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Londres, 1853

Lulú Atkins, una de las últimas grandes solteras de Londres, acababa de casarse.

Betina apoyó la frente en el cristal ligeramente húmedo del carruaje, mientras entrecerraba los ojos y dejaba que el traqueteo de las ruedas sobre la superficie de adoquines la adormeciera. Estaba cansada. Y la incesante punzada que se había instalado justo en el punto sobre sus cejas, no cedía. Imaginaba que tenía que ver con el tremendo esfuerzo que llevaba haciendo, dos días enteros, por no fruncir el ceño a causa de la desazón, la desesperanza, el complejo y las insidiosas miradas de todo aquel con el que se había cruzado mientras su familia y ella habían permanecido hospedados en Atkins Manor.

Dos días de absoluto horror, en su opinión. De fruslerías y opulencia que habían culminado en un enlace perfectamente organizado y orquestado con buen gusto, del que se habían despedido tras un desayuno copioso consistente en siete platos. Las varillas del corsé la estaban destrozando. Los peinecillos con que sujetaba los rizos azabache de su larga melena se le clavaban en el cráneo. El alivio momentáneo del frescor del cristal de su lado del carruaje se había transformado en una humedad muy molesta que le corría por la nariz y, por si todo eso fuera poco, las irregularidades del camino habían ocasionado que se golpeara la frente con brusquedad. Ahora, además de todos sus otros problemas, Betina tendría una marca roja en la frente que, a buen seguro, su flequillo peinado en ondas, tan a la moda, no sería capaz de disimular.

Por lo visto, la pesadilla se resistía a terminar para ella. Apretó los párpados tan fuerte, que empezó a ver destellos. ¿Podría desmayarse si se concentraba lo suficiente? Quizá así el camino durara menos.

—¡Hemos presenciado un milagro, de eso no cabe duda!

Betina no necesitó mirar para saber que, tras el exabrupto de su padre, Vernon Hildegar, su madre le había dado un codazo. Esta había sido una conducta bastante repetitiva durante aquel incómodo fin de semana.

El cochero viró en una maniobra un tanto temeraria, provocando que los tres integrantes tuvieran que removerse y sujetarse de las cinchas de cuero colgantes del interior, para evitar chocar unos con otros. La cabeza de Betina bamboleó. Uno de los peinecillos cedió y una larga guedeja de profuso cabello oscuro le nubló la vista por un instante. Al apartarlo, la cara redonda de su madre, ligeramente enrojecida a consecuencia de ese licor de despedida con que los Atkins les habían obsequiado, ocupó todo su campo de visión.

—Vernon…

La mirada de soslayo que le dedicaron ambos progenitores duró un solo segundo, pero para Betina fue suficiente. No hacía falta ser muy listo para conocer el tema de cotilleo generalizado que la había perseguido cada vez que llegaba a alguno de los salones, se sentaba a la mesa para tomar las comidas o deambulaba por los jardines acompañando a su madre o yendo del brazo paterno. Tenía veinticinco años, seguía soltera y pese a sus esfuerzos, no había recibido ni una sola propuesta de matrimonio.

El hecho de que Lulú se hubiera comprometido había resultado poco menos que el último clavo en su ataúd de esperanza, porque en una sociedad como la suya, llegar al cuarto de siglo y permanecer sin un esposo no estaba bien visto.

Y desde luego no era nada deseable ni muchísimo menos conveniente.

—Lo que quiero decir… —Vernon carraspeó. Un nuevo bamboleo del carruaje hizo que su cuerpo macizo, redondeado a causa de años de una vida completamente sedentaria y entregada a los placeres de los dulces y las carnes rellenas, se removiera en el cubículo. El hombro golpeó uno de los cortinajes y en el esfuerzo por mantener el equilibrio, su pierna empujó el pie de Dotie, su esposa, que le amonestó con aquel tono imperativo que Betina había escuchado tantas veces durante su infancia—. Lo que digo… es que, estadísticamente hablando, y sabemos que soy un hombre que puede presumir de ser buen conocedor de los números y todos sus misterios… el momento no puede demorarse. —Le dedicó a su hija una sonrisa amable. Y quizá un poquito lastimosa—. Querida mía, no me cabe duda de que serás la siguiente.

