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Era un maldito milagro.

Sentado en su butacón forrado de grueso damasco, con un coñac demasiado caliente apretado entre unas manos que se le habían quedado pálidas, Arnold Calvin estaba seguro de que el destino, la mala suerte o alguna especie de brujería impía había creado una conjura contra él. No podía haber otra explicación posible.

Desvió la mirada hacia el ruidoso reloj de péndulo que colgaba de la pared que tenía situada enfrente. No hacía ni cuatro horas que doncellas y criados habían empezado a cubrir espejos, bajar cortinajes y hablar en voz baja. El maldito párroco había acudido a la carrera para extender sus santos óleos, él mismo había sido llamado a su alcoba para que se personara en el pasillo, aguardando un final que no debía tomar, según la opinión profesional del galeno al mando, más de unos pocos minutos, hasta que de pronto…

—Se trata de un milagro, señor. Un verdadero y auténtico milagro del que hemos sido afortunados testigos.

Arnold enarcó el labio en una suerte de intento de sonrisa que jamás lograría parecer sincera. Ferrán, el secretario personal de su padre se frotó las manos, cubriendo con ellas su cara y exhalando lo que parecía un gemido de supremo alivio. Era comprensible. Que el amo no estirara la pata le aseguraba el puesto de trabajo, la comodidad en la que vivía, su sustento y ningún cambio aparente en una apacible vida anodina.

Para Arnold, sin embargo, aquello era una catástrofe.

Vació el coñac de un trago y, resistiendo la tentación de estrellar el vaso contra la superficie de paneles de madera de la pared más cercana se levantó. Las piernas le hormigueaban, pues en lugar de los pocos minutos que había esperado aguardar el desenlace, llevaba horas inmóvil, viendo pasar a un par de doncellas portando palanganas cuyos contenidos pestilentes no se había atrevido siquiera a mirar. Puertas que se abrían y cerraban, sonidos que parecían venidos de ultratumba, estertores, gotitas de sangre que resbalaban de los bordes de porcelana de los cuencos utilizados para las sangrías y demás artilugios de procedencia y uso desconocido le habían desfilado ante los ojos cada vez que alguien entraba y salía de los aposentos de su padre moribundo, justo antes de que, una vez más, esquivara a la muerte para seguir burlándose de él.

—Bien, pues… si en esta casa no va a tener lugar una noche de velatorio, imagino que será cuestión de salir a la calle para festejarlo.

Pasó ante Ferrán, que abrió la boca y alzó el brazo, pero tuvo el buen tino de no intentar detenerlo. Arnold cruzó el pasillo y siguió de largo cuando el quicio entreabierto de la habitación del vizconde se le presentó en el camino. Ni siquiera giró el rostro para otear en su interior. Cerró los puños y continuó escaleras abajo, haciendo una única parada ante el perchero del que colgaban su capa y un sombrero de copa baja que usaría para ocultarle al mundo su rostro, su rabia y su profunda decepción.

Ya en la puerta de la elegante casa levantada en adoquines y ladrillo oscurecido, paró al primer coche de alquiler que pudo encontrar. Era tal el mal humor que le acompañaba que ni siquiera reparó en el hecho evidente de que podría haber enviado a cualquiera de sus criados a preparar uno de sus transportes particulares. Cuando se hubo sentado, y tras indicar al cochero la dirección a la que deseaba ir, decidió que viajar sin distintivos sería lo mejor. Al día siguiente, la noticia de la prodigiosa recuperación del vizconde correría como la pólvora y pasaría de boca en boca igual que un mendrugo de pan caliente. Los nobles de moral mohosa, carcamales apegados a la tradición, sin duda gozarían de saber que uno de los suyos mantenía el estandarte en pie.

Cornelius Calvin se negaba a abandonar el mundo, y su hijo temía que jamás lo hiciera. Por lo menos, no hasta ver cumplida su última gran amenaza, que pendía sobre la cabeza de Arnold como una maldita espada de Damocles de la que se veía incapaz de liberarse.

—¿Por qué no puedes exhalar y encontrar la paz, maldito seas? ¿Por qué te empeñas en seguir atormentándome?

