Читать книгу Un marido inconveniente - Romina Naranjo - Страница 10

6

Оглавление

—¡Estese quieta, señorita, se lo ruego!

Betina apretó los labios, luego recordó la capa de delicada pasta de rosas y glicerina que Mirtha le había aplicado y los relajó. O por lo menos, hizo el mejor intento. Por dentro era un manojo de nervios.

Llevaba la profusa caballera oscura cayendo sobre un hombro. Intrincados rizos mezclados con pasadores de oro y nácar entre los que se entremezclaban un par de delicados lirios de agua disecados con esmero culminaban un peinado tan elaborado que parecía imposible que fuera a aguantarle durante toda la velada.

El vestido, que consistía en capas de seda y tul de color aguamarina dejaba al descubierto los hombros y se ceñía a la cintura, resbalando luego sobre las generosas caderas de Betina, que cada vez que se movía y sentía los vuelos azotando suavemente su piel, se preguntaba si no debería haber insistido en el corsé de ballenas en lugar del de tela que Mirtha se había empeñado en ponerle debajo.

—Cortará su figura y le dará una forma demasiado irreal al talle, señorita —le había dicho—. Este queda mucho más natural. La hace lucir como una mujer con un cuerpo de verdad.

—Pero no quiero tener un cuerpo de verdad. No esta noche.

Betina había recuperado la capacidad de hablar con fluidez, aunque hacer uso de las palabras resultó muy complicado una vez estuvieron de vuelta en Regent Street, pues Dotie había tomado la palabra desde que volvieran a la residencia familiar y no había estado dispuesta a cederla hasta que llegó el momento de prepararse para salir. Betina había ido permitiendo que el entusiasmo se abriera paso, capa a capa, en su corazón. Había decretado no muchos días atrás que su fascinación por Arnold Calvin había caído en el olvido, sin embargo, le fue imposible seguir manteniendo una fachada distante cuando, refugiada entre las cuatro paredes de su hogar, lo acontecido en aquel paseo tomó por fin forma y se hizo real.

—¡Te ha invitado a título personal! —exclamó Dotie, tomándola de las manos—. ¡Apenas podía dejar de mirarte, hija! ¿Te diste cuenta? Dios mío, la intensidad de su sonrisa era tal que casi me cegó.

—¡Dotie, mujer, ten mesura! —Vernon, que parecía el único no demasiado animado ante la perspectiva de acudir a una velada musical una noche entre semana, intentó llamar al sosiego. Aunque ya imaginaba que su esfuerzo sería en vano—. Ha sido un encuentro casual.

—Pero no irás a negarme que el futuro vizconde se ha conducido como todo un caballero.

El bigote de morsa de Vernon se removió arriba y abajo.

—Es lo que cabía esperar. Después de todo, si un hombre de título no se comporta con gallardía ante un par de damas… ¿qué podemos esperar de esta sociedad?

Dotie no parecía dispuesta a dejar que la forma práctica de ver las cosas de su esposo bajara la intensidad de su emoción. Alterada, volvió a tomar a Betina del brazo, conduciéndola escaleras arriba, sin intención alguna de perder un minuto.

—Ordenaré a Mirtha que te prepare un baño y emplastos de leche fría para la cara. Necesitarás descansar al menos una hora antes de que el carruaje nos recoja para acudir a la residencia Townsend, y sería muy recomendable que tomaras para merendar solo un té con cáscara de limón, de ese modo tu figura será más armoniosa una vez te pongas el vestido.

—El vestido… —Betina se paró en mitad de un paso—. El vestido, madre.

—Lo sé, querida niña. Lo sé.

La prenda, bellamente cosida, era de tal perfección que parecía tallada en mármol de color azul. El traje aguamarina que Betina se había mandado hacer para una ocasión especial y que todavía no había tenido lugar. Algo que resaltaba su tez y quedaba bien con el color anodino y corriente de sus ojos y su pelo; que daba a su voluptuosidad encanto y gracia. Una prenda con la que se sentía hermosa, la protagonista. La reina del baile.

Aunque, por supuesto, cabía esperar que el encanto se rompiera tan pronto otras damas entraran a la sala, sin embargo, esa noche…

—Él pidió mi compañía, madre.

