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Arnold no se dio prisa en acudir a los aposentos de su padre. ¿Para qué tomarse la molestia? Desde el amanecer había oído claramente las idas y venidas de criados y doncellas a través del pasillo y las escaleras, y Ferrán le había contado, pese al escaso interés que había demostrado, que el vizconde Calvin había amanecido de tan buen ánimo que, además de las sopas de leche recomendadas por el médico, había tomado una rebanada de pan con varios pedazos de panceta crujiente encima.

—Es muy posible sea un alimento demasiado graso o indigesto… pero mi señor ha estado a las puertas de la muerte, ¿quién podría negarle un bocado delicioso a alguien que casi se ha levantado de su propia tumba?

A pesar de que Arnold no deseaba la compañía del secretario personal de Cornelius, este hizo las veces de ayuda de cámara alegando que, ante el inminente encuentro entre los dos hombres, era de imperiosa necesidad que el heredero luciera con el mejor aspecto posible, lo que se traducía en descansado, bien vestido y con un semblante que se apartara del color ceniciento que solía acompañar a Arnold tras una noche de borrachera en el White’s.

Por desgracia, no habría alcohol suficiente en todo Londres para hacerle menos lastimoso tener que enfrentarse a Cornelius Calvin, que al parecer se había incorporado del lecho mortuorio para exigir comida en condiciones. Amén de la visita del abogado que solía llevarle los términos relativos al vizcondado, y cuya visita a la mansión, nunca presagiaba nada bueno para Arnold.

—Tomaré café. Amargo.

—¿Se lo sirvo en su alcoba, señor? ¿O en el estudio de la segunda planta?

—Por más que agonices de ganas de ver cómo me enfrento a mi padre, Ferrán, desayunaré en el comedor, como el caballero que soy. Y me tomaré mi jodido tiempo y mi café. Amargo.

Aunque no pensaba probar bocado sólido, Arnold levantó todas las brillantes tapas de los calientaplatos. Observó los huevos de codorniz, las gachas, las rebanadas de pan, cortadas en finísimos rectángulos y dispuestas sobre hierros candentes, junto a los cuales descansaban platillos con jalea, grasa de mantequilla y onzas de chocolate. El aroma era una pura delicia, pero estaba convencido de que no lograría disfrutar un solo mordisco de ninguna de las opciones que la cocinera le había presentado.

Inquieto, moviendo una pierna de forma insistente, se tomó el café oscuro mientras fingía interés en el periódico que una criada acababa de dejarle bien planchado sobre la mesa. El almidón del cuello de su camisa era demasiado duro. Aquellos gemelos constreñían sus muñecas, y aunque estaba seguro de no haber bebido tanto como acostumbraba, por culpa de César Wallace y sus charlas con exceso de palabrería barata, la cabeza le martilleaba.

Debía enfrentar la realidad; su padre sobrevivía contra todo pronóstico a una enfermedad que había demostrado ser tan decepcionante como el propio Cornelius acusaba a Arnold de ser. Recuperado de nuevo, comiendo sólido y reunido con un abogado, parecía haber muy pocas posibilidades de que el ultimátum que pendía sobre la cabeza de Arnold fuera a aflojar su férrea presión. El vizconde no le daría nada, por más que fuera el único heredero disponible, si no se acataban sus deseos, y estos tenían como punto inicial de partida el ver a Arnold atado de por vida a alguna pobre desdichada de familia influyente y ventajosa, a la que jamás querría y que nunca sería capaz de albergar sentimiento alguno hacia él.

Algo que tampoco quería, dicho fuera de paso.

—Una perspectiva maravillosa para lanzarme al mercado de búsqueda de una esposa.

Y, sin embargo, por más desagradable que pudiera parecerle, iba a tener que transigir, porque la idea de quedarse sin nada hacía que su precario desayuno cobrara vida dentro de su estómago, que protestó rugiendo como si hubiera devorado un puñado de arenques que todavía fueran capaces de mover la cola.

—Señor Calvin, el vizconde le espera en sus aposentos privados.

Ferrán, con una venia pomposa, le informó de que sus intentos de alargar la condena habían finalizado. El momento de la verdad llegaba y a Arnold solo le quedaba apretar los dientes y afrontarlo.

