Читать книгу Un marido inconveniente - Romina Naranjo - Страница 11
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ОглавлениеBetina se encontraba sumida en un profundo halo de irrealidad.
Le parecía imposible encontrarse en aquella sala tan bien decorada, bajo los altos techos artesonados, sosteniendo una deliciosa limonada mientras Arnold Calvin, el hombre más atractivo de cuantos había visto en su vida —y tenía a sus espaldas unas cuantas temporadas con las que hacer la comparación—, reía las distendidas bromas de su madre, atendía las precarias participaciones de su padre en la conversación y permanecía, por algún motivo que se le escapaba, atento a cada movimiento que ella hiciera. De forma dulce y muy delicada, rozaba de cuando en cuando sus dedos, como en el momento de pasarle un bollito de canela que, si bien estaba delicioso, Betina apenas pudo paladear de los puros nervios que nacieron en su estómago al ver cómo Arnold, muy pendiente, la observaba dar cada bocado hasta que se lo terminó.
Era como si, de repente, nada en el mundo pudiera fascinarlo más que Betina. Tal como ella siempre había esperado que pasara, sin atreverse realmente a creer que fuera a ocurrir.
El sentimiento era tan profundo, tan turbador, que se sentía mareada.
—Querida, ¿estás bien?
—Sí, madre, solo un poco…
No supo qué decir. ¿Cómo explicarlo? ¿Cómo expresar que se encontraba en el único lugar del mundo donde quería estar pero que, a la vez, había algo que parecía no encajar? Tal vez en la sala, cada vez más concurrida a pesar de su inmenso espacio había ya demasiadas personas. O a lo mejor la naturaleza de la velada estaba mermando su ánimo, ya que ella, al igual que casi todos los asistentes, no ardía en entusiasmo por oír como las hijas de los anfitriones torturaban algunos instrumentos para consternación de sus invitados. Quizá su desasosiego tenía razón de ser en la naturaleza cambiante y extraña del futuro vizconde, y era posible que su inquietud se debiera a un instinto de auto preservación al que, no obstante, Betina ignoró.
Porque por fin estaba obteniendo la clase de atención que siempre había ambicionado. Por una vez, se sentía la protagonista del día, y no una florero más, relegada a pasar tiempo con su familia y fingir que la falta de entusiasmo masculino y la ausencia de planes o pretendientes, no dañaba su corazón.
¿Por qué aquella inquietud cuando su vida parecía a punto de cambiar? ¿Sería posible que, a las puertas de tener lo ambicionado, le entraran dudas?
—Debes tener hambre. —Vernon, pragmático como siempre, cortó sus tribulaciones acercándole a la cara su enorme palma abierta. En ella, tres bollitos de canela—. Come. Dios sabe que los refrigerios son los único bueno que vamos a obtener de esta noche.
—¡Vernon, haz el favor! —Dotie le asió del brazo, haciéndole gestos evidentes con la mirada—. Zacharias Townsend anda paseándose entre los invitados, ¡no querrás que te oiga despotricar de esa manera!
—Cuando su velada musical termine, querida, ninguno de los presentes será capaz de oír.
Arnold rio, fingiendo inmediatamente después que carraspeaba. Dado que Betina se había quedado pálida, la animó a aceptar los dulces que le había acercado su padre y cuando ella declinó, él mismo le rellenó el vaso de limonada, y luego, se comprometió a enseñarle los jardines, donde al parecer se habían construido unas vistosas esculturas en mármol blanco.
—Dicen que han traído los bloques de la misma Grecia. Uno a uno, cargados en un buque mercante.
—¡Menudo despliegue! —La señora Hildegar, viendo que su hija no iba a cambiar de parecer, tomó los bollos de canela de la mano de su marido—. Está claro que los Townsend no escatiman en gastos para impresionar a la concurrencia.
—Bien podrían emplear parte de esos fondos en un par de buenos profesores de canto… ah, demonios. Parece que llega el momento. Si me acompañas, querida. Betina, criatura, ¿coges del brazo a tu viejo padre?
