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XIV. LA FALLIDA INTRODUCCIÓN DE LA ÓPERA ITALIANA EN FRANCIA: LA ÓPERA FRANCESA

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A pesar de los esfuerzos del cardenal Mazzarino por aclimatar la ópera italiana en París, después del semifracaso de Cavalli con su ópera (1662) algunas personas estaban dispuestas a tomar las medidas necesarias para introducir la ópera en Francia, pero tratando de evitar los errores cometidos con la ópera italiana, que, en cuanto a forma teatral, no había dejado de causar una cierta impresión.

El primer error era el idioma: para los franceses, la lengua italiana está demasiado distante para que se dé un nivel mínimo de comprensión como el que se da, por ejemplo, en España. La ópera tenía que cantarse en francés, para satisfacer, además, el exacerbado chauvinismo local.

En segundo lugar, no era viable utilizar castrati cuya presencia y cuya voz no gustaban. Había que escribir óperas en las que hubiese sólo voces «normales», acordes con la personalidad de los personajes de la ópera.

En tercer lugar, había que solventar el problema del baile o ballet, al que los espectadores franceses, fascinados por los bailes de corte en uso desde un siglo atrás, no estaban dispuestos a renunciar.

En estas circunstancias, un grupo formado por Robert Cambert (ca. 1628-1677), compositor, Pierre Perrin, poeta-libretista, y un oscuro marqués de Sourdéac, que ejercía como financiador de la iniciativa, decidieron solicitar un privilegio al rey Luis XIV para introducir definitivamente un espectáculo de ópera en París.

El sistema de «privilegio», típico del llamado Antiguo Régimen, consistía en solicitar del gobierno el derecho a explotar en exclusiva un invento, una iniciativa, o un tipo determinado de negocio, por un tiempo limitado (solía ser de diez años), protegido por la autoridad del Estado.

Consecuentes con la idea de que en Francia, el Estado era el rey, como éste mismo gustó de formular en cierta ocasión, acudieron al monarca, obteniendo una entrevista para mostrarle su proyecto de ópera francesa.

Luis XIV —cuya afición a la música era medianamente importante— se mostró encantado con la iniciativa, y no sólo concedió el privilegio solicitado, sino que decidió darle rango académico: un honor muy notable. La organización de Cambert, Perrin y Sourdéac sería llamada Académie Royale de Musique, y su fecha fundacional (1669) es, considerada todavía, en teoría, la de la creación de la Ópera de París, que durante tres siglos se tomó muy en serio esta condición académica, con consecuencias que en algunas épocas fueron funestas para el desarrollo de la ópera francesa.

Respaldados por este inusual favor del monarca francés, Cambert y Perrin pusieron manos a la obra y escribieron una ópera cuyo título era el de Pomone (1671). De hecho, Perrin y Cambert ya habían escrito alguna otra obra juntos, La Pastorale d’Issy (1659), pero con esta obra aspiraban a lograr la preeminencia en la vida musical francesa. La obra gustó y el público acudió a la Sala del Jeu de Paume donde se representaba, dejando algún beneficio, pero el marqués de Sourdéac, que no tenía los recursos que había anunciado, tuvo que recurrir a prestamistas que reclamaron los beneficios. Los autores fueron encarcelados por deudas, aunque Cambert había intentado salvar el negocio con otra ópera cuya música se ha perdido.

Éste fue el momento que aguardaba el compositor de origen florentino Giovanni Battista Lulli (1632-1687), que había entrado al servicio del rey Luis XIV cuando éste era un muchacho, y había cautivado al monarca por sus habilidades con el violín y como actor. Lulli, que fue nombrado director del grupo de «Los 24 violines del rey», se había naturalizado francés adoptando el nombre de Jean-Baptiste Lully ya había mostrado un considerable interés por los intentos de introducir la ópera en Francia; ya vimos que escribió las piezas de ballet que faltaban en la ópera de Cavalli, cuando éste estuvo en París en 1662.

Ahora ofreció comprar el privilegio a los asendereados autores de la Académie Royale de Musique, que se libraron así de la cárcel pero dejaron la nueva institución en manos del avispado florentino. Robert Cambert emigró pronto a Inglaterra, donde intentó prosperar con nuevas creaciones, sin mucho éxito.

