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Las ramas altas de uno de los árboles del jardín, todavía no habían sido podadas, de modo que Betina podía observar los intrincados dibujos de las hojas desde su habitación, donde se había recluido por propia voluntad tras lo sucedido en la residencia Townsend.

Los trinos de los pajarillos que llenaban un lustroso nido de ramitas, plumas y piedras la habían aislado de los gritos iracundos de su padre y las palabras de su madre quien, intentando en vano mantener un tono bajo, había dedicado gran parte del día a calmar los malos humos de un Vernon al que Betina había sido incapaz de mirar a la cara desde que volvieran a su residencia en Regent Street.

Con las mejillas todavía ardiendo y el pudor hecho pedazos, apartó la vista de la ventana para posarla en la taza de té que Mirtha le había llevado. Debía estar helado, igual que su corazón, que latía por pura costumbre. Al levantar una de sus manos para apartarse un mechón del rostro, descubrió que los dedos le temblaban de manera incontrolada, y cuando suspiró de cansancio, le ardió la garganta. No sabía si de sed, puesto que no había probado bocado, o de angustia por lo que aquel único momento de apasionada desinhibición iba a hacer con su reputación.

Probablemente fuera lo segundo, pero no podía estar segura.

—¡Un ultraje, eso es lo que es! ¡Un abuso de confianza, una falta de respeto! ¡Y si fuera un caballero como Dios manda, escogería padrino y…!

Betina apretó con fuerza los ojos, hasta ver luces tras sus párpados. Después, volvió su atención a la ventana y al nido, donde un par de pajaritos piaban en pos del alimento que debían procurarles sus padres. Se preguntó cuándo abandonarían su confortable y protectora casa en lo alto de las ramas lustrosas del árbol de su jardín; dispuestos a batir las alas y echar a volar lejos de todo cuanto habían conocido. ¿Lo harían en el momento adecuado o, como ella, esperarían demasiado para luego precipitarse a un vacío desconocido?

Todavía era pronto para valorar el alcance del golpe, pero por el momento, Betina podía confirmar que la sensación de mareo producida por la caída estaba resultando atroz. Y el daño causado a su familia, un precio demasiado alto para… ¿qué?, ¿qué se suponía que obtendría de todo eso?, ¿qué iba a pasar ahora?

Quedarse sentada, esperando que fueran otros los que tomaran las decisiones que habrían de dictar el nuevo rumbo para su vida, la desesperaba. Pero Betina era muy consciente de que no había nada más que pudiera hacer salvo eso. Seguir esperando. Y rezar todas las oraciones que fuera capaz de recordar para que el dolor provocado no tuviera mayores consecuencias.

—¿Señorita?

Giró la cabeza. Le pareció que llevaba sumida en sus pensamientos apenas unos minutos, pero la realidad era que el sol se había puesto y ahora el cielo mostraba su vestido de crepúsculo. Mirtha esperaba junto a la puerta, y entró al dormitorio tan pronto ella le hizo un gesto cansado con la cabeza. Le palpitaban las sienes, y la doncella observó con preocupación cómo Betina se masajeaba la piel pálida, en un intento vano por hacer remitir el malestar.

La bandeja con el té seguía intacta, pues por más que lo había pretendido, su estómago se había cerrado para todo lo que no fuera contraerse, presa del nerviosismo y la inquietud.

—Llévate eso, por favor, Mirtha. Solo verlo me provoca arcadas.

Betina se levantó. Llevaba horas sentada en aquella butaca, mirando sin ver la ventana, observando la vida que tenía lugar más allá de las ventanas; tal como la noche anterior, los invitados de los Townsend habían observado su momento más íntimo en brazos de Arnold Calvin.

Con solo conjugar su nombre en la memoria, sintió que le faltaba el aliento, aunque no estaba segura de qué despertaba aquellos sentimientos. La verdad era que no sabía cómo sentirse después de lo ocurrido entre ellos. ¿Sería eso normal?

—Señorita, tiene que comer.

—¿Para qué? —Desganada, Betina se dejó caer sobre el mullido edredón de su cama.

