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XII

las feministas

Pronunciaban la palabra. La escupían. La celebraban.

Corrían.

(Atrás de este vocablo debe oírse el pasar del viento).

Hablaban a contrapelo. Interrumpiéndose.

Ah, tan descaradamente.

Vivían a la intemperie, que era el mismo lugar donde sentían.

Supongo que así nacieron.

No sabían de refugios, de techos, de amparos,

de patrocinios.

Iban heridas de todo (y todo aquí quiere decir la historia, el aire, el presente, el subjuntivo, el contexto, la fuga).

Agnósticas más que ateas. Impactantes más que hermosas. Vulnerables más que endebles. Vivas más que tú. Más que yo. Estoicas más que fuertes.

Dichosas más que dichas.

Intolerantes. Sí. A veces.

¿Mencioné ya que eran brutales?

Caminaban en días de iracunda claridad como musas de sí mismas

(eso ocurría sobre todo en el invierno, cuando

los vientos del Santa Ana iban y venían

por los bulevares de Tijuana, arrastrando envolturas

de plástico y el polvo que obliga a cerrar los ojos

y negar la realidad)

a la orilla de todo, bamboleándose

eran la última gota que cuelga de la botella

(la mítica de la felicidad y la aún más mítica

que derrama el vaso y el sexo

impenetrable en la mismidad de su orificio)

y caían.

El colmo.

La epítome.

El acabóse.

(Por debajo de estas frases debe olerse el tufo que deja tras de sí el viento horizontal).

Supongo que sólo con el tiempo se volvieron así.

Con hombres y, a veces, sin ellos, besaban

labiodentalmente.

Y se mudaban de casa y se cambiaban los calcetines

y preparaban arroz.

Y bajaban las escaleras y tomaban taxis y no sentían

compasión.

Decían: Este es el viento que todo lo limpia.

Y pronunciaban la palabra. Enfáticas. Tenaces.

Pre-humanas.

Tajantes. Sí. Con frecuencia.

Conmovedoras más que alucinadas. Sibilinas más

que conscientes. Subrepticias más que críticas.

Hipertextuales. Claridosas.

Estoy segura de que ya mencioné que eran brutales.

Fumaban de manera inequívoca.

Cambiaban de página con la devoción y el cuidado

minimalista de las enamoradas.

Siempre andaban enamoradas.

En los días sequísimos del Santa Ana elevaban

los rostros y se dedicaban a ver (podían pasar horas

así) esas aves que, sobre sus cabezas, remontaban

lúcidamente el antagonismo del aire.

Y el Santa Ana (y aquí debe escucharse una y otra vez la palabra) (una y otra vez) despeinaba entonces sus vastas cabelleras ariscas. Sus cruentas pestañas (una y otra vez).

Sombra roja

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