Para consternación de Arnold, su distraído billete rumbo al vizcondado se apresuró a cumplir la premisa paterna. Dotie le dedicó un gesto de disculpa que él se apresuró a responder con una sonrisa, y aunque Betina giró el cuello para cerciorarse de que los seguía a la sala de música, caminó junto a Vernon, que la mantuvo sujeta bajo su protectora ala. Estaba claro que aquel iba a ser el eslabón más duro contra el que Arnold se vería obligado a lidiar. Un padre receloso, demasiado acostumbrado a tener a su hija para sí y poco dispuesto a compartirla con un recién aparecido que, de buenas a primeras, ponía los ojos en ella.
Por más título que fuera a poseer, por más fortuna que existiera y más buena apariencia con la que contara, Arnold era muy consciente de que hombres como Vernon Hildegar, que habían ganado cada moneda con sudor y callos de las manos, no se contentaría con palabras suaves, un par de limonadas y algún gesto anodino de esos que hacían sucumbir a las damas.
Por desgracia para el padre de su futura novia, y para ella misma, el tiempo no era algo que corriera a su favor. Arnold no tenía espíritu ni la menor intención de convertir su cortejo en algo que pudiera eternizarse. Sería llamativo, sin duda, pero solo porque necesitaba que la noticia corriera como la pólvora para que el fin deseado, llegara cuanto antes.
Justo cuando iba a tomar asiento en su silla, miró hacia fuera. Los enormes ventanales ofrecían una visión casi perfecta del exterior, donde en ese momento, uno de los criados de los Townsend recogía platitos vacíos que algún invitado poco cortés había abandonado al pie de una de las estatuas tras disfrutar de los manjares que se habían servido a modo de refrigerio. La idea, que ya se había fraguado en su cabeza, tomó cuerpo y Arnold supo qué hacer. Apartándose la levita con un gesto elegante, se sentó, cruzó la pierna y fingió interés en el programa de interpretaciones que tendrían el dudoso honor de ser versionadas esa noche por las mellizas.
No tenía intención de escuchar nada más allá del descanso, y con una sonrisa socarrona, decidió que Betina tampoco.
Dado que no podía confiar en que la salud de su padre se mantuviera estable el tiempo suficiente para hacerle entrar en razón y conseguir un cambio en el testamento que reflejara su nombre en todas las escrituras, patrimonios, títulos y fortuna de la casa Calvin; Arnold entendió que era mejor dejar las sutilezas de lado. Requería de un golpe de efecto que situara a la timorata señorita Hildegar en su poder; y si para ello tenía que crear un pequeño escándalo… bueno, le parecía estar en el lugar perfecto.
—Prepárese para vivir el momento inmoral con el que secretamente fantasean todas las señoritas de bien, lady Hildegar. —Sonrió como el depredador que era, aplaudiendo con desgana cuando las hijas de los Townsend se personaron en la sala de música—. Pronto verá arruinada su reputación bajo la mirada de testigos y eso, mi gentil dama, nos hará las cosas muchos más fáciles a los dos.
O por lo menos, así lo sería para él. Betina… bueno, esperaba que le estuviera lo bastante agradecida como para no portarse de forma díscola. Después de todo, iba a conseguir un marido, ¿qué más podía pedir?
***
La estaba mirando. Podía sentirlo. Estaba segura.
Un escalofrío le recorrió el cuerpo entero. Fue tan intensa la sensación, que Betina no se atrevió a girar la cabeza para encontrarse con los ojos azules, atentos e inquisidores de Arnold Calvin puestos en ella. Aunque habían acudido como sus invitados, el decoro no permitía que se sentaran juntos, siendo él un hombre soltero y ella, una dama sin esposo que, además, había llegado con su familia. La gente hablaría. De hecho, le parecía que, a su alrededor, todos cuchicheaban ya, aunque no la mencionaban por los mismos temas de siempre, usando aquellos tonos de perfidia disfrazada de lástima para enfatizar que, una vez más, Betina acudía al baile para no estrenar sus zapatillas. O que se veía obligada a contar con el brazo de su padre porque no había caballero alguno que la ayudara con los escalones de acceso o cualquier otro de los susurros mortificantes que la perseguían en los distintos eventos sociales a los que había acudido en los últimos años.