—¿Cómo dice? ¡Pues para qué va a ser, señorita! ¡Para no caer enferma o desmayada sobre el suelo! Está pálida. Ojerosa.

—Eso es porque no he podido dormir ni he puesto un pie fuera de esta alcoba desde que llegamos anoche.

Con los labios apretados en un mohín de comprensión, Mirtha apartó la butaca donde su señora había estado sentada y, aprovechando la cercanía en edad y la confianza que las unía a ambas, ocupó una esquina de la cama y la tomó de la mano.

—Hace horas que su señor padre ya no grita —le dijo en confidencia—. Y la señora Hildegar también parece haberse sosegado.

Betina emitió un suspiro cansado.

—Supongo que se habrán quedado sin palabras para expresar su vergüenza.

—¡No diga eso!, sus padres la adoran a usted más allá de toda duda. Solo están…

—¿Decepcionados? ¿Dolidos? —Algo picó tras sus ojos, y aunque todas sus emociones parecían haberse enredado en una maraña sin orden ni concierto, de algún modo, Betina se las arregló para ser capaz de dejar escapar un par de lágrimas—. Porque eso sería lo mínimo que merezco después de… de…

Mirtha hizo presión con los dedos, intentando consolar a una Betina que, hipando, se rascó los ojos, intentando contener el fluido que parecía haberse decidido a correr libremente por sus mejillas, tras tantas horas contenido.

—Señorita, ¿quiere contarme cómo fue? —Sorprendida, Betina levantó la cabeza—. El beso con el vizconde Calvin.

—Él no… él… todavía no es vizconde. No lo será hasta que su padre fallezca y le legue el título.

Mirtha hizo un gesto con la mano, como si considerara indigno de mención aquel hecho. Sus ojillos brillaron y, como una niña curiosa, apremió a Betina para que se centrara en lo interesante.

—No es eso lo que le he preguntado, señorita. Vamos, ¡no se haga de rogar y cuénteme! Después de todo, ha vivido un momento romántico y escandaloso, ¿no está emocionada por compartir todos los detalles?

—No debería enorgullecerme de ello, Mirtha. No está bien. —La barbilla le tembló, pero esta vez, no hubo lágrimas—. No me he conducido como una dama, yo no he… actuado como corresponde.

—¡Pero él la tomó en sus brazos apasionadamente señorita Hildegar!, ¿qué iba a hacer usted aparte de sucumbir? Además, el vizconde… quiero decir, el señor Calvin, siempre ha sido fruto de sus fantasías y suspiros. ¿Cómo puede llorar, cuando por fin, lo que tanto anhelaba, ha ocurrido?

¿Era eso verdad? ¿Tenía Mirtha razón? ¿Había acaso espacio para la emoción y la felicidad bajo todas esas capas de culpa y desazón? Betina no sabía cómo sentirse. No sabía qué esperar, ni qué ocurriría con ella tras haber mostrado un comportamiento tan escandaloso en público. Desde luego, su reputación estaba arruinada, pues había sido vista en flagrante delito, y por más que sus brazos estuvieran caídos y su postura dictaminara confusión, el cuerpo de Arnold Calvin —glorioso, fuerte, portentoso en aquel traje cosido a medida— la apresaba. Aquellas manos habían sujetado su carne y su boca había acudido en pos de la de ella sin que pudiera remediarlo, sin que hubiera espacio ni tiempo para tomar determinaciones honorables como apartarse o declinar sus atenciones.

Claro que… ¿lo habría hecho de haber podido anticiparse? Mirtha lo había descrito como un momento romántico y escandaloso, pero en medio de la tormenta de pensamientos inconexos de Betina, el romance… no parecía tener cabida. Había leído tantas novelas, oculta bajo las mantas cálidas de su cama, mientras llovía y la luz de las velas iluminaba las páginas, creando sombras titilantes en aquellas palabras tan bien narradas, que pensó que cuando le ocurriera a ella, no tendría el menor atisbo de duda de que estaba viviendo un instante memorable.

