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—Todavía no entiendo cómo me he dejado convencer —refunfuñó Vernon Hildegar, arrastrando su bastón de paseo, que creaba hileras finas en la gravilla suelta.

—Pues porque no me faltaba razón cuando dije lo gratificante que sería pasar una tarde al aire libre, en familia —arguyó Dotie, cogiéndose de su brazo y guiñándole un ojo—. Harías bien en disfrutar de este raro momento donde estás fuera de las cuatro paredes de ese estudio tuyo.

—¿El estudio donde me espera una cantidad endiablada de trabajo que no me has dejado siquiera revisar?

—¡Vernon! ¡Hace una tarde demasiado bonita como para mentar al maligno, por favor!

—El botarate de nuestro yerno ha traído los libros de la finca sin actualizar. Las cuentas no cuadran, Dotie. Y me temo que si araño la superficie…

—Encontrarás que todo está bien. Rufus es distraído para la escritura, pero jamás ha robado un chelín.

Vernon tuvo que guardar silencio, frunciendo los labios bajo su enorme bigote de morsa. Aquello era verdad. El marido de su hija mayor podía no ser muy despierto para llevar una contabilidad bien reflejada en elegantes hileras de sumas y restas de capital; pero nunca le había pillado en un mal paso. Y sabía Dios que lo había intentado, no en vano, tenía que asegurarse de que aquel tipo delgaducho y de pelo ralo fuera digno del corazón de su primogénita que, en honor a la verdad, no había mostrado señas de infelicidad.

—Tal vez debería hacer pronto una visita a Kent, estar al tanto del manejo de las tierras.

Dotie puso los ojos en blanco.

—¿Entonces para qué has nombrado a nuestro hijo político como responsable en tu nombre, si ahora no vas a dejarle proceder?

—Le dejo proceder. Por supuesto que le dejo. —Vernon carraspeó, alzando la cara rubicunda para enfrentarla a la deliciosa brisa que, en esos momentos, corría entre los árboles—. Pero he hipotecado muchos de nuestros bienes en esas máquinas. Es responsable por mi parte asegurar que su manejo es el apropiado y el beneficio, óptimo.

Los Hildegar habían hecho fortuna gracias a la tierra. A Vernon le gustaba decir que bajo sus uñas todavía quedaba parte del barro que había rascado en los acres que rodeaban su propiedad en la campiña. Una enorme casa solariega, rebautizada como Hildegar Manor, y cuyas parcelas de cultivo abarcaban más allá de lo que la vista era capaz de vislumbrar. Con arrendatarios y terratenientes asociados, Vernon había visto mucho más provecho en invertir su capital en maquinaria de alto rendimiento, en lugar de lanzarse en pos del ferrocarril o los barcos de vapor que, en los últimos tiempos, llenaban los muelles de las zonas portuarias.

Decidido a que su terreno fuera fértil, pagó para que sus empleados aprendieran a usar cosechadoras mecánicas y azadas tiradas con manivelas que se clavaban en la dura tierra y creaban surcos profundos para las semillas. Recogedoras, sistemas de riego por goteo e incluso el uso controlado de insectos cuya presencia en el terreno libraría a las plantas, una vez florecidas, de plagas que amenazaran su crecimiento.

Orgulloso de aquellos víveres como lo estaba de los miembros de su familia, Vernon probaba personalmente cada tomate, patata o mazorca de maíz que arrancaba de los sembrados. Repartía ganancias, alimentaba bien a sus asociados y sus empleados, lejos de perder sus sustentos al verse reemplazados con aquellas gigantescas máquinas de acero y remaches, llegaban al final de la jornada con menos ampollas, las espaldas más erguidas y, por supuesto, los estómagos llenos.

Dado que su estadía en Londres se había vuelto permanente, Vernon había cedido gran parte del control de calidad y eventualidad a su yerno Rufus, que vivía y se ocupaba de Hildegar Manor en su ausencia, junto con su hija mayor, Beatrice.

—Estoy convencida de que Rufus sabrá mantener las cosechadoras cosechando y las cortadoras cortando en tu ausencia, querido.