Como hijo único, Arnold estaba llamado a ser el heredero universal del vizcondado, las propiedades, título y todo lo demás. Por supuesto, no había tenido que estudiar mucho para saber que la fortuna de su familia estaba más que venida a menos, pero unos pocos cálculos rápidos le habían bastado para entender que, si bien el apellido al que se ligaba el vizcondado había perdido lustre, le quedaba el suficiente fulgor para que él pudiera vivir el resto de sus días entregado a sus mayores aficiones: el licor, las mujeres hermosas y la vida entregada a los placeres.

Era para lo que había venido al mundo. Su absoluto derecho de nacimiento. Su padre había intentado mantener lo que otros construyeran antes que él, Arnold planeaba disfrutarlo. No se veía entregado a libros de cuentas, inversiones o mejoras para el rendimiento. Solo pensar en que los días le transcurrieran sin diversiones le helaba la sangre, de modo que no estaba dispuesto a ofrecer en prenda los años de juventud que le quedaban en pos de dejar algo más de lo que ahora había a algún hipotético heredero que, para desazón de Cornelius, estaba más que fuera de sus planes.

Aquel había sido el ultimátum definitivo de su padre, que entre toses y hedor a enfermo le había apuntado con un dedo huesudo, lanzando al aire lo que ahora, Arnold temía hubiera sido la amenaza que le impelía a continuar respirando; hasta que no contrajera matrimonio y se asentara, no vería un solo chelín. De hecho, Cornelius Calvin había sido tan tácito, que llegó incluso a mencionar que prefería que todos sus bienes y propiedades fueran a dar a la beneficencia antes que a su único hijo, si acaso este no se apegaba a sus deseos.

Desde ese momento, la acostumbrada animadversión entre los dos hombres, oculta en actitudes correctas y un talante aceptable muy respetable en familias de la aristocracia, había estallado. Padre e hijo vivían en una guerra constante y Arnold, que no estaba acostumbrado a que se le coartara en modo alguno se había negado en redondo a entregar la libertad por algo que, por el mero hecho de nacer, ya le pertenecía. Confió en que la muerte sería benévola y se llevaría al viejo lo bastante pronto como para que no tuviera que preocuparse, pero el momento parecía no llegar, sus rentas personales menguaban y él, empezaba a impacientarse.

Se apeó en Sant James Street, justo ante la fachada del White’s. Tras lanzarle al cochero unas monedas, Arnold se colocó el sombrero, extendió la capa sobre los hombros de su elegante chaqueta oscura y procedió a subir los peldaños de piedra del suntuoso edificio de color gris que lucía, imponente y deseable, justo ante su campo de visión. Las conocidas ventanas rectangulares, los pilares en forma de columnas delgadas de un blanco cegador y aquellos elegantes arcos de medio punto prometían diversión y olvido paulatino de todos sus males. Era justo lo que precisaba para lograr pasar el trago amargo que se le había atascado en la garganta, amenazando con ahogarlo.

El White’s era uno de los clubes de caballeros de tradición más antigua y sólida en la cultura de la aristocracia londinense. Aunque en origen fue una chocolatería donde, además de caprichos dulces podían adquirirse entradas para los espectáculos del King’s Theatre y Drury Lane; no tardó en evolucionar para convertirse en lo que era ahora, un refugio donde buena parte de la élite social y económica de Londres se daba cita, ya fuera para tomar sofisticados licores en sus salones o para apostar grandes sumas de dinero en sus mesas de juego exclusivas.

Aunque el White’s ofrecía un distinguido servicio de restaurante cuyos platos principales resultaban en una oda a la comida británica, Arnold pasó de largo los suntuosos comedores, dirigiéndose directamente al salón de moqueta burdeos y gruesos sillones de cuero negro donde se desarrollaba una acción más acorde a sus preferencias. Entregó a un mozo la capa y el sombrero y oteó, en busca de su acostumbrada mesa, que, por suerte, seguía disponible.

Abriéndose paso entre nubes de humo de puro y entrechocar de elegantes cristales de murano de los que se derramaban los más exquisitos alcoholes, Arnold apenas hizo contacto visual hasta que se halló aposentado, de espaldas a la entrada, en su rincón favorito. El cielo estaba plomizo y una pesada cortina de lluvia había empezado a empapar los cristales que cubrían el ventanal situado a su derecha, y que en ese momento le devolvía la imagen de un joven extremadamente atractivo, pero que parecía agotado de vivir.