No había sido así del todo. De hecho, que pudiera recordar, Arnold Calvin había hablado sin cesar sobre el mármol y lo que, según él, representaba la posición de las estatuas con respecto al estanque y la arboleda de los jardines de los Townsend. Cierto que su voz había sido cálida, dulce como la melaza, pero siempre lo era. Entonces, de repente, el beso se había precipitado, sin previo aviso. ¿Se suponía que así es cómo ocurría en la vida real, fuera de los libros? ¿Esa era la chispa de pasión que cabía esperar de un hombre, algo fruto de un arrebato, causado por el momento y el lugar?

Betina no podía estar segura de qué significaría aquello, y tampoco había nadie a quien pudiera preguntarle. Su madre se había mostrado muy contrita desde que llegaran a Regent Street y sus hermanas mayores se encontraban en distintos lugares de Hampshire, por lo que remitirles sus dudas, aunque fuera por carta, no traería respuesta a sus cuestiones con la brevedad necesaria. Y seguir esperando solo generaba más preguntas sin resolver.

Así las cosas, ¿cómo sentirse emocionada, cuando no podía estar convencida de qué podía implicar aquel movimiento por parte de Arnold? Claro que, por otra parte, él se había arriesgado tanto como ella besándola de aquel modo donde era muy posible que fueran descubiertos. De hecho, para ser un hombre mundano y acostumbrado a levantar miradas y arrancar suspiros allá por donde iba, no se había mostrado receloso ni esquivo.

¿La pasión que ella le despertaba había barrido sus precauciones? ¿Sería posible que él la deseara hasta ese punto?

—¡Señorita, ha enrojecido de repente!, ¿qué está pensando?, ¡vamos, dígamelo!

—Creo que el señor Calvin no pudo contenerse.

Mirtha, que ya estaba al borde de los nervios, emitió un sonoro jadeo y se tapó la boca con las manos. Betina le refirió lo acontecido tratando de ser lo más objetiva posible y añadiendo pocas florituras, pues su mente atribulada tampoco era capaz de aderezar el relato demasiado. Le habló de las miradas, de los momentos junto a la mesa de refrigerios, de aquellos segundos agónicos donde, apoyado en una de las columnas, sosteniendo los vasos de limonada, Calvin parecía aguardar por ella.

—¡Sin duda, señorita! ¡Esperaba el momento para que usted se le acercara!

—No podía estar segura de ello. —Recordó su exceso de modestia. Cuánto le habían preocupado las habladurías justo antes de que Dotie la animara a comprobar por sí misma si las atenciones de Arnold Calvin estaban, de verdad, orientadas en su dirección o no. Después… ¡oh, después!—. Madre dijo que no lo sabría si me quedaba sentada junto a ella y mi padre. Que podría no ganar nada pero tal vez… perder mucho.

—La señora Hildegar actuando de alcahueta. —Mirtha se sonrojó en el acto—. Discúlpeme, señorita, no pretendía ofender a la señora.

—No lo haces. —Betina suspiró—. Yo… puede que me extralimitara batiendo unas alas que mi madre solo quería que desplegara.

—Bobadas, señorita. ¿Para qué iba a tener uno la capacidad de poder volar si luego no va a hacerlo?

La mirada de Betina se perdió en la ventana, cuya negrura imposibilitaba ya ver el nido. Suspiró, preguntándose otra vez si la doncella tendría razón.

—Le acompañé a los jardines, vimos las estatuas y tuvimos una conversación de lo más cortés.

—Hasta que él no pudo resistirlo y la sostuvo entre sus brazos, a la vista de todos.

Betina asintió. Aunque los aspavientos de Mirtha la hicieron sonreír un poco, había algo que no dejaba de inquietarla. No se sentía segura en aquel terreno pantanoso, sin saber qué paso sería el siguiente.

—Todavía me cuesta creer que el señor Calvin no cayera en la cuenta de que estábamos tan expuestos.

—¡Vamos, señorita! A él solo le importaba usted. Probablemente llevaba toda la noche deseando estar a solas, tenerla a su merced. —Mirtha se encogió de hombros.