Lully, por su parte, acentuó la adaptación del género a los gustos de los franceses, que él conocía bien: adoptó la forma lento-rápido para la obertura o pieza instrumental inicial de las óperas que escribió a partir de entonces; cortó la longitud de las arias, porque las italianas eran consideradas por todos como excesivamente largas; empleó un tipo de recitativo adaptado a la declamación francesa, y trufó el espectáculo de pasajes orquestales, corales y, sobre todo, coreográficos, dándole una estructura mucho más variada, es decir, dividida en muchos episodios. Dividió el drama en cinco actos no muy largos y no olvidó introducir prólogos con unas extensas, reiteradas y sonoras alabanzas al vanidoso monarca Luis XIV —que, por supuesto, era quien pagaba las óperas—. Precisamente por esto las óperas de Lully usaban una orquesta más densa que la de las óperas italianas, y un coro, sin descuidar la brillantez escenográfica, el vestuario y la variada coreografía del ballet, ahora ejecutado por profesionales, y no por los nobles, como antaño.

Así, a principios de 1673 Lully presentó al monarca su primera ópera: Les Noces de Cadmus et Hermione, con todos los requisitos para que causara impacto en Versalles y también en su presentación al pueblo de París, formando parte de las actividades de la Académie. A partir de entonces, y juzgando adecuada la fórmula utilizada, cada año presentó una ópera nueva, o dos como máximo: en 1674 estrenó una de sus óperas más logradas: Alceste, con un argumento que es un cruce entre la historia de la reina Alkestis (Alceste) y la fábula de Orfeo. Desde el primer momento Lully confió sus libretos al elegante escritor parisiense Philippe Quinault (1635-1688), que se inspiró habitualmente en temas clásicos grecolatinos, como fue costumbre muy arraigada también en la ópera francesa (Thésée, 1675, Bellérophon, 1679; Proserpine, 1680; Acis et Galathée, 1686, y alguna más), aunque a veces dirigió su atención a temas relacionados con las Cruzadas (Armide et Renaud, 1686) o a historias de corte medieval (Amadis de Gaule, 1684; Roland, 1685). Desde hace algunos años han surgido orquestas y formaciones musicales que han emprendido la recuperación de estos títulos de Lully, casi todos ausentes de los teatros desde tiempo inmemorial. La recuperación parece haber perdido impulso, aunque han quedado notables muestras discográficas de esta labor restauradora, con criterios variables, no siempre del gusto de todos los críticos.

La curiosa muerte de Lully, acaecida en 1687 a causa de la gangrena surgida de un golpe que él mismo se propinó al llevar con un gran bastón el compás de una pieza que dirigía en presencia del rey, dejó la Académie de Musique abierta a cualquier compositor que deseara presentar una ópera nueva a la consideración de sus responsables; las normas establecidas por Lully, en tanto que «académicas», eran de obligado cumplimiento, y así sólo se aceptaban en la Ópera de París —como empezó a llamarse a la Académie— aquellas obras que se ajustaran fielmente a lo dispuesto por Lully. Entre los autores cuyas óperas fueron aceptadas figuró pronto Marc-Antoine Charpentier (1636-ca. 1694), cuya Médée (1693) ha merecido los honores del disco en más de una ocasión.

Otro autor que se distinguió, más que el propio Marc-Antoine Charpentier, fue el provenzal André Campra (1660-1744), que supo introducir en la Ópera de París una variante nueva de la ópera francesa, a pesar de las estrictas normas establecidas, creando la llamada opéra-ballet, género híbrido en el que la proporción de escenas danzadas es todavía superior al de la ópera francesa «normal», y en el que la parte propiamente narrativa de la acción se reduce a escenas sueltas en torno a usos y costumbres, casi siempre amorosos, de distintos países (L’Europe galante, 1697, la primera opéra-ballet de este tipo; Les Fêtes vénitiennes, 1710, en torno al Carnaval de Venecia, etc.). Campra escribió también óperas francesas «normales», como Tancrède (1702) e Idoménée (1712), curioso precedente de la ópera de Mozart de sesenta y nueve años más tarde.