Soltó la taza sobre el platito y se puso en pie. Una doncella la recogió antes incluso de que Arnold fuera capaz de abandonar el comedor. Sujeto al pasamanos, subió cada peldaño mientras experimentaba los mismos nervios que aquella vez siendo niño, cuando había usado el betún de las botas de su padre para oscurecerse el cabello, convencido de que un cambio semejante obraría milagros en el desapego paterno, aunque lo único que obtuvo su temeraria acción fue un castigo de órdago que el vizconde ni siquiera se molestó en supervisar él mismo.

—No debe inquietarse, señor. Su padre ha amanecido con las fuerzas renovadas. Seguro que será una gran conversación.

Arnold se mordió la lengua, decidido a callar pese a tener innumerables cosas que objetar. Al llegar al rellano del segundo piso, se concedió un instante para recolocarse los puños de la camisa. El maldito almidón no paraba de picarle y sentía que se ahogaba bajo la rigidez de las elegantes prendas, que, hasta el momento, había vestido con la soltura de un noble que está acostumbrado a los tejidos finos; no obstante, la precaria situación que vivía con Cornelius obligaba a Arnold a experimentar una suerte de inquietud que le hacía sentir como un falso ídolo carente de credibilidad, por más que las apariencias dijeran lo contrario.

—Eso es precisamente lo que me preocupa.

—¿Señor?

—Llévame ante mi padre, Ferrán. Sabe Dios que le agradará verte a ti primero, para suavizar el golpe de tenerme a mí en su presencia.

Lo primero que notó al entrar a la alcoba fue que alguien se había tomado la molestia de ventilar. El aire fresco que reinaba ya desde el recibidor que precedía los aposentos del vizconde era evidente. Y muy de agradecer. Apenas quedaban efluvios de enfermedad o putrefacción. Las palanganas para abluciones, sangrías y demás restos corporales habían desaparecido. Habían retirado los gruesos cortinajes de color damasco de las ventanas y estas dejaban pasar la luz de un cielo plomizo, pero azulado, llenando la estancia de luz natural.

Dentro, en el centro mismo de una gran cama de cuatro columnas con un techo de madera labrada, reposaba Cornelius Calvin, que llevaba su bata de brocado sobre el camisón y estaba dejando sobre una bandeja una servilleta de hilo cubierta de manchas de grasa. Sin duda, la panceta que recubría el lustroso pedazo de pan caliente había sido de su gusto.

Una mano huesuda, pero firme a pesar de llevar un grueso anillo de oro en el dedo anular, se alzó en dirección a Arnold, que caminó hasta que la moqueta se tragó el sonido de sus pasos. Ferrán lo anunció, como si aquel protocolo fuera necesario, y aunque no era su labor, retiró la bandeja con los restos del desayuno del vizconde y le acercó una copa de agua fresca para que bebiera.

Mientras se llevaba a cabo todo el proceso, Arnold permaneció en silencio, con las manos tras la espalda, muy apretadas. A él, pese a la juventud y evidente vigor, le temblaban los dedos. Se odió por eso.

—Mi señor, su hijo. —Ferrán protagonizó una venia ridícula, dejando la bandeja sobre una mesa auxiliar que, hasta hacía un día, había estado cubierta de tónicos y demás artilugios médicos—. ¿Me requiere para algo más?

El vizconde negó con indolencia, extendiendo sus dedos larguísimos hacia la mesilla, donde reposaba un sobre cerrado que Ferrán se apresuró a tenderle. Después, inclinó apenas la cabeza ante Arnold y desapareció de la habitación con suma discreción. Ambos hombres, padre e hijo, se quedaron a solas.

El péndulo de un reloj resonó en algún rincón indeterminado de la alcoba. El ulular del aire matutino fue audible, al igual que el crujir de las sábanas cuando Cornelius se removió.

—Es una suerte que mi secretario personal te haya otorgado esa elocuente introducción —dijo el vizconde Calvin, con la voz pastosa y seca—. Has tardado tanto en presentarte ante mí que casi había olvidado quién eras. O que vivías en mi casa.

A pesar de que la situación carecía por completo de humor, Arnold se permitió mostrar una mueca sardónica. No le pasó inadvertido el modo en que su padre se proclamó dueño y señor, recordándole su posición tambaleante. Haciéndole estar inseguro por demás, como si esa sensación hubiera dejado de acompañarlo en algún momento.