Esto era distinto. La disposición de Arnold al recibirla, el hecho de que permaneciera junto a ella y su familia todo el tiempo, siendo entretenido, escuchando con atención, mirándola con esa atención que, estaba segura, era la misma que mostraba en aquel momento.
Oh, sí. Todos los presentes murmuraban, pero esta vez, Betina sintió un perverso placer al imaginar lo que dirían.
—Pareces nerviosa, hija. —Dotie la tomó de la mano, apretando con suavidad—. No te culpo. Apenas hemos oído una canción y ya siento que mis pobres nervios no pueden soportarlo más.
Madre e hija se soltaron para agasajar con un aplauso desapasionado a las jóvenes mellizas Townsend, que en ese momento se levantaban del piano tras una variación más que cuestionable de la Nocturna número 2 de Chopin, compositor al que, según el programa, estaba dedicada por entero la velada de esa noche. Su hermana mayor, Penélope, aprovechó la ovación para cambiarles el libreto. Estaba tan ruborizada en el momento de levantarse de su silla que su cabello pareció todavía más rubio en contraste. Tardó solo un segundo, antes de volver a desaparecer.
—Esto es sacrílego —gruñó Vernon, cuyos aplausos amenazaban con ser capaces de aplastar un cráneo humano si alguien osaba cruzar entre sus inmensas manos—. Si el pobre compositor hubiera escuchado algo así, habría vuelto a morirse. Y lo digo yo, que lo único que sé de música es que esas muchachas no deberían tener permiso para practicarla.
Dotie sonrió a su marido y luego, aprovechó el repentino silencio para girarse hacia Betina, que había dejado su cuestión sin responder. La joven respiró todo lo hondo que las limitaciones de su corsé le permitieron. Al mover la cabeza, uno de los lirios de agua sujeto a su intrincado peinado se removió.
—No sé si te habrás percatado, madre, pero el señor Calvin, el futuro vizconde, él…
—¿Apenas es capaz de quitarte los ojos de encima? —Dotie asintió con fervor—. Hija, una tendría que ser ciega como para no darse cuenta. Casi no se ha separado de ti desde que llegamos.
Alentada porque su madre tuviera la misma impresión que ella, Betina se sintió motivada para indagar.
—¿Crees que signifique algo? Es decir…
—¿No me habías comentado hace unos días que tu supuesta atracción por el señor Calvin no era sino una búsqueda de escaparate para que tu fiesta de cumpleaños resultara más lucida?
Betina resopló.
—Madre, creo que ambas sabemos que yo solo pretendía cuidar mi herido orgullo con ese comentario. —Y tal vez, sentirse menos triste de cara al resto, que a buen seguro habría notado sus esfuerzos por llamar la atención de Arnold mucho más que él—. Buscaba protegerme. Pretender que no me importaba.
—¿Y por qué ibas a hacer eso, hija? ¿Acaso no tienes para ti todo su entusiasmo? Porque debo decirte que es eso lo que parece desde donde yo lo veo.
Las palabras de Dotie fueron el acicate que Betina necesitó para vencer las pocas reservas que le restaban, removerse en la silla y atreverse, por fin, a girar la cabeza. Lo hizo con modestia, por supuesto. Intentando mantener el entusiasmo escondido bajo una capa de sana curiosidad, sin que fuera muy evidente que, por dentro, ardía en deseos de que su mirada se encontrara con la de su gallardo señor Calvin y entre los dos, surgiera una chispa capaz de detener el tiempo y congelarse en aquel preciso momento.
No obstante, el asiento de Arnold estaba vacío y la decepción de Betina le hundió los hombros al volverse de frente, donde una simpática Dotie, que había estado observando, le hizo un gesto mucho más propio de una alcahueta que de una madre.