—Kent es mi lugar de origen. Soy un mozo de campo, Dotie. Que no te engañen mis elegantes trajes a medida. —Con un gesto simpático, Vernon se recolocó las mangas de la chaqueta azul cobalto que llevaba puesta—. Te concederé el paseo a cambio del resto del día para trabajar.

Dotie le dijo que estaría dispuesta a renunciar a su compañía hasta la cena si cesaba de hablar del campo el tiempo que les restaba en Hyde Park, y después, estiró el brazo para hacer extensible su petición a Betina, que había estado escuchando en silencio todo el intercambio.

A ella tampoco la había seducido la idea de salir, pero no había podido negarse, porque no se le había ocurrido ningún motivo que respaldara su rechazo. Tras refrescarse y ponerse el vestido que Mirtha le había planchado, Betina se encontró en el recibidor de su casa, ante una Dotie sobreexcitada que no hablaba de otra cosa más que de los inmensos beneficios que tendría para toda la familia dedicar al menos una hora de la tarde a entregarse a un ejercicio activo.

Y no cejó, aun cuando los tres estaban ya subidos al carruaje. Betina sospechaba que el repentino interés de su madre por aquel movimiento extremo tenía mucho que ver con la misteriosa desaparición de los caprichitos de canela que Claude había sacado para la hora del té, y que no durarían hasta la cena, pero como lo último que pretendía era ofender a su progenitora, se ató el lazo del sombrero bajo la barbilla, tomó sus guantes, de una seda blanquísima y, usando la sombrilla más como complemento que porque realmente el sol fuera de justicia, consintió en abandonar sus aposentos, a pesar de haber deseado con todas sus fuerzas guarecerse en ellos.

A esa hora de la tarde había pocas parejas paseando, pero Betina sí pudo observar a jóvenes madres, amas de cría y doncellas con niños de diferentes edades. También vio algunas damas casaderas, inequívocamente acompañadas de respetables señoras mientras caballeros vestidos con muy buen gusto mantenían una discreta distancia social y entablaban conversaciones anodinas.

Cortejo. No había que fijarse mucho para percatarse. Eran los pasos previos, tal como dictaminaba la sociedad, para que una pareja comenzara la andadura que los llevaría, si todo salía como correspondía, al altar.

Día a día, en cada calle de Londres, mujeres y hombres de distintas clases y estratos sociales, se enamoraban, avanzaban en sus relaciones y luego, se casaban. A Betina le parecía tan sencillo cuando lo observaba desde fuera…

Claro que, para ella, el hecho de ser una novia, siempre había sido algo visto desde fuera.

—¡Oh, querida, qué color de mejillas más saludable se te ha puesto! Estarás de acuerdo conmigo en que esta salida está resultando de lo más reconfortante.

—Sí, madre.

Dotie dio unos golpecitos en el dorso de la mano de su hija. Vernon se apartó el sombrero con galantería para saludar a una mujer que pasó junto a ellos, y cuya doncella tiraba de un cochecito por el que asomaba la carita brillante de un bebé. Si alguno de los dos se dio cuenta de la melancolía que se adueñó de Betina al observar a la madre, no hicieron mención, pero cambiaron el rumbo y dejaron el camino principal, tomando otro de tierra muy suave, de la que brotaban profusas flores de colores.

El aire olía a nuevos comienzos. Las abejas zumbaban, los alegres pasos de los niños levantaban polvareda, las voces de las amigas, que cuchicheaban escondiendo risas estridentes detrás de manos enguantadas, se colaban entre el soplar de aquella brisa que removía los cuidados rizos que Mirtha había dejado tintinear delante de las orejas y sobre la frente de Betina. Pero con todo, su humor no podía ser más funesto.

Las recientes nupcias de Lulú Atkins, el anuncio oficial del compromiso de Claire Holt… pequeñas punzadas cuyo sangrado amenazaba con dejarla extenuada. Gotitas de optimismo y vitalidad que iba perdiendo, una a una, mientras contemplaba el devenir de los días siendo, una secundaria recurrente en su propia historia. Se preguntó, con un desasosiego que provocó que casi le faltara el aire, si Claire la invitaría a su boda. Sería un acto de la más alta solemnidad, desde luego. No todos los días contraía matrimonio la hermana de uno de los condes más ricos, apreciados y destacables de Hampshire.