—Me sorprende la formalidad con la que tratas a tu perro fiel. Prácticamente lamió la humedad de tus manos cuando el buen párroco te daba los santos óleos, y tú no le llamas por su nombre.

—Poseo sentido de la propiedad, Arnold. Algo de lo que por supuesto, tú careces.

Cansado de la pose, el eterno heredero disoluto anduvo un par de pasos, aproximándose. Cornelius dio otro sorbo a su copa. Al abrir la boca, reveló el hueco dejado por uno de sus molares, que había perdido al caer de un caballo y golpearse contra el cercado, años atrás. A pesar del dinero y las posibilidades, nunca se había arreglado el desperfecto, alegando que el hueco entre sus dientes le recordaba que había sido estúpido y descuidado, atributos ambos que no aceptaba en su persona.

Ni por supuesto, en ninguna de las que le rodeaban. Incluyendo su único hijo, y principal fuente de vergüenza.

—Me complace tu recuperación —dijo Arnold. Fue el turno del vizconde de forzar una sonrisa—. Que te hubieras muerto sin dejar arreglados tus asuntos habría sido un fastidio.

—Oh, pero mis asuntos están en completo orden, hijo mío. —Aferrado al sobre, Cornelius puso en Arnold sus ojos, de un azul ya desgastado y frío—. Puede que pienses que tener el final de mis días agazapado al pie de esta cama me ha ablandado. O llenado de temor. Pero te estarías equivocando y sin duda, me juzgarías de forma precipitada dando por hecho que voy a claudicar en mis exigencias solo porque el tiempo corre en mi contra.

—Vamos, padre, no soñaría jamás en que algo tan superfluo como dejar este mundo pudiera hacer tambalear tus férreas opiniones. Eres un hombre de convicciones.

—Pero con una paciencia que ya has puesto a prueba demasiadas veces, Arnold.

El vizconde, cuyos trazos de cabello dorado eran ya apenas visibles a causa de la vejez, que había llenado su cabeza de canas y espacios claros donde su carne quedaba expuesta, dejó caer el sobre sobre la almohada vacía que tenía al lado. Su rictus se puso tan serio que la boca se le convirtió en una mueca desagradable. Con una delgadez evidente bajo los ropajes de enfermo, Cornelius señaló con un gesto de la barbilla al joven que tenía delante, al hombre que había soñado moldear a su imagen y semejanza para dejarle las propiedades y el título cuando el momento llegara.

Arnold no había demostrado interés en la tierra, ni en el comercio. No había nada que le importara más allá de vivir cómodamente y gastar un dinero que nunca parecía faltarle. Fiestas, mujeres, alcohol, ropa cara y carruajes siempre disponibles para llevarle de un local de apuestas a otro. Pérdidas cuantiosas y alguna ganancia nimia que le hacían ver que la suerte, siempre, podía ponerse de su lado si insistía o esperaba lo suficiente.

No obstante, esta vez la partida no seguiría las normas de siempre. Esta vez, Cornelius tenía todos los ases, reyes y reinas bajo su dominio y control.

Y por Dios juraba que, aunque le tomara hasta el último aliento, dominaría a su hijo también.

—Soy tu heredero —clamó Arnold, en una diatriba que había emprendido hasta el agotamiento—. Lo maldito único que tienes.

—No pienses que el único hecho meritorio de tu existencia, que es haber nacido, te exime de hacer lo que te mando.

—No puedes forzarme a vivir la vida a tu antojo, viejo. Sobre todo, cuando la mía no ha hecho más que empezar y la tuya está a un soplo de acabarse.

—Tienes razón. No puedo obligarte. —Cornelius apoyó la espalda en los almohadones. Antes de seguir hablando, se permitió volver a tomar la copa y beber—. Pero puedo decidir no entregarte un solo penique de mi fortuna. Seas mi único hijo o no, esa voluntad es mía para ejercerla. Y lo haré con gusto.

Arnold dejó caer los brazos a los lados del cuerpo y apretó los puños. Conocía al vizconde. Años de miedo entremezclado con incertidumbre le habían dado la seguridad de saber, a ciencia cierta, cuándo su padre se marcaba un farol. Y no era el caso.

—Preferirías ver perdido todo cuanto posees, antes de concedérmelo si no hago lo que pides.

No era una pregunta. Ambos lo sabían.

—Me traerá sin cuidado lo que pasa con mi dinero cuando esté pudriéndome bajo tierra. Pero me revolvería en mi tumba de saberte dilapidándolo todo sin cumplir con tus obligaciones.