Y Dotie, que adoraba a aquella muchacha desde el mismo día en que supo que la albergaba en su vientre, la besó en la sien, sonriéndole con los ojos brillantes.

—Dicen que todo llega para quién sabe esperar, Betina. Soy tu madre, y aunque noté la amargura con la que expresaste que el señor Calvin ya no era objeto de tu interés, supe que no estabas siendo honesta desde la primera palabra. —Con un suspiro, la alentó a recorrer el resto de la escalera, en dirección a sus habitaciones—. Puede que ahora sea momento de presentar batalla, querida.

—¿Tú crees?

—¿Por qué iba él a insistir de ese modo si no? Has demostrado que ese joven te importa, Betina. Ahora él ha respondido… ¿vas a dejarlo pasar sin un último intento?

Más tarde, Dotie Hildegar lamentaría haber animado a su hija a dejar atrás sus inhibiciones. De hecho, de haber sabido lo que ocurriría, probablemente le habría aconsejado prudencia, como el propio Vernon hizo con ella en cuanto comenzó a arreglarse, no obstante, nadie podía prever lo que la noche traería consigo, y una Betina vestida para la ocasión, se miró al espejo decidida a descubrirlo de forma práctica.

Si Arnold Calvin quería su compañía durante el concierto de las hijas pequeñas de los Townsend, la tendría sin titubear. Betina tenía veinticinco años y un péndulo que le recordaba el tiempo que ya había malgastado sobre la cabeza. Con su madre como azote definitivo, comprendió que conducirse con demasiado celo no la llevaría a obtener resultados diferentes de los que ya había tenido.

Así las cosas, se pellizcó con fuerza las mejillas, observando en el espejo cómo estas se le enrojecían. Podía mentir a todo el mundo, incluida ella misma, pero Arnold Calvin había sido su anhelo más recurrente desde que podía recordar, y aquel día, uno que había comenzado exactamente igual a cualquier otro, él parecía haber abierto una línea de sol en medio de los nubarrones de su desesperanza y tristeza.

Ya no sería la chica que se quedaba apartada en un rincón, acompañando a su madre y esperando con paciencia a que su padre encontrara un hueco en medio de las conversaciones de negocios para ofrecerle el brazo y acompañarla a tomar un poco de limonada. No sería la dama a la que mirarían con lástima, ni la de la tarjeta de baile vacía. Esa noche, con su vestido aguamarina y sus lirios decorando una melena peinada con esmero, se sentiría como la beldad de la fiesta. Como la envidia de las señoritas casaderas.

Entendería, por fin, lo que era ser como Claire Ferris o cualquier otra de las doncellas hermosas que siempre levantaban suspiros y cuchicheos a su paso.

Y todo ello, a consecuencia de que Arnold Calvin, gallardo, rubio, de porte esbelto, largas piernas y con una sonrisa capaz de hacer ruborizar a la más dura de las matronas, había solicitado su presencia. La suya, de forma inequívoca, sin que Betina hubiera tenido que incurrir en invitaciones ni abrirse camino entre una multitud cegada por el encanto que siempre acompañaba al futuro vizconde.

Esta vez sería diferente. Esta vez, Arnold y ella podrían compartir una distendida charla y reír con modestia sobre la inacabable interpretación de las mellizas Townsend. Él sería encantador con su madre, un perfecto hombre entendido en maquinaria de campo ante su padre, y para ella…

—Señorita, ¡está usted bellísima!

De vuelta a la realidad, Betina respiró hondo y giró el torso para observarse desde todos los ángulos posibles. El contorno de su cadera seguía pareciéndole excesivo, pero no había modo de remediarlo. Con dedos trémulos, recolocó un lirio de agua que estaba resbalándole de la melena, tomó los guantes y el ridículo del tocador y luego, miró de frente a Mirtha, que se llevó las manos a la boca del estómago, como si la impresión de ver a Betina arreglada para salir fuera demasiado intensa como para poder soportarla sin aspavientos.

—Oh, Mirtha… ¿de verdad crees que esto signifique algo?