Y la recepción estaría poblada de algunos de los hombres más poderosos y nobles de la sociedad londinense, muchos de los cuales habían estado situados en el punto de mira de los Hildegar para su última hija soltera, sin que ninguno de ellos mostrara el más leve asomo de interés.

La mera idea de enfrentar todos aquellos nombres, que habían declinado un segundo baile, acompañarla a la mesa de los refrigerios o acudir a alguna de sus fiestas, le revolvía el estómago y la hacía sentir estúpida y torpe. Cuántos esfuerzos caídos en saco roto. Cuánta vergüenza.

Cuánto tiempo perdido.

—¡Caramba, qué sorpresa! —Dotie se detuvo en seco, provocando que la comitiva, compuesta por Betina y un distraído Vernon, casi perdieran un paso—. Cuando dije que este paseo familiar resultaría provechoso, no podía imaginarme hasta qué punto.

Betina lo supo antes de girar la cabeza. De algún modo, mientras su madre hablaba intentando contener unos aspavientos de gozo que evidentemente no pasaron inadvertidos para ninguno de los presentes, fue consciente de su presencia. Pudo sentirlo, si acaso aquello era posible. Y sus mejillas, nariz y frente se colorearon para dar a su intuición, confirmación.

Al alzar la vista, un rayo de sol caprichoso se coló entre las profusas hojas de los árboles, creando un marco de ensueño para alguien que no precisaba de más artificios para hacer de su persona algo digno de ver. Ante ellos, con un paso tan aristocrático como indolente, se encontraba Arnold Calvin, que, por algún motivo, había decido que aquella tarde Hyde Park merecía el beneficio de contar con su gallardía y belleza masculina.

Al menos, así lo pensó Betina, que notó cómo le sudaban los dedos aun resguardados en los guantes.

—Parece que no soy el único caballero al que han arrastrado fuera de sus obligaciones comerciales en este día tan soleado, después de todo.

—¡Oh, Vernon! —Dotie rio como una adolescente en dirección a su marido—. El vizconde está solo, ¿no te dice eso algo sobre los beneficios de pasear sin que nadie te tire de las orejas para ello?

—Sí, querida. Que es propio de jóvenes. —Vernon besó el dorso de la mano de su esposa, tocándose después el ala del sombrero—. Y mencionaría que el título todavía no ha recaído sobre esos hombros tan delgaduchos, pero viene directo hacia nosotros, de modo que… ¡estimado señor Calvin, qué inesperada sorpresa!

Con aquellos dedos como salchichas, el patriarca de los Hildegar apretó la mano de Arnold con tal entusiasmo que casi le movió del sitio. Sonriendo como si el encuentro también le hubiera resultado placentero a él, Calvin se apresuró a inclinar la cabeza en una venia perfecta que hizo resplandecer sus cabellos dorados.

Mortificada por un calor que se negaba a abandonarla, Betina se preguntó, no sin cierto bochorno, si es que acaso todos los rayos de sol de Hyde Park iban a verse irremediablemente atraídos hacia el guapo Arnold Calvin del mismo modo que una polilla lo haría hacia la luz.

—Sin duda así es, señor Hildegar. Señora. —El gesto elegante con que agasajó a Dotie hizo que esta repitiera su risita como de cascabeles, encantada—. Señorita.

Aunque Arnold bajó la cara para saludar a Betina, sus ojos, de un azul inmenso, prosiguieron pegados a ella. Al tomarle la mano enguantada para rozarla con sus labios, en un gesto apenas perceptible, y muy cuidado, se demoró. Fueron unos segundos que no privaron al acto de recato alguno, pero que resultaron muy evidentes para todos los presentes y desde luego, no pasaron desapercibidos para el escrutador ojo de Dotie, que de inmediato carraspeó, lució su mejor sonrisa y decidió iniciar la conversación.

—Señor Calvin, hemos tenido conocimiento de los achaques que sufre el vizconde, confío en que le haga llegar nuestros mejores deseos de pronta recuperación.