Aprovechando la claridad del reflejo, Arnold se apartó un mechón rubio de la frente con un ademán estudiado que, de haberse encontrado en un lugar diferente, sin duda habría provocado un estallido de suspiros proveniente de todas las damas presentes. Porque era un hecho bien conocido por todos que ese era, precisamente, el efecto que el futuro vizconde Calvin tenía en las mujeres, de todas las edades y estratos sociales.

Con un cuerpo atlético, ojos azules y tez clara, sus cabellos dorados y su porte de príncipe jamás pasaba desapercibido. Arnold era el tipo de hombre que encajaría en cualquier situación, ya fuera esta una velada formal o una charada de máscaras. No había ropaje que le sentara mal, color que apagara su brillo pícaro ni evento que no deseara contar con su sonrisa y seductores alemanes. Pese al evidente éxito del que gozaba entre las féminas, sus escándalos nunca habían sobrepasado los límites del decoro, motivo por el que era un bien en alza, deseado y siempre bien recibido allá donde fuera.

Un hombre de título y muy apuesto. Una presa digna de pescar para el mejor postor… por suerte, había salido indemne de innumerables intentos, pues no sentía el menor deseo de estropear un cuello del que estaba especialmente orgulloso, echándose encima y de forma voluntaria una soga que una esposa, acompañada de toda su familia, se vería con derecho de poder apretar.

Pidió un whisky, arrellanándose en el asiento y dejando que la mirada se le perdiera entre el atestado salón repleto de nobles de los más diversos núcleos. Veía banqueros, algún actor, recaudadores, aristócratas, tanto aburguesados, como de los que habían hecho fortuna en la campiña. Jugadores hábiles, con los que no era inteligente sentarse a apostar, y nuevos ricos, a los que desplumar sería increíblemente fácil.

En un rincón, entretenido en lo que a todas luces parecía una fructífera conversación de negocios, le pareció distinguir a Sebastian Colum, el marqués de Worrington, que sin duda habría abandonado su mansión en Hampshire y a su bellísima esposa para atender sus numerosas ocupaciones en la ciudad. Hastiado, Arnold apuró la copa tan pronto el vaso tocó la superficie pulida de madera oscura, pero no había tenido ocasión de paladear el dorado licor, cuando una enorme manaza recayó sobre su hombro, provocando que su interés en la socialización nocturna del resto de sus congéneres, se desenfocara.

—A juzgar por el ceño fruncido y la poca justicia que estás haciendo a ese whisky, yo diría que no estás aquí para elevar un brindis en memoria de tu difunto padre.

—Hemos presenciado un milagro. —Y levantó los restos del licor, como si, de hecho, hiciera honor a las palabras que acababa de escuchar—. El vizconde Calvin, una vez más, ha mirado a la muerte a los ojos y ha decidido ignorar el hecho de que su tiempo en este mundo toca a su fin.

César Wallace, que de noble no tenía más que las prendas de ropa por las que había desembolsado una gran suma, esbozó una sonrisa de dientes blanquísimos, que parecieron refulgir en su cara de piel aceitunada. Con gestos elegantes, tomó asiento en el sofá de cuero situado frente a Arnold, e hizo un gesto a uno de los camareros para ordenar una bebida.

El hombre, con más aspecto de corsario que de aristócrata, había hecho fortuna importando licores exclusivos de más allá del continente. Su padre había poseído una pequeña flota de barcos que ahora ocupaban gran parte de la costa inglesa. Si bien nunca pudo demostrarse que comerciaran fuera de ley, existía el misticismo de que los Wallace habían logrado enriquecerse a través del contrabando de alcohol. Siendo uno de los pocos proveedores de un bien muy deseado procedente de las costas americanas, donde navíos de bandera inglesa no siempre estaban dispuestos a fondear, las monedas no tardaron en abultarles los bolsillos, en especial, durante los años de Prohibición, con lo que ahora, sus orígenes humildes, el tono oscurecido de su piel y los motivos que les habían llevado a Inglaterra en un primer momento, dejaban de importar a la luz del hecho de que contaban con una bolsa lo bastante llamativa como para que un club selecto como el White’s, tuviera siempre una mesa disponible para alguien que era capaz de pagar unas cuantas rondas por adelantado.