Betina quiso decir que, estadísticamente hablando, había muy pocas opciones de que quedaran más damas de la alta sociedad de su edad, bien posicionadas, con fortuna y de familia distinguida que todavía no hubieran encontrado un esposo, pero guardó silencio. ¿Qué sentido tenía? Una debía admitir la derrota y dejar de hacer leña de un árbol que había caído hacía ya demasiado tiempo.

Triste y cada vez más agotada, giró la cara hacia el cristal, observando su reflejo con el mismo rictus desapasionado que había usado para criticarse desde que tenía uso de razón.

Los Hildegar eran grandes y robustos. Tanto sus padres como sus dos hermanas destacaban allá donde iban por las circunferencias de sus cinturas, sus brazos firmes y sus piernas torneadas. Vernon poseía además de una papada que arrancaba miradas, un bigote de morsa que se vanagloriaba de cuidar con el mismo mimo que cualquier otra persona dedicaría a una mascota del más alto pedigrí. Su madre solía adornarse el cuello con collares de perlas de varias vueltas, aduciendo siempre en tono simpático que, si Dios le había dado tanto espacio, ella se dedicaría a sacarle el mayor beneficio posible.

En cuanto a ella, su figura oscilaba. Nadie la consideraría una sílfide apta para vestir los últimos diseños parisinos que las damas habían mandado traer de la capital europea para la última temporada, pero ciertamente, tampoco contaba con las formas propias de su familia. Durante años, Betina se había obsesionado con su cuerpo, había recortado patrones de vestidos y obligado a su modista de confianza a añadir ballenas de hueso a sus corsés para apretarse la cintura, dar forma a sus caderas o hacer su busto menos generoso. Todo había sido en vano, por supuesto, pues por más que imitara las modas o tratara de lucir igual que todas las doncellas casaderas que ahora ya cargaban sobre sus delicados cuerpos el peso de hijos recién nacidos, nadie le había hecho una propuesta en firme.

Con el paso de las temporadas, sus amistades y allegadas habían ido abandonando las sillas reservadas para las floreros de los bailes. Una a una, fueron encontrando a sus caballeros de brillante armadura. Algunos, poseedores de títulos muy destacables en la escala social. Otros, con fortunas que habían levantado sus apellidos. Jóvenes, mayores, antiguos héroes de guerra, caballeros de la corte o miembros del Parlamento y Senado. Hombres diversos, variopintos, distintos… de los que provocaban expresiones de alivio en las madres de las muchachas, o suspicacias por parte de los padres; pero maridos, al fin y al cabo.

Porque todo el mundo sabía que un mal esposo era mejor que no tener ninguno, por supuesto.

Ahora que Lulú Atkins comenzaba su nueva vida como mujer casada, Betina se sentía más sola que nunca en ese lado del salón reservado para el material dañado. Las viudas, las sin fortuna, las defectuosas, las que habían cometido alguna indiscreción, las demasiado mayores. Londres era implacable contra quienes no se adecuaban a sus rígidos cánones de conducta, y para una mujer como ella, que había dedicado toda su vida adulta a ponerlo todo de su parte para poder ser una pieza más en el gran rompecabezas de la sociedad, era frustrante no haber sido capaz de conseguirlo.

¿Qué estaba tan mal con ella? ¿Por qué nadie era capaz de aceptarla pese a sus esfuerzos?

La mano de Dotie sujetó la suya, haciendo una leve presión por encima de su falda plisada en tonos azules.

—Estamos a dos calles de High Street, ¿quieres que hagamos una parada en los almacenes de Winterborne1? Las hijas de lady Úrsula Mayers llevaban unos tocados de pluma de pavo real que me resultaron adorables. Y me pareció notar que otras tantas damas también los lucían en la cena. —Dotie tiró un poco del brazo de Betina, llevándoselo a su propio regazo—. ¿Te gustaría algunas a tu colección de tocados? Creo que podríamos comprar un par, ¿no es cierto, querido?

Vernon, que había decidido entretenerse atusándose las puntas de su largo bigote, asintió con vigor. Sujetó con firmeza el puño del elegante bastón bruñido que llevaba para ayudarse a subir peldaños altos y le dedicó a Betina un gesto dulce con sus pequeños ojillos azules.

—Adquiriremos el pavo entero si ella quiere. Demonios que sí.

A pesar de que el intento de sus padres por animarla le resultó tan tierno como siempre, Betina declinó la oferta. Solo quería llegar a casa y abandonarse al sueño en su propia cama. Deseaba despojarse del vestido, pues tenía la sensación de llevar horas enteras con él puesto, arrancarse el corsé y apartar todos los peinecillos de su cabeza para poder meter los dedos entre los mechones y buscar así el alivio para aquella jaqueca insidiosa.

