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XI. LA REFORMA DEL LIBRETO OPERÍSTICO
ОглавлениеHasta este momento, casi todos los libretos operísticos utilizados por los compositores tenían una estructura compleja, con la inclusión de los imprescindibles personajes cómicos que, como ya vimos anteriormente, acababan deformando y desdibujando la acción.
Hacia 1690, sin embargo, empieza a percibirse una corriente de opinión entre los mismos libretistas de mejor calidad literaria, que rechazaba estas interpolaciones y lamentaba la falta de unidad argumental que conferían a los libretos. La influencia del aspecto clásico que ofrecían las obras de teatro francesas de Racine y Molière, por un lado, así como, por el otro, la recuperación del interés por la normativa clásica reintroducida por Boileau, basada en una apreciación muy rigorista de las reglas de Horacio y de Aristóteles, motivó que algunos libretistas italianos, entre los que se distinguió Silvio Stampiglia (1664-1725) y más tarde, pero de un modo muy especial el también historiador y numismático Apostolo Zeno (1688-1750), decidiesen escribir libretos ajustados a las «reglas» de lo que entonces se consideraba «buen gusto», y que además fuesen lo más fieles posible al pasado histórico grecolatino.
Zeno y algunos de sus colegas antes que él, empezaron la costumbre de dar explicaciones previas, en breves prólogos impresos a modo de prólogo de sus libretos, dando las razones por las cuales habían adoptado una determinada interpretación de un hecho histórico, y tratando de justificar por razones teatrales a los personajes que eran mera ficción, procurando reducirlos al mínimo e intentando que sus actitudes en la narración estuvieran de acuerdo con su carácter.
Por otra parte, los libretistas de esta generación estaban imbuidos de la idea de que debía desprenderse una lección moral de toda obra teatral y sus personajes actuaban, por lo tanto, bajo este imperativo, especialmente los de carácter noble (héroes, monarcas, princesas); esto, en definitiva, no era más que un reflejo de las ideas propias del Despotismo Ilustrado, cuyas teorías se basaban sobre la superioridad moral de la nobleza —puesto que tenía un origen «heroico», léase «divino»— empezando por el monarca o gobernante, alguien que por definición poseía estas virtudes en grado máximo. En las óperas, los conflictos del argumento surgen por la fuerza del amor, único elemento que podía deformar, siempre de un modo pasajero, el sentido del deber y de la justicia de los grandes héroes y de los nobles. Al final todo se arreglaba después de que hubiera quedado más o menos clara una lección moral. Esta tarea de propaganda política subliminal va quedando cada vez más clara a medida que entramos en el siglo XVIII, y culmina con la llegada al mundo de la ópera del eximio poeta y libretista Pietro Metastasio (1698-1782). Este gran escritor llevaría a un grado de refinamiento dicha influencia moral sobre el público operístico, de tal modo que parece haber sido adoptada por él y por otros muchos imitadores suyos por propia convicción, en un intento de autoasimilarse a las clases gobernantes a las que servían.
A consecuencia de esta nueva óptica de la vida teatral y operística, en los libretos empezaron a desaparecer rápidamente los personajes cómicos (nodrizas, criados, militares fanfarrones, criaditas, etc.) que tanto éxito habían alcanzado en la ópera veneciana de las generaciones anteriores. Apostolo Zeno ya no utiliza personajes de este tipo y tiende a dar a sus libretos las tres unidades exigidas por las reglas clásicas: unidad de tiempo, de lugar y de trama, y los compositores de su tiempo, encabezados por Alessandro Scarlatti, fueron poniendo en música cada vez más los libretos que se ajustaban a ese nuevo enfoque teatral.
Los principales libretistas de este período trabajaban para el teatro veneciano, pero la progresiva decadencia de éste hizo que los efectos de estos cambios se ejerciesen de modo más claro sobre los compositores napolitanos, y de modo gradual sobre Alessandro Scarlatti. La influencia del ya mencionado Silvio Stampiglia se produjo cuando este libretista romano se trasladó a Nápoles, donde algunos de sus textos fueron puestos en música por Scarlatti en los años finales del siglo XVII y primeros del XVIII.