César y Arnold se habían conocido años antes, cuando tras una borrachera de órdago, el flamante futuro vizconde había tropezado con unas cajas de bourbon apiladas en un callejón trasero al que había accedido persiguiendo unas faldas muy poco recomendables. Tras caer al suelo en tan bochornoso estado y malograr unas cuantas botellas, Arnold había lanzado chelines a los pies de César, quien le había obligado a levantarse y cargar con el resto del licor sano hacia el interior de la trastienda del propio White’s, donde los Wallace habían hecho una pequeña incursión comercial. La discusión se airó, pero finalmente Arnold se vio obligado a remangarse y superar la borrachera con el remedio que más le disgustaba: el trabajo físico.

Cuando César se dio por satisfecho con la humillación, le invitó a un trago y escuchó con placer la correría nocturna del noble. Para cuando el gallo cantó la mañana, se habían hecho buenos amigos, si bien no había casi nada que tuvieran en común, salvo el apego que ambos compartían, por motivos muy diversos, por los licores elegantes, hallaron el modo de conectar al percatarse los dos de que eran, de una forma u otra, ovejas negras dentro de los rígidos estándares de sus familias.

Arnold, atrapado tras el apellido de un padre que se empeñaba en forzarlo en seguir una línea que él no deseaba transitar mientras le quedara un aliento para rehusarse; y César, presionado por demostrar que merecía reconocimiento a pesar de lo modesto de su procedencia.

—Un hombre resistente, tu padre. Brindemos por eso.

Calvin volvió a apartarse el cabello de la cara. Dedicó un corte de mangas muy poco elegante a su interlocutor, que sonrió al cruzar una pierna sobre la otra, removiendo indolente su bebida mientras esperaba, como siempre, el estallido egocéntrico de su noble amigo.

—Mi padre ha venido a este mundo para hacer de mi existencia un infierno.

—¿Y no es eso a lo que se dedican todos?

—El tuyo te ha entregado barcos y cargamentos enteros, César. No puedes ni soñar con comparar nuestras situaciones.

—Cierto, querido amigo. No puedo. —Se inclinó hacia adelante. El brillo de una de las lámparas de techo refulgiendo en el pequeño pendiente que adornaba su oreja derecha—. Vivo en una cuerda floja. Oscilando día a día, a todas horas, entre la posición que me da la fortuna de mi padre y la realidad donde me sitúa mi nacimiento. Demasiado rico para ser un paria. Demasiado poco ortodoxo para que se me considere aristócrata.

—Créeme, César, tal como veo mi situación, tu existencia en tierra de nadie me parece más deseable que la mía, que aun teniéndolo todo por derecho, no poseo nada a causa del capricho de un viejo enfermo que se niega a estirar la pata.

El camarero retiró los vasos, sustituyéndolos de inmediato por otros a rebosar. Arnold se apresuró a tomar el suyo entre las manos, en tanto César, más contrito, desvió su atención alrededor. Conocía bien los pesares de su compañero de juergas, pero con todo y las burdas bromas que ambos eran capaces de expresar sobre la vida pendiente de un hilo del viejo vizconde, había cosas que no debían decirse a la ligera.

Sobre todo, en estado de embriaguez.

—Las paredes tienen oídos, camarada. Incluso aquí. —La mano de César, de dedos largos y anillados, con uñas cuidadas, se removió ante Arnold—. Te aconsejo prudencia.

—Estoy siendo prudente, camarada. —Arnold arrastró las palabras. Por supuesto, las del White’s no habían sido sus primeras copas de la noche—. La opción imprudente pasaba por permanecer en casa y poner fin al mutuo sufrimiento sosteniendo una almohada contra el rostro del vizconde. —A pesar de que la situación no era, ni mucho menos para hacerlo, Arnold sonrió—. El Diablo sabe que va a necesitar toda la ayuda posible para arrancarle el maldito último suspiro.