—¿Y por qué no iba a ser así? —dijo la doncella, en el mismo tono seguro que Dotie—. ¿Iba un hombre de ese talante y gallardía a quererla a usted en esa velada insulsa por cualquier otro motivo?

—Puede que la mansión Townsend no tenga la acústica de Drury Lane, pero no deja de ser centro de reunión para muchas familias influyentes.

—Entonces vaya allí e influya, señorita. Está usted deslumbrante y tan hermosa que ese vizconde no sabrá dónde poner los ojos primero.

—¡Mirtha! —Pero Betina rio encantada, porque era así como se sentía—. Eres incorregible.

—Pues no pierda el tiempo intentando arreglarme, milady, ya me dará Claude unos azotes cuando le cuente lo que le he dicho. ¡Venga, dese prisa! No querrá hacer esperar al que podría ser…

Azorada, Betina se removió hasta hacer callar a Mirtha con un gesto infantil de las manos, como si espantara la posibilidad de lo que esas palabras podrían significar.

—No lo gafes.

Sonriendo cómplices, ambas salieron del dormitorio. Mirtha cedió su brazo a Betina hasta que esta se encontró al pie de la escalera y pudo aferrarse al pasamanos para hacer más estables sus pies, enfundados en chapines de suela gruesa y tacón, cubiertos de satén y ribeteados con perlas, a juego con el collar que prendía de su cuello.

Una vez en el recibidor principal, la parsimonia y el tiempo con qué había contado para su aseo y arreglo personal se diluyó y llegaron las prisas. Dotie, vestida con metros y metros de seda anaranjada se movía de un lado para otro, dando indicaciones a una confundida Claude, que asentía y miraba al señor Hildegar cómo pidiéndole permiso mudo para retirarse.

—Querida, deberías hacer un esfuerzo por parar de hablar y respirar. —Las enormes manos de Vernon asieron a su esposa por los hombros—. No eres la anfitriona del evento.

—¡Pero somos los invitados del futuro vizconde!

Vernon, cuyo fajín apenas era visible bajo la oronda barriga, se atusó el bigote.

—Solo recuerdo haber visto a Zacharias Townsend una vez, en la presentación de su hija mayor. De hecho…

Pero Dotie, imparable, le hizo callar con un gesto de la mano tan pronto los pasos de Betina se hicieron audibles. Ambos progenitores la miraron con suprema adoración.

—¡Oh, hija mía!

—Una aparición —decretó Vernon, golpeándose la palma de una mano con el puño de la otra—. Una divinidad.

—Estás tan hermosa…

Para complacerles, y probablemente porque pocas veces en su vida se había sentido así, Betina giró sobre sí misma, permitiendo que los vuelos y tules de aquel vestido, tan a la moda y que había esperado ser usado durante tanto tiempo, se ganaran la aprobación de su madre, que asintió con fervor mientras exclamaba, llena de orgullo, que no había ninguna posibilidad de que Arnold Calvin le quitara la vista de encima durante toda la velada.

—Y mientras solo sea la vista, no debería haber problema. —Vernon, repentinamente serio, precedió a la comitiva cuando el cochero avisó con discreción de que el transporte estaba listo—. Entiendo que una reunión musical tiene pocos atractivos, pero incluso si esas niñas de los Townsend arañan pizarras igual que si fueran gatos, eso no justificará que ese… joven sea poco caballero con mi hija.

—Oh, padre. —Agasajada ante el celo paterno, Betina tomó el grueso brazo de Vernon, que adecuó el paso para adaptarse a ella—. ¿Cuándo has visto que alguien me preste suficiente atención como para que debas preocuparte?

—Eso puede cambiar esta noche, querida. Ten esperanza.

Y como de verdad deseaba tenerla, Betina elevó una plegaria al cielo. Rogó porque sus ilusiones no volvieran a hacerse añicos. Porque los lirios de agua aguantaran sin desmoronarle el peinado y los rizos no se convirtieran en un amasijo vulgar. Pidió porque su padre tuviera el regocijo de ver cómo su pequeña y soltera hija era objeto de miradas de encanto y elegantes cumplidos, porque su madre no se hubiera equivocado al poner su fe en aquella noche; y, sobre todo, suplicó porque lo que le había parecido ver en los ojos de Arnold Calvin en Hyde Park fuera real.