Paralelamente a la difusión de la ópera francesa del tipo cortesano representado por Lully y sus sucesores, surgió en París un tipo de ópera popular, la opéra-comique, que estaba basada en piezas de teatro hablado de tipo ligero, mezcladas con algunas arias breves (comédie mêlée d’ariettes). Los actores y cantantes del nuevo género lograron en 1715 permiso para abrir un teatro propio, pero los responsables de la ópera oficial intrigaron y lograron cerrarlo en 1745. Pero por estos años, bajo el impulso de Charles-Simon Favart (1710-1792), y de su esposa Marie-Justine Favart (1727-1772), hija del compositor André-René Duronceray, la opéra-comique adquirió mucha mayor entidad y se convirtió en un género que se podía parangonar hasta cierto punto con la ópera bufa italiana, sobre todo desde el momento en que un sector del público francés, encabezado por los enciclopedistas y por Jean-Jacques Rousseau (1712-1778) se pusieron de parte de los intermezzi cómicos italianos y trataron de acercar la opéra-comique al género bufo. Estas ideas enfrentaron a los partidarios de la moderna música teatral italiana de dicho género bufo y los tradicionalistas defensores del género francés, sobre todo a raíz del grandioso éxito de La serva padrona, de Pergolesi, en el momento de su reposición en París (1752). Esta fue la llamada «Querelle des bouffons», llamada también «Guerre» y generadora de un gran número de artículos y opúsculos a favor y en contra de la ópera bufa. Ese mismo año Rousseau daba a conocer su pieza cómica «a la italiana», pero en francés, Le Devin du village, con la que quiso demostrar que la fusión entre los dos estilos era posible, incluso en francés.


Escena de la única representación en España de Le Devin du village (1752), obra de Jean-Jacques Rousseau. (Sala Toldrà, Conservatorio Municipal de Música de Barcelona, 1990.)

Estas ideas teatrales fueron seguidas también por Antoine Dauvergne (1713-1797), cuya ópera cómica Les Troqueurs (1753) lleva recitativo a la italiana en lugar del tradicional diálogo hablado francés. Otros autores, como François-André Philidor (1726-1795), siguieron brillantemente su ejemplo.

Uno puede preguntarse cómo era posible que las cuestiones relativas a la ópera apasionasen de tal modo a los particulares como para emprender la publicación, a su propia costa, de encendidos opúsculos en defensa de una postura u otra. Pero hay que tener presente que en estos años el género operístico era el máximo exponente del mundo del espectáculo, con una trascendencia que hoy no nos resulta fácil de imaginar.

El gran creador operístico francés del siglo XVIII: Rameau

El mundo musical francés giraba sólo parcialmente en torno de la ópera: muchos compositores dedicaban sus esfuerzos al género muy popular de la suite y dedicando una gran cantidad de obras a las piezas para clavecín, entonces género predilecto en muchos salones parisienses. Fue un género en el que sobresalió el compositor de Dijon, Jean-Philippe Rameau (1683-1764). Dedicado a su Traité de l’Harmonie (1722) y a sus libros de piezas para clavecín, Rameau no orientó su actividad hacia la ópera hasta los cincuenta años de edad. En 1733 estrenó su primer título: Hippolyte et Aricie (1733), y aunque mal acogido por algunos, el público le favoreció con el éxito, por lo que inició una serie de creaciones operísticas de gran calidad, como la ópera-ballet Les Indes galantes (1735), Castor et Pollux (1737), Dardanus (1739), Zaïs (1745), Naïs (1749, para celebrar la paz de Aquisgrán, del año anterior), Zoroastre (1749) y Les Paladins (1760), aparte de algunas otras óperas-ballet, como La Princesse de Navarre (1745). Rameau nunca entró en el género de la opéra-comique, pero dejó una divertida comedia lírica, Platée (1745).


Grabado, por Machi, realizado a partir del diseño escénico para una representación de la ópera Dardaus, de Jean-Philippe Rameau, realizada en París, en 1760; el grabado alude, concretamente, al acto IV.

Con la vejez y la desaparición de Rameau pareció haberse ido fundiendo el ideal de la ópera francesa, pero la llegada de Gluck a París (1774) le dio nueva vida, y un nuevo motivo de querellas. Como veremos en su lugar, el concepto de ópera francesa fue defendido por Gluck frente al asedio del género italiano, defendido tenazmente por los cada vez más numerosos partidarios del género foráneo.

No se puede desconocer la importancia histórica de las creaciones de Rameau, pero lo cierto es que ni su influencia ni su presencia escénica después de su muerte contribuyeron a su conocimiento, y la reposición de sus óperas, incluso después del «revival» barroco de fines del siglo XX, sigue siendo bastante modesta y se ha dado en pocos teatros europeos. En España ha transcurrido todo el siglo XX sin ningún estreno escénico de sus óperas, que nunca se habían visto tampoco en su propia época.

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