César, que se había acomodado en el sofá, degustó el whisky con calma, a pequeños sorbos, dejando que la lengua se le adormeciera a consecuencia de los altos grados de alcohol. No se tenía por erudito, pero había aprendido a distinguir ingredientes, añadas y particularidades, que, en otras circunstancias, habría gozado explicando. No obstante, aquella noche el ánimo de Arnold no parecía estar inclinado para saber nada sobre el licor que fuera más allá de la velocidad a la que podía bebérselo.

—Ah, los aristócratas y sus quebraderos de cabeza imaginarios…

Echándose hacia adelante, Arnold le señaló con el vaso a medio vaciar. Gotitas ambarinas cayeron sobre la mesa, uniéndose y escurriendo hasta crear surcos similares a los que la lluvia había dejado en los ventanales.

—Si estuvieras en mi pellejo, mis problemas no te resultarían tan banales.

—Eres su único hijo, Calvin. No hay una maldita manera de que esa herencia vaya a pertenecer a otro.

—No conoces a mi padre. —Arnold compuso una mueca de disgusto—. Es capaz de arrojar hasta el último chelín al Támesis si con eso consigue fastidiarme. Ha jurado no darme nada, amenaza incluso con regalar el título al mejor postor.

Y sería capaz de hacerlo. Desde luego que sí. Cornelius Calvin se iría a la tumba con una maldita sonrisa en su rostro putrefacto a pesar de que no quedara nada de aquello que había estado almacenando durante toda su miserable vida si con eso podía dar su dichosa lección por aprendida. Que se fuera al infierno.

—¿Y tan terrible sería apegarte a su último deseo?

—Que me cuelguen si le doy esa satisfacción. —Arnold depositó el vaso con demasiada fuerza sobre la mesa. Un par de jugadores, entretenidos unas mesas más a la izquierda, levantaron la cabeza de su conversación privada para observarle. Segundos después, volvieron a sus asuntos—. Cuando desposarse viene anexado a un título, Wallace, nunca te vas a la cama solo con la dama… sino que lo haces con toda su familia.

Suegros, convencionalismos, obligaciones, un montón de hijos y exigencias que se esperarían de él como cabeza de familia. Arnold sintió un escalofrío recorrer su cuerpo. No. Definitivamente, él no había nacido para esa clase de deberes, y era una verdadera lástima que todas las comodidades y naderías de las que tanto gozaba tuvieran esa clase de obligaciones como letra pequeña del contrato.

—Pues tal como yo lo veo, querido amigo, solo tienes dos opciones: la esposa o la pobreza. Tú sabrás a qué te es más fácil renunciar, a la buena vida o a la soltería.

Arnold tenía la sensación de que perdería ambos, sin importar por qué se decantara. De casarse, su existencia tal como la conocía desaparecería, incluso si daba con una mujer maleable a la que pudiera enviar a alguna propiedad recóndita de las que su padre poseía en Sutton o Croydon, ella existiría. Y tendría parientes que se convertirían en un molesto dolor de cabeza. Por el contrario, si persistía en no doblegarse a la voluntad de Cornelius, este terminaría por cerrarle el grifo de forma definitiva; siendo capaz de morirse y dejarle en la indigencia.

No parecía haber salida fácil. De hecho, que él pudiera ver… no existía salida en absoluto.

Para cuando salió del White’s, las farolas ya estaban encendidas. Era noche cerrada, una de esas de bruma sin luna visible que invitaba a los hombres de bien a permanecer tras los cortinajes de sus salas de estar, degustando una nimia copa de oporto tras haber despedido para el día a los niños. Después, un revolcón apenas satisfactorio con la mujer designada y parcas horas de sueño hasta que el ayuda de cámara interrumpiera en el aposento para el afeitado de la mañana.

—Que me aspen si vivo así. —Se repitió, arrastrando los cansados pies hacia uno de los carruajes de alquiler que aguardaban en línea con la acera adoquinada del club—. Y que me maten de un disparo certero si debo prescindir de aquello por lo que he esperado media vida.

De vuelta en la residencia, con Ferrán acostado y todo en silencio, Arnold subió las escaleras con la cabeza embotada. Cruzó el pasillo, resistiendo la tentación de pegar la oreja a la puerta entornada de la alcoba de Cornelius, por ver si el milagro que le mantenía respirando se había revertido. Un molesto picor se le instaló en las costillas, pero lo achacó al alcohol con el estómago vacío en vez de permitirse pensar en lo cínico que se había vuelto con los años. Su padre había tenido la culpa, se dijo. ¿Qué hombre de honor pone a su único descendiente en un brete como ese estando a las puertas de la muerte?