—Tu vizconde ha vuelto a la mesa de refrigerios y te mira, con bastante descaro, he de señalar, desde esa columna. —Betina siguió la dirección que le indicó Dotie. En efecto, Arnold, que tenía dos vasitos sujetos entre las manos, estaba acodado en el grueso pilar de capitel corintio que separaba la zona de ágapes de los asientos situados ante al piano—. A juzgar por la intensidad de su expresión, yo aventuraría que espera que os reunáis.
—¡Madre! —Azorada, Betina miró a los lados. Su padre no parecía haberse percatado de nada, obcecado como estaba en una charla con Zacharias Townsend que, sin ninguna duda, versaba sobre las recientes reformas de la sala de música donde se encontraban, tema que el anfitrión parecía incapaz de dejar de mencionar—. ¿Te parece apropiado que me acerque, sin chaperona y hable con él?
—Vamos, Betina, ¡estoy justo aquí sentada!, ¿qué podría pasar?
—Pues… las habladurías…
Dotie Hildegar casi desparramó sus formas fuera de la silla cuando hizo girar las caderas para mirar a su hija a la cara. La agarró y al hablarle, lo hizo con mucho sentimiento, pero también, con mucha seriedad.
—Betina, no soñaría jamás con empujarte a algo que no desearas, pero me parece que no es un secreto para nadie que el futuro vizconde Calvin es el hombre que ambiciona tu corazón.
—Fantasear con algo no garantiza que se haga realidad, madre. —Todavía le recordaba bailando con Claire Ferris, retratados ambos en aquella gaceta. Esbeltos, guapos, tan perfectos el uno para el otro. Inalcanzables para personas corrientes. Como ella—. He tenido que aprenderlo por el camino de adoquines sueltos. Me he cansado de golpearme.
—En ese caso, respeto tu cuidado. Pero no quiero para ti una vida solitaria, Betina. Ni que seas infeliz. —Dotie le dio unos golpecitos con la mano—. Ese hombre parece estar expectante, pero la naturaleza masculina es impaciente. Tal vez no ganes nada; pero quizás pierdas mucho. En cualquier caso, aquí sentada, con tu padre y conmigo, no lo averiguarás.
—¿Me estás animando a que dé alas a las pretensiones del señor Calvin?
Dotie abrió su abanico. Apartó la vista y levantó mucho la cabeza, fingiendo que su interés estaba puesto en otras cuestiones, lejos de allí.
—Solamente te digo, niña, que harías bien en saber qué podrías estar perdiéndote antes de decidir que no te interesa en absoluto. La decisión es tuya.
Betina notó como transpiraban sus manos bajo los guantes. Desde luego, no encontraría ocasión más propicia que esa. Con su padre distraído y su madre simulando estarlo, podría deslizarse con sigilo en dirección a la mesa de refrigerios y dejar que Arnold interpretara su movimiento como mejor le pareciera. O… tal vez podría acercarse a la columna directamente, y ser todo lo osada que había demostrado en el pasado, para dar una última batalla.
Después de todo, siendo una completa solterona a los veinticinco años, con todas sus artimañas fracasadas, ¿qué más daba? En cuanto las mellizas volvieran a sentarse al piano para descuartizar alguna de las obras de Chopin, nadie podría oír lo que Arnold y ella hablaran, y deseaba tanto unos momentos a solas con él…
—Creo que me apetece otro de esos bollitos de canela —susurró—. ¿Tú quieres algo, madre?
Pero Dotie, fiel a su papel, inclinaba la cabeza hacia Vernon y Zacharias Townsend, de repente fascinada con la altura de los techos y los frescos de ángeles y dioses tocando instrumentos de cuerda que flotaban sobre sus cabezas.
Ni ella ni Betina comprendieron entonces el tamaño del escándalo hacia el que ella se dirigía, recorriendo con cuidado el espacio entre las hileras de sillas con sus chapines brillantes. No pudieron calcular el coste de los daños que iba a producir el atrevimiento que tuvo ella al sonreír y aceptar el vasito de limonada, ni tampoco cuánto lamentaría aquella caída de pestañas y la forma casi hipnótica en la que se embebió en una conversación con Arnold Calvin que pareció transportarla a otro lugar… y que, de hecho, lo hizo.