Por más que gozara ampliando su guardarropa o llenando los cajones de su cómoda con fruslerías, no estaba de humor para una visita a los grandes almacenes. Ni para ninguna otra cosa, en realidad.

Cuando cerraba los ojos, veía a la feliz novia de cabellos pelirrojos danzando en brazos de su flamante marido. Las copas alzándose en un brindis perpetuo por la reciente pareja. Los buenos deseos chillados y compartidos por voces ya achispadas que llenaban los oídos de la concurrencia. El enorme pastel. Las mejillas arreboladas de la esposa conforme las horas transcurrían, los invitados que se apartaban y el momento de permanecer a solas con el hombre al que pertenecía y que ahora, era suyo, se acercaba por fin.

Esa noche, Lulú Atkins dormiría en brazos de su esposo. Conocería las mieles y secretos de compartir lecho. Gozaría de los placeres de ser una mujer casada y apartaría de una vez ese velo místico que mantiene separadas a las muchachas de las mujeres mundanas. Estaría completa. Su vida encontraría un sentido pleno. Y luego, cuando llegaran los hijos, podría regir su casa, organizar su familia y no tener que volver a preocuparse por ningún aspecto más. Sería una pieza situada en el lugar que le correspondía.

Sin defectos ni insuficiencias.

—Tu momento va a llegar, castañita. —Vernon, inclinado hacia adelante, tocó cariñosamente la barbilla de Betina—. Si esa dama correosa ha podido hacerlo a sus años, ¿qué no ibas a lograr tú?

Dándose cuenta de que apenas había pronunciado palabra desde que iniciaran al viaje, Betina suspiró y abrió la boca. Le costó encontrar su voz cuando necesitó hacer uso de ella para responder, puesto que, a pesar de su tamaño, Vernon Hildegar era un hombre sensible, y dejar su cumplido en el aire, sin dar una réplica que le hiciera ver que sus buenos propósitos habían dado resultado, podía herirle. Betina le quería demasiado como para provocar que otra persona fuera miserable dentro de aquel carruaje.

Con ella era suficiente.

—Lady Mosby tiene solo dos años más que yo, padre. —Al hacer uso del apellido de casa de Lulú, Betina sintió que la tortilla de claras de huevo con compota de frambuesa que había tomado para desayunar subía precipitadamente por su garganta, amenazando con abandonar su cuerpo—. Si te refieres a ella como correosa…

—¡Pamplinas! —La manaza de Vernon se agitó en el aire. El rubí que llevaba prendido a una gruesa banda de oro, en su dedo meñique, refulgió—. Eres cien veces mejor que ella en todo.

A pesar de sí misma, del dolor de cabeza y las continuas decepciones, Betina sonrió.

—Y lo dices con la objetiva certeza que te da ser mi padre.

—¿Qué hombre iba a conocer tus virtudes mejor que yo? —Vernon la señaló con un dedo rechoncho—. Tu momento va a llegar, te lo garantizo. Haremos lo que haga falta si es verdaderamente lo que quieres, pero hija mía, debes entender que aquello que uno ambiciona no es siempre lo que necesita.

—Esposo, ¿insinúas que tu hija no necesita un marido?

Ante el tono de Dotie, el hombre se revolvió, sin duda buscando a la desesperada unas palabras que no ofendieran ni a una ni a otra.

—Lo que quiero decir… ¡demonios! ¡Ella tiene cubiertas todas sus necesidades!

—Es una mujer, Vernon. Una dama distinguida que necesita que el ciclo de su vida se complete. Ha sido hija; a su debido tiempo, habrá de ser esposa y madre.

La gran mano de Hildegar señaló a ambas mujeres, como si quisiera dejar constancia de que ninguna de las dos debía perder atención de una sola de sus palabras.

—Y en tanto ese glorioso momento llegue, no le faltará de nada. Porque yo, su padre, puedo proveerla.

En medio del intercambio de opiniones sobre lo que era deseable, cuestionable o socialmente necesario para ella, Betina desconectó. Para cuando el carruaje enfiló Regent Street, donde se encontraba su residencia, las palpitaciones en sus sienes habían llegado al nivel de catastrófico. Notaba las lágrimas apelmazadas detrás de sus ojos, y ya no sabía si deseaba llorar de dolor o a causa del desasosiego.