Tan preocupada estaba deseando que se cumpliera aquello que anhelaba, que Betina no se detuvo un segundo a valorar los riesgos que supondrían para ella obtenerlo. Subió al carruaje confiada; y confiada, se encaminó directamente hacia la deshonra.

***

Arnold estaba impaciente.

Había aparecido en Picadilly Street bastante antes de lo acostumbrado. Aquel acto social tenía poco que ver con los que solía frecuentar, dónde resultaba lícito, y hasta elegante, ser de los últimos en aparecer, pero con todo y las características de la reunión, su llegada había levantado revuelo por la prontitud demostrada.

Cuestión que había pagado caro.

Arnold se había tomado una limonada mientras escuchaba los desastrosos intentos de las mellizas por afinar unas voces que ninguna deidad conocida por el hombre habría querido que pudieran cantar, en tanto charlaba lo más animadamente que podía con los Townsend, que se empeñaron en presentarle a su hija mayor, Penélope, una jovencita pálida y muy rubia que, al contrario de sus ruidosas hermanas, parecía sufrir cada vez que debía formar parte de algunos de los espectáculos circenses que se empeñaba en organizar su familia. La muchacha se sonrojó y tropezó con sus propios pies al recibir el saludo de Arnold, que tuvo la piedad de apenas reparar en ella para, de ese modo, permitirle volver a agazaparse entre las sombras, donde parecía evidente que se encontraba más cómoda.

Después, los anfitriones quisieron deleitar a Arnold con la remodelación de su sala de música, que no era sino una estancia de dimensiones exageradas, que contaba con un piano de cola y un arpa de tamaño majestuoso, que ninguno de los presentes aprendería jamás a tocar.

—La acústica es, ahora, de un nivel muy superior —informó Zacharias Townsend, pagado de sí mismo.

—Espléndido.

Y Arnold deseó poder mezclar la limonada con un buen whisky escocés, tanto si era socialmente aceptable como si no.

Mientras los invitados se personaban, a cuentagotas y con una prisa mucho menos aparente que la suya, no dejó de pasearse por las distintas habitaciones abiertas a los invitados, intentando entrar en esta conversación o aportar alguna risa amable a aquella otra, sin perder de vista la entrada, esperando ver desfilar por esta a la única persona por la que se encontraba allí, dispuesto a arriesgar su capacidad auditiva.

—¿Dónde estás, Betina Hildegar? ¿Por qué acudes tarde a tu cita con el destino?

No era difícil averiguar que un hombre como Vernon, acostumbrado a los negocios y a estar pendiente de sus inversiones, retrasaría la salida del domicilio familiar lo máximo posible por el bien de sus cuentas y demás intereses económicos, asunto que no venía nada bien a Arnold, puesto que, si la llegada se demoraba en demasía, el concierto empezaría y perdería la ocasión de contar con unos minutos previos de silencio y espacios vacíos donde poner en marcha su plan.

El diablo sabía que no tenía tiempo que perder, y mucho menos escuchando los aporreos de un piano que ya había sido lo bastante maltratado.

Esa tarde, justo cuando volvía del White’s, donde había pasado unas horas de relajo en compañía de César Wallace, a quien había informado de sus recientes avances y creencias firmes de que su suerte, estaba a punto de cambiar, recibió un derechazo en el estómago en forma de cruda realidad que había agriado su carácter para el resto de la jornada. Al cruzar un pasillo para tomar un baño y pasar frente al estudio, su sorpresa había sido mayúscula al encontrarse de frente con Cornelius, que de alguna maldita manera se había encontrado con las fuerzas suficientes como para sentarse ante su escritorio a trabajar.

El maldito vizconde, que había estado ante las puertas de la muerte hacía solo unos días, lucía ahora fresco y erguido, y aunque necesitó ayuda de su fiel Ferrán para volver a sus aposentos, la mejoría era clara. Y también, su poca disposición a cambiar tanto el testamento como su opinión. Arnold no recibiría un chelín de la fortuna que le correspondía en tanto siguiera disfrutando de una vida disoluta y carente de ataduras. Así las cosas, no cabía esperar que la repentina muerte dejara en pausa todos los asuntos legales del vizconde, por lo que más le valía darse prisa, acatar lo que pudiera y esperar que fuera bastante para que Cornelius le cediera el título y la potestad de las tierras.