Ya hacía mucho tiempo que los libretistas habían aprendido a marcar en el texto los pasajes destinados a ser revestidos por el compositor con música de mero acompañamiento (recitativo), procurando en tales pasajes que el texto tuviese importancia narrativa, y cuidando de que hubiese pasajes adecuados para más intensas efusiones líricas, con textos meramente reflexivos o de manifestación de los propios sentimientos (aria). En los libretos venecianos de fines del siglo XVII el número de arias tiende a reducirse, pero esto fue debido al notable crecimiento de la música de estas arias, como no tardaremos en comentar. Por otro lado, disminuye también el número de cantantes que intervienen en las óperas, de modo que a hacia 1695 ya es raro que sean más de seis o siete; esta última cifra acabará siendo la máxima aceptable (en La Calisto, de Cavalli, en 1652, había trece personajes con un papel de cierta entidad). La razón de esta disminución de los papeles operísticos era la defensa de los intereses de los empresarios de ópera, que podían formar así compañías más económicas con un número menor de cantantes, que participaban en casi todas las óperas de la temporada para la que habían sido contratados.
Como las arias eran los pasajes en los que los cantantes se podían lucir, los libretistas ya se ocupaban de distribuirlas teniendo en cuenta la importancia de los personajes y de las voces que iban a tener (seguramente de acuerdo con los compositores, ya que casi siempre coincidían ambos en un mismo teatro antes de crear la ópera que había que poner en escena). Había que tratar este asunto con un cuidado exquisito, ya que era preciso reservar la mejor parte de esas arias para los castrati más famosos y para las prime donne de mayor prestigio. Como por otra parte los grandes cantantes se negaban a cantar combinando sus voces con las de otros cantantes, sus rivales potenciales en el mundo del teatro («¡el público ha venido a escucharme a mí!», era su argumento principal), había que equilibrar muy bien qué es lo que se escribía para cada uno de esos personajes de la ópera, y qué es lo que se destinaba a los aspirantes a ocupar su puesto (la seconda donna, sobre todo) para que no surgieran indebidas competencias. Por esto en los libretos de esta época no hay casi ninguna escena de conjunto salvo cuando el argumento lo exigía por fuerza.
La estructura de las óperas queda reducida, por lo tanto, en los primeros años del siglo XVIII, básicamente a una ristra de arias, separadas entre sí por los necesarios recitativos. Pocas veces queda interrumpida la serie de arias por un dúo o algún pasaje atípico. Las escasísimas escenas de conjunto se sitúan, en el mejor de los casos, en los compases iniciales de la ópera o en los pasajes finales de los actos. Con objeto de distribuir de forma homogénea el material musical, el libretista suele dar un aria a cada personaje; cuando han desfilado todos con sus recitativos previos y sus arias, termina el primer acto. En el segundo ocurre algo parecido, de modo que éste es el momento en que cantan sus arias incluso los personajes secundarios. Pero al llegar el tercer acto, como los cantantes de rango inferior ya habían agotado su cupo de arias (dos como máximo), quedaban sólo por cantar las grandes arias de los protagonistas. Por esta razón el tercer acto de las óperas barrocas solía ser bastante más corto que los dos primeros.
Este sistema, por otro lado, daba un relieve mucho mayor al aria que antes, y así proliferó la costumbre, ya existente, pero ahora reforzada, de que los cantantes añadiesen arias por su cuenta, eligiendo entre las que les habían dado un mejor rendimiento en otros teatros. Como muchos de esos cantantes viajaban con sus arias predilectas en el equipaje (preparadas para ser impuestas a los músicos y empresarios de los teatros a donde fueran a parar), estas piezas recibieron el nombre de arie di baule (arias de baúl). Algunos cantantes tenían incluso reconocido en su contrato el derecho a interpolar arias de su gusto en sus particelas, fuese cual fuese la ópera que se estuviese poniendo en escena. Como se ha dicho, un aria solía llevar un tipo de texto que era fácil de adaptar a una nueva situación escénica. Por lo tanto el cambio favorecía al cantante-estrella y el público lo agradecía con el aplauso.
Aunque todos estos cambios en la praxis operística fueron compartidos a partir de 1700 o poco después también por la ópera veneciana, superada ya la fase especialmente barroca que comentamos en un capítulo anterior, el mérito, por así decirlo, de esta gradual reforma de la ópera corresponde a la ópera napolitana, y suele atribuirse en general a Alessandro Scarlatti, aunque no fuese él el auténtico inventor de algunos de los elementos del cambio.