—¡Pero se supone que es un caballero!

—Y usted una dama. —La doncella, entendida, cogió la bandeja de té frío. La taza tintineó cuando la levantó sin demasiado cuidado. Algunas gotitas se derramaron sobre el plato—. Pero está claro que sus intenciones van más allá de comportarse como un perfecto caballero. No pudo aguantarse, y sabía lo que eso significaría.

—¿Y qué… significa?

Mirtha abrió mucho los ojos, mirando a Betina cómo si esta se hubiera caído de una de las ramas del árbol que durante tantas horas había estado observando.

—¿Qué va a ser, señorita? ¡Matrimonio! El señor Calvin, todo un futuro vizconde, cayó presa de sus pasiones, sí. Pero lo hizo con suficientes ojos atentos delante como para que solo le quede una salida que tomar. —Entonces, sonrió. El té se vació por completo, ensuciando el platito sin remedio—. ¿De qué se cree que llevan discutiendo toda la tarde sus padres? Cabe esperar que el señor Calvin envíe petición para reunirse con el señor Hildegar a la mayor brevedad. Para conducirse como se espera.

—¿Dices que va a pedir mi mano? ¿Qué va a proponer… que me convierta en su esposa?

El mundo perdió su eje bajo los pies de Betina. Fue como si el hilo imaginario que debía mantenerla atada a la Tierra, cediera. Todo le dio vueltas, se llenó de colores y olores. Incluso fue capaz de saborear algo que, hasta la fecha, le había resultado desconocido. Estuvo segura de que se caería de bruces. Ahora sí, nada podría rescatarla del golpe de realidad, o tal vez, de la intensidad que, de pronto, habían tomado sus sueños. Sin embargo, de algún modo, se las arregló para sujetarse a los pliegues del cubrecama y no desfallecer.

Mirtha, por su parte, hizo un gesto con los brazos, como si aquellas preguntas, a su entender, estuvieran de más.

—No puede hacer otra cosa. Su honor ha quedado en entredicho, señorita. Y el de él depende de lo que haga ahora. —Yendo hacia la puerta con la bandeja, Mirtha miró a Betina por encima del hombro, compartiendo con ella una sonrisa muy leve—. Yo de usted dormiría bien esta noche, señorita. Su vida va a cambiar mucho, y tal como están las cosas, el principio de ese cambio, no debe tardar.

***

Esa noche, Arnold estaba de un humor excelente.

Aunque había pasado prácticamente todo el día en su casa, una corta salida hacia la tienda que su sastre personal había abierto en la calle Picadilly le había bastado para comprobar que el rumor ya corría como la pólvora por las calles de Londres. Tal como esperaba, el asunto de su indiscreción con Betina Hildegar no había pasado inadvertido para nadie, y por supuesto, los entrometidos invitados a la mansión de los Townsend se habían dado una prisa más que razonable en hacer bullir la noticia.

Había resultado mejor de lo que Arnold podría haber esperado cuando fraguó aquel plan, durante el incómodo paseo bajo el sol de la tarde en Hyde Park. De hecho, de no haberse cruzado con los Hildegar quizá ni siquiera habría aceptado acudir a la dichosa velada musical, acto que tenía para él un atractivo muy escaso, pero al final, la conjura había salido a pedir de boca. Ahora todo estaba en marcha y el escándalo, como ocurría siempre en la alta sociedad, sería imparable.

Deseoso de compartir el pronto cambio que tendría su suerte, Arnold decidió que había pasado resguardado en su residencia el tiempo suficiente para mostrar una imagen meditabunda que fuera creíble. Con las horas transcurridas y al amparo de la noche, decidió que la hazaña conseguida bien valía un par de copas en el White’s, donde esperaba poder brindar a la salud del título y la fortuna que muy pronto, iba a ostentar.

—Y todo gracias a ti, mi querida y confiada Betina Hildegar. —Sonrió a su reflejo en el espejo, después de colocarse la levita y peinar sus mechones rubios con cera de abeja, fijándolos a los lados de su cabeza como estaba tan a la moda—. Prometo escoger un anillo de compromiso a la altura de las circunstancias, después de todo, tú vas a proveerme de un vizcondado.

