Читать книгу La orquesta imaginaria - Rodrigo Díaz Cortez - Страница 7

2

Оглавление

Aquella noche debí de dormir muy poco, de tan cansada que estaba. La agitación de tantos cambios en mi vida en un periodo tan corto me dejó en vela repasando la película de los últimos días. Entonces vino Sinestesia para tranquilizarme. Ella tenía diecinueve años, cuatro más que yo, y aunque sabía que en alguna parte escondía un revólver, sus palabras tenían un tono que me reconfortaba. Sinestesia me pidió que me quedara con ella. La casa del relojero Busico tenía mucho espacio, pero no era lo que yo perseguía. Aunque tampoco sabía lo que quería. Deseaba encontrar a papá y a mamá Dora. Si iba al encuentro de mamá, ¿cómo encontraría a papá? Ella no me permitiría rescatarlo. Y si buscaba a papá, ¿cómo viajaría a la casa de mi madrina Ornelia, en la que estarían mi hermano Lu y el Astronauta? Apreté la embocadura de la tuba con fuerza. En mi mente sonó la canción que a él le encantaba entonar, La Cabalgata de las valkirias. Así que decidí buscar a papá, que estaba atrapado en esa red que llamaban Justicia.

Recuerdo el día en que conocí a Sinestesia. Corría deprisa para que mi hermano Lu no me alcanzara y pisé un trozo de vidrio que me abrió una herida en la planta del pie. La sangre se imprimió sobre la vereda como una estampilla; a cada paso la huella de sangre quedaba ahí. Vino la niña mayor que siempre sonreía a mi hermano Lu y me dijo: Deja que te chupe la sangre. Me chupó la planta y me dejó la herida limpia. Luego se quitó un calcetín y me lo ató alrededor del pie. Cuando me enseñó su pie, con una herida más pequeña que la mía, dijo: Chupa tú ahora. De esa forma nos hicimos hermanas de sangre con Sinestesia. Cuando fuera necesario nos defenderíamos de los demás, aunque yo fuera cuatro años menor.

Un silbido fuerte llegó desde la calle. Sinestesia lo identificó y se apresuró a enfundarse el revólver y a colocarse la chaqueta de cuero encima para ocultarlo. Bajamos intentando no hacer ruido. Busico estaba trabajando en un reloj incrustado en un mueble y, cada dos por tres, sonaba un cucú, por lo que creí poco probable que escuchara la puerta al cerrarse. Sinestesia me obligó a acelerar: la loca pasó rozando los tableros de los vendedores ambulantes; detrás de ella, una mujer se aferró a su cartera creyendo que se la arrebataría, y nos escabullimos por el garaje de un edificio en construcción abandonado desde hacía mucho. Un joven de pelo cobrizo dijo: Mira, Sine, y abrió la bolsa que llevaba en bandolera. Mi amiga admiró la pequeña exposición de pulseras, un reloj de oro, un collar lleno de piedrecitas brillantes, anillos y cadenitas con o sin colgante, antes de observar el efecto que aquello me producía. Es el botín de esta mañana, explicó Sinestesia. El silbido es la señal convenida y por eso debemos correr antes de que aparezcan los carabineros y nos estrujen como limón en un vaso. ¡Pero robar está mal, Sine!, solté. Y todos se echaron a reír.

La orquesta imaginaria

Подняться наверх