Una vez apeados, y con el chirriar familiar de la reja de la alta vivienda de tres pisos, con jardín privado que poseían en la exclusiva calle londinense, la prisa por refugiarse en su habitación ocasionó que Betina subiera la escalinata prácticamente a saltos. Apenas tuvo que tocar la aldaba de bronce macizo para que Claude, la doncella francesa de su madre, abriera la puerta de par en par y les recibiera con los brazos abiertos, igual que si volvieran de una larguísima expedición en América.

—¡Señores, señorita, bienvenidos a casa!

Dotie extendió la mano y se dejó agasajar por la empleada, que de inmediato extendió sobre los anchos hombros de la mujer un chal espolvoreado con agua de rosas.

—¡Oh, Claude!, es maravilloso estar de vuelta —exclamó al entrar y poner los pies en su delicada alfombra, en tanto observaba con ojo crítico cada superficie al alcance de la vista—. La casa está impecable.

—Y el té recién hecho, señora. —La doncella le dedicó un guiño simpático, mostrando un tipo de confianza que solo era aceptable entre ama y empleada cuando estas habían cruzado el umbral de muchos años la una al servicio de la otra—. ¿Puedo tentarla con unos bocaditos de limón?

—Sin duda lo harás… y yo cederé. No pruebo bocado desde el desayuno.

Fue todo cuanto Claude necesitó para precipitarse por el pasillo, en dirección a la cocina. Dotie, aovillada en su chal, giró el cuerpo para poder incluir a su hija en la conversación, pero para su disgusto, Betina había comenzado ya su propio éxodo, arguyendo un cansancio que había estado arrastrando durante las dos noches pasadas fuera de casa, pero que, en realidad, acompañaba su espíritu desde hacía más tiempo del que era capaz de recordar.

—No me extraña que se muestre ansiosa por una siesta en su propia cama —comentó Vernon, ofreciendo su brazo a Dotie con galantería para acompañarla al comedor, donde sin duda también se dejaría seducir por los bocaditos de limón de Claude—. Esas copas podían venir de Bath, pero los plumones de las almohadas… estamos acostumbrados a un nivel superior, amor mío.

—Muy cierto, querido. —Dotie miró a aquel hombre grande con adoración—. Muy cierto.

***

No había cambios. Claro que… ¿Por qué habría esperado otra cosa? Todo estaba absolutamente como lo había dejado. Las flores frescas sobre el tocador. El amplio espejo reflejando el brillo de su colección de botellitas de perfume. El dosel de intrincada seda bordada con diminutos capullos de rosa abierto alrededor de la formidable cama de madera tallada. La mesita de centro con sus sillas estilo Chippendale. El armario de caoba con los tiradores traídos de Kent, la gruesa alfombra Aubusson en blanco roto cubriendo gran parte del suelo pulido. Ventilado. Impecable. Con un leve aroma a cítrico que se entremezclaba con el olor vivo del ramo que aguardaba por ella.

Sobre la colcha, un cesto con toallas cálidas, recién puestas, y su camisón de descanso aguardando sobre el respaldo de la silla del tocador. A medio cerrar, el primer cajón que contenía cintas, pasadores de nácar, peines y cepillos de plata y una pequeña superficie para almacenar carbón que calentaría unos rulos con los que crear ondas en su cabello, si ella así lo quería.

Incapaz de nada más, Betina comenzó a sacar los peinecillos de su melena y a dejarlos caer de cualquier manera sobre el tocador. Una vez su pelo quedó suelto, enroscándose caprichoso en la parte baja de su pecho, se sentó, mirando el semblante pálido de una muchacha cuya juventud parecía escapársele entre los dedos con la misma facilidad que lo haría el agua al intentar encerrarla entre las manos.

—¡Señorita! ¿Por qué no tocó la campanilla para avisarme de que…? ¡Oh! ¡Su pelo! Déjeme cepillarlo, relájese. ¿Han tenido un buen viaje? ¿Qué tal fue la boda? ¿Es cierto que lady Atkins es tan mayor como la madre de su prometido?

Betina sonrió a la aturullada imagen de Mirtha, su doncella particular. Una jovencita rubia y pizpireta que a menudo era amonestada por Claude por su inclinación a conversar hasta más allá de lo decoroso. Betina disfrutaba mucho de su compañía, y también, de sus indudables dotes para crear peinados imposibles.

