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Mi nombre es Catalina, pero mi madrina Ornelia me llamó Minina. Ella decía que el día en que nací, la hoja del almanaque llevaba escrito Catalina y que no había que contradecir lo que habían escrito los santos. Eso fue un veintinueve de abril. Mamá Dora no me puso Ester porque a mi madrina se le habían muerto dos niñas que iban a llevar ese nombre y tenía miedo de que yo también muriera. La madre del Astronauta tenía un encanto especial y por eso me gustaba pasarme la tarde hablando con ella. ¿Por qué murieron tus dos hijas?, le pregunté una vez. Y ella respondió: No sé qué problema tenía dentro de la barriga que los niños no sobrevivían y se me morían antes de nacer. Cuestiones de médicos que nunca comprendí. Para que eso no me ocurriera dije: Candelífera, diosa del parto, déjame a mi hijo; me da igual que nazca loco, pero deja que viva. Y aceptó mi petición, aunque creo que me escuchó Mercurio, dios mensajero de los dioses, porque el Astronauta vive conduciendo ese autobús que traslada a los fantasmas. Cuando todos los hijos se hacen mayores, el mío vive como si no pasara el tiempo. Se duerme en mi cama solo cuando los dedos de sus pies y los míos se encuentran. A veces yo me duermo y los dedos de sus pies siguen jugando. Ahora que lo pienso, tal vez sueña que pisa el embrague con el pie izquierdo, mientras que con el derecho pisa el acelerador o frena según le convenga a su ronquido.

Dame un cigarrillo, dijo el Astronauta en una ocasión, cuando yo era pequeña. Mamá Dora le dio uno y dijo: Fuma, loco, fuma. Eso te quitará la visión de los fantasmas y el ardor del corazón. Afuera mi hermano Lu jugaba con sus amigos a chutar la pelota. Desde el muelle llegaba el bocinazo quejumbroso de otro barco grande. El Astronauta cogió el cigarrillo, dio chupadas sucesivas, y con cada chupada se pasaba el cigarrillo de un dedo a otro. ¿Por qué fumas con los cinco dedos?, preguntó Dora. El Astronauta dijo: Porque no tengo seis. Yo no le vi la gracia, pero ambos se pusieron a reír. Luego Dora le dijo: Cuida a la niña que me estoy haciendo pis. La vimos entrar al cuarto del baño. Ambos oímos el ruido del pis. Al Astronauta nunca se le borraba la sonrisa de la cara, como si la boca abierta le aliviara la respiración anhelante. Estaba muy sucio. Su chaqueta inflada llena de polvo le daba el aspecto de sobreviviente del derrumbe de un edificio. Vivía a su manera conduciendo el ómnibus y yo no podía dejar de admirarlo. Volví a ver la pelota de los chicos, que jugaban en la calle, muy cerca de nuestra ventana. Mamá Dora no reparó en la suciedad del Astronauta porque dijo: ¡Vienen los americanos!, atraída por la algarabía callejera. Mucha gente salía a los balcones para aplaudir. Arriba de unos camiones, unos jóvenes de trajes deslucidos, con sus instrumentos de música redondos, se volvían a mirar a las muchachas, que devolvían las miradas con las mejillas coloradas. El Astronauta se asomó a la ventana para ver quién era el que tocaba la tuba. Esperó algo sin hablar, entre la música y los mensajes de costumbres traídas del viejo continente, en la niebla de los ademanes y los taconazos. Le sorprendió ver entre el gentío a un desconocido que intentaba saludarle. Iba con una pancarta en la que se leía: «Gracias por buscarnos un lugar en el mundo». El paso del cortejo hizo que se escuchara tanto el sonido de los clarinetes como el de los cascos de los caballos que resbalaban sobre los adoquines. Lo que nadie sabía era que el mundo de los fantasmas estaba haciendo una de sus apariciones; un ensayo general y fulgurante que solo el Astronauta podía ver.

Lu tomó su pelota antes de que se le extraviara, entró y la guardó bajo la cama. ¿Qué es un americano, madre? Mamá Dora dijo: Los americanos son los dueños de los barcos grandes. Se tragan una pastilla y eso es para ellos la comida, y por la noche vuelven a tragarse otra pastilla de esas, y eso es la cena. Aunque ahora dicen que han inventado algo que tiene el mismo sabor de la carne y que todo el mundo lo come dentro de un pan redondo con lechuga.

¡Invento de herejes!, exclamó el Astronauta. Pronto lloverán sobre nuestras cabezas piedras del cielo. Todos los muertos de la huelga se levantarán y se reunirán en el muelle para que los conduzca arriba de mi ómnibus hasta la playa.

La orquesta imaginaria

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