—Así lo haré, lady Hildegar. —Arnold se llevó una mano a la solapa de la chaqueta. El rictus se le congeló un poco, pero fue capaz de mantenerse afable—. Cabe señalar que mi padre ha probado su capacidad de recuperación innumerables veces.

—Un hombre fuerte, el vizconde. ¡Ojalá aguante muchos años!

La mirada azul de Arnold se centró entonces en Vernon, al que sonrió, aunque sin gracia.

—Una cosa puedo decirles, en confianza, y es que parece determinado a enterrarnos a todos.

—¡Oh, no diga eso! —Dotie removió su gruesa mano llena de anillos, como si espantara moscas de su alrededor—. Seguro que solo espera verle a usted asentado. Tal vez conocer un nieto o dos…

Entonces Arnold, que había estado midiendo de forma muy meticulosa sus palabras, buscando el resquicio adecuado para introducir la miel en aquella trampa, suspiró. Y pareció tan compungido que incluso la turbada Betina, le miró con toda su atención, olvidando el decoro que obligaba a una dama a no ser demasiado inquisitiva ante la presencia de un caballero que no perteneciera a su familia.

—No deseo decepcionarle en ese aspecto, mi gentil lady Hildegar, pero me temo que, hasta el momento, en asuntos del corazón, no me ha tocado degustar la suerte. —Y para dar énfasis a sus palabras, se encogió de hombros—. Pareciera que la dama hecha para mí se resiste a dejarse ver.

—¡Bueno, señor Calvin! Con su aspecto y sus posibilidades… ¡permítanos dudar que tenga problemas en ese aspecto!

—Cierto. Muy cierto. —Vernon, que se atusó el bigote, le señaló con su bastón—. Tiene usted planta y un título con que cubrirse la cabeza. Podría extender las manos y dejar que cualquier palomita se posara en ellas, mi joven muchacho. Incluida la gran variedad que deambula por este parque.

Debatiéndose entre el divertimento por las poco ortodoxas formas de expresarse de los Hildegar y la intriga por el absoluto silencio del único miembro de la familia a quien deseaba arrancar palabras, Arnold repitió la venia ante Betina, y al rozar sus dedos esta vez, no tuvo reparos en guiñarle un ojo. La muchacha, que se ruborizó al instante, dio un paso atrás, pero ni siquiera hizo el intento de apartar los dedos de los de él.

«Ah, entonces hay algo. Menos bullicioso que en sus padres, pero sin duda, un resquicio permanece de la joven que envió aquella delicada carta manuscrita…»

–Estoy muy de acuerdo con usted, señor Hildegar, aunque debo admitir que no me había percatado de la belleza que escondía Hyde Park tras cualquier recodo… hasta ahora.

Betina notó las gotas de sudor impregnándole la espalda. Se preguntó, mortificada, si la humedad traspasaría su vestido. Si él podía ver lo nerviosa que se encontraba y por qué parecía empeñado en que la sensación de inquietud no parara de crecer. ¿Estaba el señor Calvin siendo cortés y agasajándola solo porque así era como se conducía? No recordaba demasiados encuentros anteriores con él como para estar en disposición de entrar en comparaciones, al menos, no sin que otras damas de mayores cualidades, hubieran robado su atención antes de que la propia Betina pudiera siquiera fantasear con intercambiar unas pocas frases de cortesía con el que estaba llamado a ser vizconde algún día.

En esa ocasión, sin embargo, incluso cuando sus padres hablaban, era ella a quien Arnold miraba. De hecho, se descubrió comprendiendo, él no parecía tener ojos para nada más.

—Ruego disculpen mi atrevimiento, pero he sabido hace unas horas que mañana por la noche, lord y lady Townsend van a abrir su casa para el tradicional concierto de sus hijas pequeñas con que despiden el otoño. —Arnold se encogió de hombros, mirando a Dotie casi con disculpa—. Cada invitado puede, a su vez, hacer partícipes a otras personas del evento y he pensado que, si no tuvieran ya comprometida la noche, tal vez les gustaría disfrutar de un poco de sana futilidad.

