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Cuerpos y emociones
ОглавлениеPreguntarse por los modos de padecer requiere tener en cuenta las particularidades de los cuerpos y las emociones en las sociedades actuales, bajo el régimen capitalista, ya que en estos dolores participan dominios heterogéneos de saberes, experiencias y prácticas que modelan y que, a su vez, son modelados por la dolencia.
Diferentes emociones que se vinculan con la vida urbana son sistematizadas por las personas con migraña como elementos centrales de este malestar. Se trata de un padecimiento en el que se articulan y tensionan los saberes expertos, las regulaciones del sentir en y con los cuerpos –específicamente, los involucramientos, los aguantes y las resistencias corporales–, las modificaciones en las relaciones sociales y los vínculos próximos, cambios en la apropiación del espacio, particularidades adjudicadas y vividas de acuerdo con el género, y modos de transitar con dolor diferentes ámbitos laborales.
No es lo mismo una mujer de clase media que trabaja en una oficina y padece migraña que un varón empleado en una fábrica o una empleada doméstica. Los tres pueden tener dolores de cabeza, pero es el análisis de sus relatos y las distintas situaciones en las que conviven los que darán forma a un tipo de dolor que incluye consultas a profesionales, aislamientos, expresión/regulación de emociones y problemas vinculares.
De esta forma, los modos de padecer migraña pueden ser analizados a partir de diferentes abordajes teóricos sobre los cuerpos y las emociones. Dichas perspectivas parten de distintos niveles de análisis que relacionan los cuerpos con: poder y dominación, articulaciones y tensiones entre lo natural/biológico y lo social, situaciones de vulnerabilidad social. Las emociones también se ubican en un mapa de relaciones sociales, prácticas corporales, discursivas y técnicas de subjetivación dentro de contextos particulares, que hace posible historizarlas y ponerlas en relación con procesos económicos y políticos estableciendo una suerte de “economía política de las emociones” (Scheper Hughes, 1992; Fassin y D’Halluin, 2005; Epele, 2010).
A comienzos del siglo XX, mediante la teoría de las técnicas corporales, se formula la noción de habitus como aquello de naturaleza social que se adquiere a través de la educación. Mediante distintos ejemplos, Marcel Mauss (1979) llama la atención sobre el carácter social de los cuerpos y el disciplinamiento emocional a través de las instituciones sociales. Desde esta perspectiva, las actividades mundanas –como trabajar, comer, descansar, dormir o enfermarse y padecer– son formas de expresividad y praxis que representan dinámicas sociales, culturales y relaciones políticas. El habitus es retomado luego por Pierre Bourdieu para analizar los efectos que las clases sociales y la posesión de diferentes capitales ejercen sobre los cuerpos al punto de diferenciar las hexis teniendo en cuenta el lugar que ocupan los agentes en la estructura social (Bourdieu, 2001, 2007).
Frente al habitus como algo socialmente adquirido, el embodiment parte de un punto de vista fenomenológico en el que se introduce al otro como necesario para la construcción intersubjetiva del ser en el mundo, pero se deja en un segundo plano el aspecto contextual e histórico al que se hacía referencia previamente. La noción de “ser en el mundo” implica el reconocimiento de una dimensión “preobjetiva” del ser, de la cual el cuerpo es el dominio de experiencia (Merleau-Ponty, 2003). De esta forma, retomando esta perspectiva fenomenológica, el embodiment se propone como un campo metodológico indeterminado que está definido por experiencias perceptuales y por el modo de presencia y compromiso con el mundo (Csordas, 1994, 1999, 2008a, 2008b).
Desde otro lugar, se cuestiona el embodiment y se señala que las formas de representar los cuerpos dependen de dimensiones políticas, históricas, científicas y lingüísticas locales, que están implicadas en la experiencia corporal. En otras palabras, lo biológico y lo social se coproducen y reproducen dialécticamente; y, en un primer momento, esta relación toma lugar en la experiencia subjetiva, en el cuerpo socializado (Lock, 2001). Si se sigue y se profundiza en esta línea de análisis, hay condiciones materiales y de producción que se imprimen en las corporalidades, y por eso es necesario tener en cuenta, para su análisis, la interacción entre el cuerpo político, el social y el individual (Scheper Hughes, 1992). De esta forma, los cuerpos son objetos de disciplinamiento, control y regulación (Foucault, 2008a), dominios de experiencias y de procesos materiales, simbólicos, individuales, sociales, políticos, con una base de resistencias y reconstituciones identitarias (Scheper Hughes y Lock, 1987).
Teniendo en cuenta las diferencias entre los abordajes, en estas perspectivas no es posible escindir lo corporal de lo emocional, porque las emociones incluyen sentimientos y orientaciones cognitivas, moralidades públicas, ideologías culturales (Scheper Hughes y Lock, 1987: 28). De acuerdo con Catherine Lutz y Lila Abu-Lughod (1990), las emociones son “invenciones históricas” y “estrategias retóricas” que utilizan los individuos para expresarse, hacer reclamos a otros y promover determinados comportamientos. A modo de ejemplo, hay estudios que retoman la cuestión de género en relación con lo emocional, y sostienen que las tradiciones biomédicas justifican las diferencias entre varones y mujeres (Lutz, 1986, 1990).
Asimismo, la articulación entre emociones y géneros4 deriva, entre otras cosas, de los estereotipos por medio de los cuales se asocian ciertos estados del sentir, dentro de la matriz heterosexual, algunos a las mujeres y otros a los varones. En otras palabras, las emociones son discursos que se construyen y producen en el lenguaje y en las interacciones humanas (Scheper Hughes, 1992: 431).
Por eso, a diferencia de las perspectivas que hacen de las emociones algo irracional, interno y natural, el sentir en su diversidad y complejidad es indisociable de los vínculos con otros (Epele, 2010: 230). A su vez, el carácter histórico de los estados emocionales hace que se regulen sensaciones y emociones de acuerdo con los grupos y las personas involucradas, ya que en cada uno de estos controles están implícitas las búsquedas de reconocimiento, escucha y permanencia en los vínculos. En este sentido, Judith Butler (2009b) analiza cómo las personas se encuentran expuestas a los otros. Se trata de un yo dinámico que no sólo es narrado, sino también posicionado corporal y emocionalmente de diferentes maneras y con distintos propósitos. De acuerdo con la autora, los lazos que nos ligan con otros nos componen, y es en este sentido como los cuerpos y las emociones tienen un rol central en las interacciones con otros, en búsqueda de reconocimiento.
Adrián Scribano enfatiza que los cuerpos y las emociones son dos aspectos entrelazados y dialécticos. De esta forma, una sociología de los cuerpos y las emociones involucra la aceptación del supuesto de que, si se pretende conocer los patrones de dominación vigentes en una sociedad determinada, hay que analizar cuáles son las distancias que esa misma sociedad impone sobre sus propios cuerpos, de qué manera los marca y de qué modo se hallan disponibles sus energías sociales (Scribano, 2007, 2009, 2010). Estos cuerpos, inscriptos en contextos determinados, adquieren distintos sentidos dependiendo de las situaciones en las que están inmersos. Distintas perspectivas mencionadas son retomadas y problematizadas por los estudios sobre dolores y sufrimientos, con el objetivo de señalar el carácter social de las situaciones de dolor atravesadas por formas de opresión económica, política y social que intervienen en cómo se describen dichas experiencias y prácticas (Singer, 1990; Bonet, 2003; Epele, 2010).