—¿Una esposa? —El cinismo afeó las atractivas facciones de Arnold, que deseó tener la agilidad de un felino para saltar por la ventana y librarse del bochorno al que estaba siendo sometido—. ¿Cómo podrás comprobar, una vez muerto, que cumplo con tus requerimientos?

—Tengo mis métodos. Y anticipándome a tu siguiente cuestión, una vez casado con la dama apropiada, será tu familia política la que ayude a meterte en vereda. ¿Quién sabe? Quizá acabes siendo capaz de entender lo que son los libros de cuentas, asumiendo alguna responsabilidad o ¡no lo quiera Dios!, proveyendo al vizcondado de una nueva generación de Calvin.

Con solo imaginarse atado en corto por una fea matrona y sus aburridos parientes, a Arnold se le revolvió el estómago. Se alegró de no haber probado más bocado que el café, de lo contrario, habría echado a perder la alfombra de su padre y llenado la fresca estancia con el ácido olor de su vómito.

—Eres un desgraciado. Un amargado que solo quiere llevarse una última gran satisfacción a la tumba.

—Lo que opines de mi proceder, no me importa. Los hechos son los que son, hijo mío. Busca una esposa. Una que yo pueda aprobar. Cásate. Establécete, y nunca tendrás que preocuparte de tener los bolsillos vacíos. El apellido te respaldará. Y el título agasajará ese culo mimado tan acostumbrado a los asientos forrados de seda y terciopelo que tienes. —Cornelius alzó una ceja—. Sigue perdiendo el tiempo y me aseguraré de que los gatos callejeros que nos libran de las ratas en el establo gocen de una mejor vida que tú.

***

Era demasiado temprano para el White’s, aunque Arnold tenía tanta hiel dentro que bien podría haber acabado con un barril de cerveza negra de una sentada sin que le afectara lo más mínimo.

De hecho, se sentía capaz de fundir los grados de alcohol ante la desesperación y el profuso malhumor que se abría paso en sus entrañas, haciendo que cada paso, cada bocanada de aire, se convirtiera en tortura.

Tras la entrevista con el vizconde, Arnold se había lanzado a la calle solo porque la mera perspectiva de permanecer bajo el mismo techo que su padre se le antojaba insufrible. Cornelius, que no había parado de jactarse de poseer todo lo que alcanzaba la vista no se había tentado el corazón a la hora de expresar críticas y vejar la actitud de Arnold con reproches que iban desde su estilo de vida, a su precaria capacidad de organización, sus mínimas dotes de caballero y la funesta pérdida de una compañera idónea como había sido Claire Ferris.

El anuncio del compromiso de la hermana del conde de Holt había colmado el vaso de la paciencia del vizconde, que echó en cara a Arnold no haber tenido agallas para luchar por una mujer que, sin duda, habría traído más que beneficios al título y la fortuna familiar. A pesar del tono burlesco de su respuesta ante tales infamias, Arnold admitía para sí mismo que, de todo lo que había oído, aquello había sido lo que más le había ofendido.

—Como si hubiera podido hacerla cambiar de parecer, ¿qué se supone que hiciera? ¿Secuestrarla para alejarla de ese maldito mozo de cuadras?

Claire amaba a otro hombre y eso, para alguien como Arnold, que deseaba una esposa con el mismo fervor que a la sífilis, le parecía perfecto. Habrían podido mantener un arreglo conveniente para ambos. Ella, en Hampshire, cerca de sus sobrinos y parientes, con su amante al alcance de la mano y él, en Londres. Con su club de caballeros y sus amistades femeninas, respaldado por una mujer digna y de título, viendo cómo su posición social aumentaba y cómo las puertas más imponentes de la sociedad se le abrían sin que tuviera que hacer ningún esfuerzo.

Jamás exigiría nada a Claire y ella sería lo bastante lista como para no querer nada de él, así pues, todo habría resultado a la perfección.

Salvo por el hecho de que la distinguida dama había rechazado su propuesta y ahora, cruzaría el altar para unirse a otro, lo que dejaba a Arnold, otra vez, sin un plan que satisficiera a su padre moribundo, cuyo pacto con entes malignas para mantenerse respirando parecía no tener una fecha de caducidad límite.

—¿Por qué no te limitas a morir sin más, maldita sea?