Betina no entendió cómo, ni supo cuándo, pero se encontró observando la majestuosidad de las esculturas hechas con aquel mármol que habían traído, piedra a piedra en grandes barcos mercantes, cruzando mares oscuros e inhóspitos, llenos de tantos peligros como los que enfrentaba ella sin saberlo.
Arnold regaló sus oídos contándole historias de viajes imaginarios, hablándole de lo que él se figuraba que podría haber sido aquella travesía para los marinos que habían transportado en sus navíos las preciadas rocas, y la delicada pericia de los artesanos que habían tomado aquellas pierdas informes y creado con ellas a Dionisio, Hércules, Artemisa o Hefesto. No le habló de ella ni usó términos apasionados. Tampoco recitó ni le declaró un anhelo manifiesto, pero en la cadencia de la voz de Arnold, cualesquiera fueran las palabras que este pronunciaba, Betina se perdió hasta el punto de dejar de oír las estridencias musicales que tenían lugar dentro de la mansión de los Townsend. No calculó el tiempo que llevaba fuera, perdida en los jardines, escuchando unos cuentos que parecían narrados con sutiles gotas de narcótico, ni tampoco se planteó las habladurías o preocupaciones que su silla vacía podría provocar en sus padres.
Ni siquiera se fijó, absorta en una Afrodita labrada con esmero, que su elegante cabello cubierto de lirios de agua y su primoroso vestido, guardado para una ocasión especial, estaban siendo contemplados a través de grandes ventanales de cristal, dejándola expuesta. Haciendo imposible que se la confundiera con ninguna otra de las señoritas presentes.
Pero Arnold sí tuvo en cuenta ese pequeño detalle. De hecho, lo había calculado con tal frialdad que casi le provocó risa el hecho de que fuera a tener lugar junto a la diosa del amor y la sensualidad. No había reparado en preparar un lecho de rosas para ablandar el terreno. Ni siquiera había caído en cuenta de que quizá necesitaría suavizar la escena con algunos piropos o palabras que encendieran levemente el ambiente, pero a juzgar por la expresión de embeleso de su acompañante, eso no iba a ser necesario.
Betina se lo había puesto tan fácil, que casi sintió una punzada de remordimientos, aunque estos fueron apartados de su mente a toda velocidad. Estiró los brazos y usó ambas manos para tomarla del talle. Dentro, tras una salva de aplausos que dieron otra de las piezas de Chopin por finalizada, se hizo un silencio repentino que les dejó a ellos rodeados solo por el murmullo de la grandiosa fuente protegida por el séquito de estatuas. Aguardó unos minutos, con la sonrisa al punto y la presión en las caderas de la impactada joven siendo la justa para evitar que la presa, una vez en la trampa, intentara escapar.
Estaba demasiado cerca como para dejarla marchar con solo un arañazo. Para que sus propósitos llegaran a buen fin, debía herirla de muerte.
Y eso fue exactamente lo que hizo, tan pronto observó que los ventanales se llenaban de miradas curiosas y rostros consternados. Inmovilizó a la desdichada Betina contra la dura superficie de Afrodita y, resistiendo la tentación de dar a su público un leve soliloquio de advertencia, bajó la cabeza y selló el destino de ambos con un beso profundo, en tanto sus manos, igual que la serpiente del Jardín del Edén, enredaron cuerpo, alma y subconsciente, llenando a la inexperta muchacha de caricias desconocidas que la hicieron estremecer.
Vernon Hildegar eligió el preciso instante en que la reputación de su hija quedaba hecha añicos para asomarse al exterior, y fue tan fuerte la presión que ejerció con su enorme mano sobre el cristal para poder soportar lo que veían sus ojos, que la superficie brillante crujió bajo sus dedos, llenándose de grietas igual que lo hacía él de vergüenza y decepción.