—Es lady Mosby ahora.

—¿Y qué pasa si a ella le gusta más el apellido de su familia? ¿Tiene que renunciar de todos modos?

Con la facilidad que da la práctica, Mirtha agarró un pedazo de seda blanca y trenzó la melena de Betina. Después, guardó los delicados peinecillos en una caja recubierta con piedrecitas brillantes.

—Así son las cosas en la aristocracia. —Betina se levantó, dejando que la doncella empezara a soltar los lazos y enganches de su vestido de viaje—. Y aunque lady Lulú no tenía más que un título antiguo que pertenecía a su padre, el abolengo la obliga a apegarse a ciertas normas de decoro y etiqueta.

—Jamás entenderé todas esas… obligaciones que vienen añadidas a un matrimonio. ¡Como si estar casada no fuera ya lo suficientemente difícil!

Betina intentó que el tirón que sintió en el pecho no se tradujera en su expresión. Estaba cansada de tocar aquel tema y solo deseaba cerrar los ojos, olvidar toda la aparente felicidad conyugal que había presenciado y abandonarse al sueño en su solitaria cama de florero sin desposar.

—Por suerte para nosotras… no es algo por lo que tengamos que preocuparnos.

—Ay, señorita… usted saldrá volando de esta casa como una paloma recién anillada un día de estos. Cuando menos se lo espere. No se apure.

Ya dentro de su camisón de descanso, Betina se permitió acariciar con los dedos las delicadas hebras de su dosel. Todo cuanto la rodeaba, cualquier nimio y pequeño detalle que podía tocar con sus manos, observar con los ojos, pisar, llevarse a la boca o ponerse para cubrir su cuerpo o adornarse los cabellos, era lo mejor que el dinero podía comprar. Tal como su padre había dicho, jamás le había faltado nada. De hecho, y quizá para compensar la falta de título y el hecho de ser la menor de tres hijas, Betina había sido siempre mimada y agasajada en exceso. Con el crecimiento y el entendimiento de cómo funcionaban las cosas, empezó a comprender que quizá sus padres pretendían premiarla del único modo que sabían por las carencias que arrastraba, ya que, por más muselinas, sedas, brocados, hilos de oro y piedras preciosas que pudiera adquirir, su belleza física nunca pasaría de ser algo meramente… anecdótico. Una triste sombra. Una pequeña chispa que solo lograría hacer refulgir si la engalanaba.

Betina había adquirido conciencia a muy temprana edad de que nunca sería una beldad, pero con todo y esa certeza, no llegó a creer jamás, ni en sus peores pesadillas, que cumpliría veinticinco años sin tener, siquiera, un pretendiente sobre el que sujetar sus esperanzas.

Perdida ya toda expectativa, sin ilusiones infantiles que hubieran sobrevivido a la crueldad del paso de los años; la realidad que le quedaba era, o bien aceptar la soledad como su estatus permanente, o bajar sus niveles de exigencia hasta estratos que, por más que sus padres quisieran complacerla, jamás permitirían.

—¿Quiere que le suba un té con unos bocaditos de limón, señorita? Esa Claude siempre está regañando todo lo que hago o digo… pero cuando mete las manos en harina y masa, se convierte en un ángel.

—Solo quiero dormir, Mirtha, gracias.

Obediente, la doncella soltó el cordel que ataba los doseles y cerró los cortinajes para que la luz mortecina de la tarde no interfiriera en el sueño de Betina, que cerró los ojos tan pronto la oscuridad la bañó. Aunque nerviosa, con el corazón palpitante y la inquietud galopándole en las costillas, se negó a volver a abrirlos, pues sentía que, si observaba la repentina penumbra entre la que ahora se encontraba, sucumbiría a un llanto que había contenido durante demasiado tiempo.

Tal vez su padre tuviera razón y, en sentido práctico, no necesitara casarse, pero Betina deseaba con fervor, con todas las fuerzas de su corazón, que las cosas cambiaran para ella. No estaba segura de cómo conseguirlo, y desde luego, no tenía idea de qué pasos dar cuando le parecía que había hecho y recorrido ya todas las sendas decorosas posibles, pero una cosa tenía clara, si debía escoger entre la soledad o la inconveniencia, optaría por lo segundo.

Anhelaba un marido. Y no cejaría hasta que lo consiguiera.

Un marido inconveniente

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