Además, incluso si Arnold estuviera dispuesto a aceptar sus términos, ¿de dónde iba a sacar una esposa con tanta premura?

—Como si las doncellas casaderas, de buena familia y disposición deseable crecieran en los árboles…

Lanzó el sombrero y la capa que había olvidado quitarse a la butaca que presidía la entrada a sus aposentos privados. Sobre el escritorio, además de plumas y tinteros en absoluto desorden, multitud de cartas e invitaciones amarilleaban. A algunos había acudido, otros habían caído en el olvido con el transcurrir de las semanas. Su agenda siempre estaba rebosante de diversiones.

Mientras se aflojaba el corbatín, los ojos azules de Arnold dieron con un sobre especialmente llamativo, con un membrete vistoso y cuya caligrafía para escribir su nombre recordaba que le había impresionado en su momento. Se trataba de una petición formal para contar con su presencia en la residencia de Vernon y Dotie Hildegar, con motivo del cumpleaños de su hija menor.

Se acordaba de la fiesta. El trompetista negro y el fotógrafo de exteriores contratados por los Hildegar habían sido la comidilla en todos los corrillos sociales durante semanas, además de la instantánea que él mismo había protagonizado, mientras sostenía en sus brazos el esbelto cuerpo de Claire Ferris, la hermana del conde de Holt, Andrew. Fue esa noche cuando una idea maravillosa lo llenó todo en su cabeza, un plan perfecto y sin fallas que daría a la distinguida dama lo que quería y le salvaría de una situación imposible. Desposar a Claire solucionaría todos sus problemas. Ella habría contado con ciertas libertades para verse con el inadecuado caballero del que estaba prendada y él, ofrecería a Cornelius la distinguida nuera que tan desesperadamente anhelaba. Todo ganancias… hasta que, por supuesto, sus planes se hicieron pedazos.

—¿Quién iba a pensar que el conde aceptaría el matrimonio de su hermana con un… mozo de cuadras? —Agarró con desprecio el engalanado sobre, repasando con la mirada perdida su nombre, desvaído por una tinta que empezaba a emborronarse—. Mis queridos señor y señora Hildegar, muchas gracias por la ocasión, pero… ¡cuán inútil resultó mi presencia en el cumpleaños de la señorita…!

Arnold hizo memoria, pero le fue imposible recordar el nombre de la homenajeada. Molesto, y más por matar la curiosidad que por cualquier otra cuestión, abrió el sobre y extrajo la nota que contenía. Betina. Sí… ahora podía evocarla. Morena, creía. Quizá demasiadas curvas. Poco llamativa. Corriente.

Una joven con todo a su favor, salvo la apariencia de Claire Ferris. O su título.

Había sido muy cortés con él. De hecho, parecía haber estado aguardando su presencia con gran interés, claro que eso no era nada nuevo para Arnold. Las mujeres, a menudo, solían esperar que apareciera en sus fiestas una vez reunían el coraje de invitarle.

No obstante, había un especial brillo en la anfitriona aquella noche. Una suerte de… ¿esperanza? ¿Ilusión? ¿Anhelo provocado por la desesperación?

Bueno, eso lo tenían en común.

—Pero todo se esfumó cuando te convertiste en un florero en tu propio cumpleaños, ¿no es así, Betina?

Los trazos inconexos de un posible arreglo empezaron a tomar forma en la cabeza embotada por el licor de Arnold. Tal como estaban las cosas, el único remedio a sus males sería atarse a alguien de quien no le resultara complicado desembarazarse una vez la unión hubiera servido a su cometido, y los Hildegar habían demostrado no tener reparos en conceder a su hija cualquier extravagancia que ella deseara. Si optaba por el matrimonio como opción, solo debía conseguir convertirse en el objeto de deseo de aquella jovencita.

—Pongamos a prueba hasta dónde llega tu anhelo por conseguir un marido, Betina.

Necesitaba una esposa. Y llegaría hasta las últimas consecuencias para conseguirla.

Un marido inconveniente

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