Por supuesto, ese debía ser el segundo paso. Al día siguiente, ni demasiado pronto como para despertar recelo, ni tan tarde como para dar lugar a creer que el asunto no le importaba lo suficiente, Arnold Calvin enviaría a su lacayo con una nota manuscrita a la residencia de los Hildegar en Regent Street, donde pediría, con toda formalidad, una audiencia con el patriarca de la familia. Una vez allí, compondría su historia. Algo aderezado con pasión, ansias de sentar la cabeza y crear una familia y la inequívoca conveniencia que tendría para ambas partes sellar lazos, estrechar manos y echar tierra sobre el incómodo asunto de cómo se habían dado las cosas.

Después, una boda lucida, un banquete suntuoso y… ¿no poseía su futura prometida una propiedad en la campiña? Seguramente ardería en deseos de visitar aquellas tierras. Sí. Betina parecía ser el tipo de mujer que, sin duda, se dejaría seducir por una existencia tranquila y anodina, lejos de la pompa, las fiestas y las veladas de la gran ciudad, que durante tanto tiempo habían sido tan poco amables con ella.

—Una vez tenga su ansiado anillo en el dedo y pueda dejar de considerarse una solterona, los dos habremos obtenido lo que queremos.

Por desgracia para la futura novia, pensó Arnold con una leve punzada de culpa que se apresuró a pasar por alto, ella no sabría nunca que había sido parte de una elaborada charada, y que su único valor como esposa, venía de la mano con el ultimátum de Cornelius Calvin.

Una vez en el club de caballeros, el buen ánimo de Arnold pareció subir como la espuma de las caras botellas de champán que los camareros abrían una tras otra para agasajar a clientes e invitados. Al fondo, en su mesa de costumbre, César Wallace departía con unos jóvenes, que parecían lucir el clásico mal de los hijos primogénitos de la aristocracia; unos bolsillos demasiados llenos que no hacían juego con mentes peligrosamente vacías.

Mientras observaba la típica jugada de su amigo, consistente en alguna pequeña estafa disfrazada de buen negocio, Arnold pidió un whisky y coqueteó con la cigarrera que se personó en su mesa, y a la que aceptó tabaco a pesar de que hacía años que no fumaba. Ya casi había vaciado su primera copa cuando César, conteniendo una sonrisa socarrona que hablaba de más, se decidió a acompañarle.

—Acabarás dando fe a las habladurías sobre tus inicios como traficante de alcohol si sigues practicando tus malas mañas aquí, amigo.

La tez oscura del hombre se ensombreció durante los escasos segundos que tardó en tomar asiento. Luego, la luz de las lámparas eléctricas del White’s dio brillo a su rostro, así como a las pulcras prendas que llevaba, de finos tejidos y corte a la moda.

—¿Acaso alguien podría dudar de mi buena imagen, habida cuenta de mi aspecto? —César chascó los dedos. Un empleado se apresuró a atenderle—. El pañuelo que adorna mi cuello es más caro que todas las bebidas que llenan esta sala, Calvin.

Arnold sonrió de medio lado, dejando su vaso vacío sobre la mesa de pulido roble que tenía delante. Pronto, muy pronto, él también tendría toda la seguridad del mundo para ponerse a alardear.

—Mientras tu gaznate siga cubierto por seda y no por la soga del patíbulo, Wallace…

—Dejemos que el futuro nos sorprenda. —Y usaron aquellas palabras a modo de brindis cuando ambos, volvieron a estar servidos—. Hablando de habladurías, he oído algo escandaloso.

—Es cierto. —Arnold sonrió, mostrando sus dos hileras de dientes blancos y alineados—. Resultó que oír destrozar a Chopin bajo una acústica tristemente mejorada, obtuvo sus beneficios.

—De modo que, al final, seguiste adelante con ello. Has hundido la reputación de Betina Hildegar.

Calvin levantó su copa y aunque César hizo lo propio, dejó el vaso sobre la mesa en lugar de cerrar el brindis bebiendo. Cuando su amigo le había contado sus intenciones, nunca creyó del todo que este fuera capaz de llevar a término su plan. Al parecer, había subestimado sus alcances.

Cuando había algo que ambicionaba, nada parecía ser capaz de detener a la locomotora fuera de control en que Arnold se convertía.

—El viejo nunca iba a dar su brazo a torcer. Ha cambiado el testamento, su maldito secretario personal y lameculos privado así me lo dijo. Con gusto, además. —La boca de Arnold, contraída en un gesto desagradable—. Puede morir en cualquier momento sin alterar ni una sola coma, lo que me dejaría en la absoluta miseria, o vivir diez años y regodearse de que cada penique que cae en mi bolsillo es obra de su caridad.

—Y tu solución para tamaño problema ha encontrado solución en Betina Hildegar.

—Fue una suerte que los Townsend me invitaran a la velada musical; y una suerte aun mayor encontrarme a los Hildegar en Hyde Park un día antes. —Con pose elegante, apartó un hilo suelto de la costura de sus pantalones de vestir—. La madre casi perdió los nervios de entusiasmo cuando les ofrecí acompañarme. En cuanto a Betina, lleva años de retraso en lo que a pesar un marido se refiere. Ni en sus mejores sueños se habría visto en semejante brete.

Y le constaba que le habría gustado, después de todo, ¿por qué si no, aquella misiva tan recargada y sentimental para una simple fiesta de cumpleaños? Arnold no era tonto. Se había conducido con cuidado entre las faldas de mujeres mucho más vividas y experimentadas que la pobre Betina Hildegar. Había gozado de atenciones que sabía que eran deseadas por parte del sexo opuesto y jamás había sido parte de escándalo alguno, porque así es como lo había querido. Sin embargo, esta ocasión era diferente.

Esta vez, era vital que tuvieran el suficiente público dispuesto a hacer que la noticia no muriera demasiado pronto. Sus intenciones así lo requerían.

—¿Qué hay del padre?, para ningún hombre de familia es plato de gusto entregar a su hija en según qué circunstancias, amigo. Podrías darte de frente con un muro difícil de escalar.

—Vernon Hildegar podrá bufar, rumiar y cocear todo lo que quiera. —Sonriendo, seguro, Arnold se quedó mirando a César como si ninguna duda posible tuviera cabida en su mente—. Estoy acostumbrado a lidiar con progenitores molestos. Nada de lo que diga me sorprenderá, además… ¿de verdad crees que rechazará la oportunidad de casar a su hija, especialmente dadas las circunstancias? Puede que se ponga digno, pero al final, hará lo que corresponde.

Al igual que lo haría él a la mañana siguiente. Y sí, sabía que tendría que trabajar en las palabras que usara para aplacar el ánimo de Vernon Hildegar, para ganarse el favor definitivo de Dotie, y para terminar de cegar a Betina hasta que todo estuviera hecho; pero era muy capaz de componer una ópera de ser necesario, si eso le aseguraba que no tendría que preocuparse por vivir de forma desahogada durante el resto de su vida.

Se le habría prometido un vizcondado desde el mismo momento de su nacimiento, y ahora que su padre parecía tener los días en la Tierra contados, esperaba disfrutar a manos llenas de todo aquello por lo que tan duramente estaba trabajando.

Una vez poseyera a Betina, y todo lo que ella traería consigo, no volvería a mover un dedo nunca más.

—Si tan seguro estás… —César levantó la copa, sacándolo de sus cavilaciones—. Por tus prontas nupcias, viejo amigo. Y que todo sea para bien.

—Oh, lo será, Wallace. —Imitando el gesto, Calvin alzó su vaso. La sonrisa de quien lo tiene todo bien atado, acudió rauda a sus labios—. Te aseguro que, con esta boda, mis problemas habrán terminado para siempre.

Los que creara a otros con ello… bien, eso no era asunto suyo.

Un marido inconveniente

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