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A Sinestesia le gustaba mascar chicle. Era un entretenimiento solitario, en el que nadie molestaba ni interfería. Cuando tuvo la idea de viajar a la capital, para presentarnos en la puerta de la cárcel, salté de alegría. No podía creérmelo. Estaba deseando ver a mi padre para enseñarle la embocadura de su tuba. Debido al calor Sinestesia se quitó la chaqueta y pude ver que entre el ombligo y la cintura del pantalón asomaba la culata de un revólver. Mi amiga abrió los ojos y me pidió que no me asustara. Solo lo tengo para amedrentar a los giles; jamás ha escupido una aceituna de plomo. Eso dijo y dejó el arma bajo la almohada para que no la viera Busico. El relojero era muy bueno con ella. La atendía cocinándole, incluso le compraba un vino blanco que a ella le gustaba. El hombre de barba cana y anteojos plateados me contó una tarde que fabricaba, coleccionaba y arreglaba relojes desde muy joven. Su abuelo le había regalado su primer reloj y a él le había impresionado que la sencilla esfera contuviera el ritmo del tiempo. Aunque a Sinestesia no le interesaba nada el tema, yo paseaba los ojos extasiada por los cucos de madera, los minuteros dentro de unas armaduras de porcelana, una casita con números romanos, cuyas manecillas eran rayos negros y amarillos.

Sinestesia estaba contenta porque podría enseñarme la capital. Ella había nacido allí. Dijo que en la cárcel admitían visitas los domingos, solo había que apuntarse en un cuaderno. Y aunque su madre era una bailarina de cabaret y nunca quería hablar de sus padres, mucho menos del problema que había tenido con su padre, estaba radiante porque yo podría saber qué había ocurrido con el mío. Yo me preguntaba cuántos días más cabalgaríamos juntas, cuándo desaparecería su solidaridad como el mar en la orilla de la arena.

Recuerdo que una vez mamá Dora decidió coger un autobús muy viejo, el armazón vibraba y parecía que se iba a desmontar en cualquier momento. Estaba repleto de gente que se abrazaba, que entrelazaba los brazos de diferentes maneras y se movía de un lado a otro, golpeándose con la hojalata o rebotando contra ella porque los brazos eran un amasijo de muelles. Me pareció muy divertido el desplazamiento furioso del chófer para ganar tiempo, llegar lo antes posible hasta la siguiente parada y así cazar más pasajeros. Como yo era pequeña, podía oír las tripas de la gente que regresaba a sus hogares después de la jornada laboral. Mi abuela paterna estaba muy disgustada con nuestro padre porque se iba a reuniones después del trabajo. Aseguraba que por eso se le doblaba la mandíbula hacia la izquierda. Yo no sabía que mi padre era sindicalista, que había estado detenido antes, que le habían introducido corriente en el pescuezo y el cerebro. Pero él todo lo achacaba a un dolor de muelas. La abuela trataba de poner otra vez en su sitio la boca de mi padre, que se le torcía ahora hacia la derecha. Él se dejaba hacer sentado junto al brasero, mirando los trozos de carbón que chisporroteaban antes de aparecer las llamas.

Yo quería con todas mis fuerzas encontrar a papá y a la vez no quería que mis andanzas con Sinestesia llegaran a su fin.

La orquesta imaginaria

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