Ya vería después como librarse del lastre al que se iba a tener que atar para conseguirlo.

—Por fin. Ahora podemos empezar.

Betina parecía un pez fuera del agua, y no porque se hubiera presentado de forma inadecuada. De hecho, a Arnold le pareció casi bonita con aquel vestido azulón y el cabello oscuro muy rizado. No destacaba de forma especial, pero tampoco quedaba por debajo de las otras damas que se encontraban ya atestando el recibidor de la casa de Picadilly Street.

Se abrió paso como una exhalación, regalando sonrisas y ofreciendo disculpas con todo al que debía mover del sitio para aproximarse a donde se encontraban los recién llegados. Mostrar premura era importante. Que hubiera testigos para observarla, también. Todo formaba parte de aquel plan que había fraguado su mente, horas antes, en cuanto había visto a la indefensa cervatilla caminando por Hyde Park, rodeada de unos amorosos padres que, sin duda, tenían tantas ansias por verla volar del nido como la propia Betina lucía en el rostro, por más que se esforzara en ocultarlo.

Por fin, ante unos impresionados Hildegar, Arnold Calvin interpretó una venia edulcorada tan perfecta que Dotie se vio obligada a sacar su abanico para refrescarse las mejillas. Todo en él estaba estudiado, la indolente pose de la pierna cuando se irguió, el coqueto flequillo rubio que caía sobre su ojo e incluso el tirón apenas perceptible que dio a las mangas de su chaqueta cortada a medida. La sonrisa titubeante y el suspiro exhalado justo cuando sus manos rozaron la enguantada muñeca de una obnubilada Betina fueron el tiro de gracia.

Ni habiéndolo proyectado con semanas de antelación habría salido tan bien.

—Dios la bendiga, señorita Hildegar. —Y besó con sutileza el calor de la tela del guante, alzando la mirada azul para no perderse un solo detalle de cómo reaccionara ella—. Empezaba a preguntarme si iba a declinar mi invitación y, con ello, forzarme a soportar esta velada por mi cuenta.

—Señor Calvin… —Betina se mordió apenas el labio. ¿Dónde estaba el aplomo demostrado en anteriores ocasiones, cuando era ella la que corría cerca suyo cada vez que coincidían? De repente, parecía apabullada, como si toda aquella atención, no le perteneciera. Quizá no era una cervatilla tan poco astuta, después de todo—. ¿Ha llegado demasiado pronto, presumo?

—Eso me temo. —La soltó despacio, abriendo sus miras para incluir a Dotie en el saludo—. Y ya he sido agasajado con una visita guiada por la sala de música, cuya ampliación nos promete una acústica muy mejorada. Y hay un arpa.

—Maldición —Vernon masculló por lo bajo al ganarse algunas miradas de reprobación—. Nunca en la vida he deseado con tanto fervor ser sordo.

—¡Querido, qué cosas tienes!

Arnold rio la gracia, volviendo una vez más su atención a Betina, a quien se apresuró a ofrecer su brazo con tal galantería, que aquellos que habían amonestado a Hildegar por sus maneras, comenzaron a hablar por lo bajo ante tal escena inesperada.

—Por suerte, mis distinguidos invitados personales ya están aquí para acompañarme en este padecimiento musical. —Sonrió como solo él sabía hacerlo. Como ella tantas veces había soñado que haría al mirarla—. Señorita Hildegar, ¿puedo invitarla a una limonada fresca?

—Puede. Desde luego que puede.

El empujoncito con que Dotie acompañó sus palabras casi hizo tropezar a Betina, por suerte, el brazo de Calvin estuvo ahí para aferrarla. En más de un sentido. Con un carraspeo, ella levantó la vista, ignoró la quemazón que se le extendía por la piel, y asintió.

—Será un placer acompañarle, señor Calvin.

—O no, milady. —Entonces, el depredador tiró de ella con delicadeza, alejándola de sus protectores padres—. Le aseguro que el honor es, con diferencia, todo mío.

Un marido inconveniente

Подняться наверх