Vernon abrió la boca, posiblemente para negarse en redondo, dada la magnitud de trabajo administrativo al que debía entregarse tan pronto pusiera un pie en su residencia de Regent Street, y que no sabía cuánto tiempo le tomaría, no obstante, su esposa fue mucho más rápida al dar un pasito al frente, llevarse la mano al pecho y asentir con tal fuerza, que el recogido se bamboleó en la parte posterior de su cabeza.

—¡Nos sentiríamos honrados de aceptar su invitación!

—No puedo prometer múltiples diversiones, mi señora, pues temo que incurriría en embuste. —Y zalamero como era, le dedicó a Dotie una sonrisa que ella se apresuró a capturar—. No obstante, la mansión de los Townsend carece de una acústica destacable, de modo que, si corremos con suerte, tal vez podamos encontrar un escondite donde no oigamos cantar a las mellizas de los anfitriones.

—¡Oh, señor Calvin! ¡Es usted terrible!

—Nada más lejos. —Aquellos ojos, de un azul helado, otra vez en Betina—. Pero dado que no puedo desdecirme de mi confirmación… ¿qué menos que buscar algún aliciente poderoso que me incline a acudir con más gusto?

—¿Y arrastrarnos a la desgracia con usted le complacería? —Vernon levantó la cabeza. Sus dos papadas se removieron, igual que había hecho antes el recogido de lady Hildegar—. No estoy seguro de si nos hace un favor o nos afrenta, Calvin.

—Bobadas, Vernon. Si el futuro vizconde aquí presente nos regala comentarios tan ingeniosos mañana por la noche como lo ha hecho en esta agradable tarde, yo sin duda daré la velada por exitosa. ¿No estás de acuerdo, querida?

Betina solo acertó a apartarse con suma torpeza un rizo oscuro del rostro. No deseaba que nada le impidiera seguir contemplando a Arnold, pues era muy posible que nada de aquello estuviera sucediendo en realidad. Tal vez caminar bajo el sol le había provocado una ensoñación febril, pues de ningún modo él podía encontrarse allí, observándola de ese modo y haciendo comentarios que cualquiera podría haber malinterpretado como interés.

Porque es lo que parecía, le dijo una molesta vocecita en su cabeza, la misma que se empeñaba en hacer galopar su corazón contra las ballenas del apretado corsé hasta casi provocarle un desmayo. Un aliciente poderoso, había dicho él. Y la estaba mirando mientras sus labios pronunciaban aquellas palabras.

En vista de que proseguía callada, Arnold decidió romper el silencio, se movió unos centímetros, para abarcar a los tres Hildegar con su apostura y luego, hizo un gesto de afirmación hacia Dotie, cuya pregunta abierta seguía revoloteando ante una Betina incapaz de pronunciar sílaba alguna.

—Le garantizo todos los comentarios ingeniosos que sus oídos sean capaces de soportar, mi señora. Si con ellos consigo tener cerca la encantadora compañía de la señorita Hildegar, le aseguro practicar ante el espejo hasta el mismo momento de poner un pie en mi carruaje.

—¡Es usted tan galante, tan caballero!

Mientras Dotie se deshacía en halagos que Arnold absorbía con placer, Vernon echó una mirada suspicaz a Betina, cuyos labios se habían separado, pero que seguía muda. Calvin se despidió entonces, y si bien ella fue capaz de componer el movimiento suficiente para no parecer una tonta, siguió tragándose todas las palabras, preguntas, dudas y confusión que aquel encuentro tan extraordinario había provocado para ella.

A la noche siguiente, le recordó su atribulada mente, en la velada musical de los Townsend, Arnold Calvin la buscaría expresamente, porque era su compañía la que anhelaba. Era la primera vez, que Betina pudiera recordar, que ocurría un hecho semejante.

Esperaba ser capaz de recobrar el habla para entonces.

—Bien, ¿quién se atreve ahora a poner en duda los tremendos beneficios de los paseos al aire libre? —Dotie, muy pagada de sí misma, rio, arrebujada en brazos de su marido y tirando con mimo de la mano de su hija—. ¡Y pensar que ninguno de los dos quería venir!

Un marido inconveniente

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