Sin embargo, cada vez que ese pensamiento llegaba a su mente, Arnold se veía obligado a retractarse. A Cornelius no le temblaría el pulso a la hora de firmar su ruina. Sería capaz hasta de jurar ante testigos que Arnold era un bastardo si con eso podía darle la estocada definitiva, el castigo final antes de exhalar. Le dejaría sin nada, con lo puesto… y al ritmo de sus gastos, Arnold no tenía dudas de que se vería obligado a terminar vendiendo sus ropas para poder alimentarse.

Un futuro precario el que se le presentaba, escogiera la opción que escogiera, no parecía haber una salida fácil.

Cada vez que la idea de ser libre anidaba en su mente se recordaba que tendría que hacerlo valiéndose solo de su ingenio, y se tenía por un hombre guapo y con la labia suficiente como para granjearse favores, simpatías y comodidades, pero estos atributos no serían nada si acababa desaseado, como un paria de la calle, famélico, apestoso y sin un nombre apropiado que sirviera como telón de fondo a sus ambiciones, que se asentaban en pasar el resto de la vida haciendo lo que gustaba sin esforzarse más que lo necesario.

Así debía ser para un noble, después de todo. Incluso si dicho noble no era considerado más que como un sustituto de paja por parte de un progenitor que, de haber podido, lo habría cambiado al nacer por el crío de cualquier estibador.

—Ojalá ardas en el infierno por toda la eternidad, vizconde Calvin. Ojalá te revuelvas entre gusanos hasta que no queden de ti más que despojos por hacerme tomar esta terrible determinación que va a facilitarme la vida… para arruinármela después.

Arnold se apeó del carruaje en Hyde Park, donde la luz de la mañana se colaba entre el verdor de las hojas de los árboles que serpenteaban a través de los caminos de tierra fina surcados de flores de vivos colores. Vio amas de cría empujando cochecitos, niños de la mano de sus doncellas, parejas seguidas muy de cerca por chaperonas con pinta de urracas que no les quitaban la vista de encima. Familias, damas solteronas que cuchicheaban con las cabezas tan juntas como les permitían sus sombreros de ala ancha, nobles caballeros portando maletines de cuero, sombreros y levitas, andando con premura, usando la zona ajardinada para cortar el camino hacia sus oficinas y casas de trabajo.

Criadas con cestos repletos de embutidos y jarras de cristal con leche fresca. Había varios lacayos que portaban los colores de sus señores con orgullo, e incluso un par de deshollinadores que se afanaban por no tropezar con ninguna elegante dama mientras recorrían las distancias a paso vivo, sin duda ansiosos por llegar a sus moradas y descansar tras una dura jornada limpiando chimeneas.

Aire con olor dulzón. Voces de críos de dedos pegajosos que reclamaban la atención de unas niñeras que se afanaban en mantenerlos entretenidos para que sus aristocráticas madres pudieran gozar del paseo sin ser interrumpidas; y allá, justo en dirección contraria a la recorrida por él, tres figuras que se aproximaban. Dos de mujer y una muy gruesa y alta, de hombre.

En medio de su diatriba mental, de aquella lista imposible de pros y contras en la que se encontraba inmerso, y donde llegaba siempre a la misma y penosa conclusión, Arnold Calvin levantó la cabeza y se distrajo de sus cuentas personales al darse cuenta de que la casualidad, la divina providencia, la suerte o quizá, la ausencia de la misma, le acababa de poner frente a frente con la que posiblemente fuera la única solución a su alcance, dadas las circunstancias.

La mente le voló hacia su casa, al segundo piso donde se encontraba su alcoba. La recargada invitación de cumpleaños. Todas aquellas molestias y detalles. La delicada caligrafía. El inequívoco brillo en los ojos de la dama al verle llegar… y la decepción de después, al comprobar cómo ella había pasado a un segundo plano en favor de la exuberante belleza de Claire Ferris.

Betina Hildegar caminaba en su dirección, con la gracia de un cervatillo demasiado inocente como para darse cuenta de que iba directo a una trampa. Componiendo su sonrisa más galante, Arnold Calvin decidió que, si bien debía hipotecar gran parte de su libertad para poder conservar el resto, más le valía hacerlo con una dama como aquella, que sonrió nada más reconocerle, como oliendo el peligro y, no obstante, yendo directa hacia él.

Un marido inconveniente

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