollada.