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Poner en palabras el dolor

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En dolores crónicos como la migraña, se da un vínculo dialéctico entre experiencia y lenguaje, a partir del análisis de las percepciones y las vivencias de quienes padecen, dado que hay experiencias que llevar al lenguaje, pero también el lenguaje es el que les da forma a esas experiencias (Turner, 1986).

Esta relación, desde la perspectiva de la antropología médica, es un modo de acceder a la convivencia con malestares que se prolongan en el tiempo, a través del registro de los relatos. Tanto Byron Good (1994a) como Linda Garro (1994) han señalado que las narrativas de pacientes crónicos siguen una estructura similar, que se inicia con el momento de origen del dolor, y continúa con las trayectorias por distintos profesionales en búsqueda de alivio y diagnóstico, la realización de varios tratamientos, y las descripciones sobre los vínculos entre el padecimiento y las experiencias de la vida cotidiana. En la misma línea, los estudios realizados por Kleinman, en clases sociales medias y bajas, proponen explorar la diversidad de experiencias teniendo en cuenta los contextos sociales y económicos, a fin de que dichos malestares no sean reducidos a aspectos físicos y biológicos (Kleinman, 1988; Epele, 2001a). Desde este enfoque, se sostiene que la convivencia con dolores crónicos hace que las experiencias sean polisémicas y tengan distintos significados, que van más allá de los eventos asociados a la enfermedad (Kleinman, 1988, 1994). Es decir, hay dimensiones que rodean la convivencia con el dolor y dan cuenta de modos diferenciales de padecer.

Analizar estos dolores de cabeza teniendo en cuenta diferentes conjuntos sociales visibiliza cómo, a partir de los relatos, los modos de padecer adquieren distintas formas que responden a mayores o menores condiciones de fragilidad de las personas involucradas. El carácter contextual de la relación entre lenguaje y experiencia se da a partir de cómo los individuos se sitúan, comportan y dan sentidos a dolencias que se constituyen socialmente, y remiten a creencias, prácticas y valores compartidos (Alves, 1995). Dicha narración de los distintos eventos se configura como una trama que permite que los fragmentos de experiencias adquieran un sentido como un todo (Ricœur, 2000, 2009). Por eso, y en discusión con estudios de la lingüística tradicional, que parte de un carácter ahistórico y arbitrario del signo y la lengua (Saussure, 2008), en las narraciones sobre estos dolores es fundamental dar cuenta del carácter histórico ligado a procesos sociales que modelan el proceso de enunciación, el hablar y los dichos de los propios actores sociales. Es decir, los intercambios lingüísticos son también relaciones de poder simbólico, en las que se actualizan las relaciones de fuerza entre los locutores y sus respectivos grupos (Bourdieu, 2001: 11).

En estrecha vinculación con las discusiones sobre el lugar del lenguaje en los usos cotidianos, Wittgenstein (1968: 31) elude la tentación de suponer que tiene que haber un proceso mental de pensar, creer, esperar o desear, independientemente del proceso de expresar, hablar. Es decir, no existe una conexión oculta entre la mente y una palabra, porque los significados del lenguaje dependen de las distintas acciones en las que se involucra y adquiere sentidos.

A modo de ejemplo, en distintos estudios sobre procesos de dolor y sufrimiento, se hace referencia a las metáforas como la conexión entre cuestiones conceptuales con prácticas corporales, donde el significado surge de esa capacidad de usar la experiencia para pensar metafóricamente y viceversa (Kirmayer, 1992, 2001; Jenkins y Valiente, 1994; Lowe, 1995; Bonet y Tavares, 2007). Es decir, en la búsqueda de transmitir ciertas sensaciones y situaciones, las experiencias pueden traducirse en metáforas y en distintas formas de expresión. En este sentido, retomando los debates sobre la relación entre lenguaje y experiencia, los estudios de George Lakoff y Mark Johnson (2009) parten del lugar privilegiado que tienen las metáforas en la vida cotidiana, tanto en el lenguaje como en el pensamiento –conceptual– y la acción. Señalan que los conceptos que rigen nuestro pensamiento y tienen consecuencias en las realidades cotidianas están estructurados, en gran medida, por metáforas. Por lo tanto, las metáforas estructuran tanto las maneras en que pensamos como nuestras experiencias y acciones (Lakoff y Johnson, 2009).

De este modo, las experiencias se convierten en procesos variables que están situados dentro de relaciones intersubjetivas y que se construyen a partir de diversas dimensiones (cognitivas, normativo-valorativas, emotivas, etc.) (Grimberg, 2003: 81). Desde una perspectiva fenomenológica, Merleau-Ponty (2003) enfatiza el carácter vivencial de la experiencia cuando señala que la “experiencia de vivir en el mundo” no es algo pensado, sino vivido. Es decir, el mundo se encuentra en la intersección de mis experiencias y las del otro. Además, es inseparable de la subjetividad y de la intersubjetividad, porque su unidad está integrada por la reasunción de mis experiencias presentes, de las experiencias del otro y de las experiencias del otro en las mías.

Así, las narrativas se convierten en la forma de traducir y analizar las intersecciones entre lenguaje y experiencia a partir de problemáticas asociadas a dolencias y malestares. En este sentido, dichos trabajos visibilizan el lugar privilegiado que adquieren los relatos en las investigaciones sobre enfermedades crónicas (Grimberg, 2001, 2003; Margulies, Barber y Recoder, 2006; Margulies, 2010; Epele, 2001a, 2002, 2010).

En síntesis, los relatos permiten acceder a los modos en que los sujetos organizan y dan un orden a acontecimientos vividos como fragmentarios (Grimberg, 2009). Se trata de procesos de construcción de sentido y de significación a partir de los cuales, y en interacción con otros, quienes padecen organizan tanto la convivencia con el malestar como su visión de sí y de los otros (Margulies, Barber y Recoder, 2006).

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