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Sinestesia me dijo que no quería convertirse en una esclava, y que por eso cometía pequeños robos para llevar comida a la casa del relojero. Era rara la relación que tenía con él. Como si no fuera su padre, porque el hombre jamás le preguntaba dónde había ido, con quién se juntaba, qué hacía conmigo cuando oía un silbido desde la calle, qué hacía yo allí. La conversación que tuvo con el chico de pelo cobrizo me hizo pensar mucho el día que estuvimos en el edificio inacabado. Recelosa de quedarme a vivir con gente que robaba, cuando cayó la noche me fui a deambular por el centro. Mi mente rumiaba lo que Sinestesia me había dicho. Pasé por la plaza O’Higgins, vi a unas personas elegantes entrando en el Teatro Municipal, asistí de lejos a un enfrentamiento entre los jóvenes y la policía, a esa hora en que el cielo se pone de color anaranjado. Quise atravesar la pasarela de madera que cruzaba hasta la playa, el muelle donde mamá Dora compraba sardinas para destriparlas, y enseguida me arrepentí. Eran tantos los buenos momentos con mis padres viendo zarpar los barcos, que las imágenes de sus pasajeros giraban dentro de mi cabeza de manera circular, como si allí hubiera una sala de cine, y entonces las ideas se quedaban tan quietas que hasta formaban un muro silencioso de incomunicación con el puerto.

Cansada de deambular en la noche porteña, cuando ya no me sostenía en pie, vi unos periódicos en la basura, los tomé y, bajo la marquesina de una tienda, me tapé con unos cartones y diarios y me dormí unos minutos. Me pregunté cómo haría para rescatar a mi padre de eso que llaman Justicia. También pensé en la doble preocupación que estaría padeciendo mamá Dora; por un lado, con su marido detenido y, por el otro, con su hija a la deriva, fugada del correccional de menores en el que me recluyeron al mismo tiempo que se llevaron a papá. Aunque tuviera un revólver con aceitunas de plomo, no podía negar que Sinestesia era una chica lista. Gracias a ella pude escapar, pero extrañaba mucho a Lu. En casa del barrio Lido pasamos buenos momentos de niños. Recuerdo que un día antes de irnos a dormir, Lu cogió del suelo dos hormigas, se las puso en la palma izquierda y las hormigas fueron de un lado a otro recorriendo la piel, como si la mano de Lu fuera su tierra. Solo entonces logró relajarse. Luego las hormigas regresaron a su escondrijo y mi hermano se despidió de ellas hasta el día siguiente. Afuera los perros se volvían a enredar en una trifulca; al parecer se estaban peleando por una perra en celo. Eso dijo mamá Dora para que no le diéramos importancia y nos durmiéramos. Por la mañana el sol me miró a los ojos y quise bajarme de la cama para hacer pis. Pero a mis pies el cielo había inundado el cuarto. Hasta la cama parecía que flotaba sobre un manto de nubes. Di una palmada, y desde la cama de enfrente, Lu me preguntó qué quería. Le expliqué que no podía bajar de la cama, y él, resoplando, estiró el brazo y me lanzó una alfombrilla. Bajo la alfombrilla estaban las nubes y bajo las nubes estaba el vacío. Me desplacé utilizándola como si fuera una tabla guiada por la corriente marina. Es bueno tener un hermano que comprende a una hermana cuando se encuentra en apuros.

La orquesta imaginaria

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