Читать книгу Un marido inconveniente - Romina Naranjo - Страница 7

3

Оглавление

Betina entró al comedor, donde ya impregnaban los deliciosos aromas procedentes de la mesa de desayuno. Tartaletas de frambuesa, tocino ahumado, beicon crujiente, sopa fría de nueces y anacardos, ensalada de ruibarbo y macedonia de frutas silvestres con almíbar y miel estaban dispuestos en fila, ocultos a la vista por los cubreplatos calientes o delicadamente aposentados sobre cuencos impregnados en agua helada para que mantuvieran una temperatura deseable.

Sobre la mesa de centro, una Dotie muy arreglada removía azucarillos en la delicadísima taza de porcelana china en la que había vertido su acostumbrado té, con el que, sin duda, abriría el apetito para dar buena cuenta de la bandeja de deliciosos bizcochitos de pasta de chocolate y nata que tenía delante.

Al sentir los pasos de su hija, levantó la cabeza y le dedicó una sonrisa que Betina se esforzó en corresponder.

—Querida, no pareces descansada. ¿Has dormido mal?

La joven, que se estaba sirviendo un jugo de naranja por el mero hecho de lograr tener las manos entretenidas, negó con firmeza. A pesar de sus intentos, las vueltas en la cama habían sido tediosas e interminables. Al final, a consecuencia de moverse en exceso, había sufrido calambres en las piernas, su camisón se le había enredado en la cintura y el calor había logrado hacer mella bajo las sábanas de hilo y el dosel. En conclusión, Betina había visto amanecer con los ojos muy abiertos, el rictus contrito y un nuevo dolor de cabeza, que había comenzado como una punzada, arañándole las sienes.

No era un buen augurio con el que comenzar la mañana, desde luego.

—Quizá un bizcochito te alegre esa cara tan mustia.

Y para dar énfasis a su consejo maternal, Dotie procedió a morder uno de los delicados postres. La expresión de placer que imprimió su rostro casi hizo sonreír a Betina.

—No creo que el azúcar beneficie a mi jaqueca, madre. —Betina estiró la mano, alcanzando la fuente de peras en su jugo que tenía más cerca—. Creo que optaré por algo más suave como desayuno.

—Si insistes en esas tontas contenciones, la modista tendrá que entrar centímetros a todas tus prendas.

«Ojalá», susurró una voz dentro de Betina, aunque fue rápidamente apartada de sus pensamientos. Había aprendido a lidiar con las limitaciones de su talle, además de con todas las demás. Sus vestidos, enaguas y corsés nunca serían iguales a los de otras damas, delicadas, sutiles y de figura equiparable a la bailarina que daba vueltas sin cesar dentro de su caja de alhajas, pero no podía hacer nada por remediarlo. Sabía Dios que había intentado ser muy contrita en sus caprichos dulces, que había incluido refuerzos extra en sus ropas interiores y redoblado sus paseos por la propiedad, pero salvo cansancio, malestar, pesares y marcas en la carne por culpa de las apreturas de las cintas, no había logrado gran cosa.

Debía aprender a aceptar que una mujer como ella, con un color de cabello común, unos ojos corrientes y un físico que no destacaba, debía sacarse partido de otras formas. Ahora solo restaba ser capaz de dar con ellas, cualesquiera que fueran.

—Tal vez quieras ponerte al día con los últimos cotilleos de la aristocracia inglesa.

Dotie le pasó el ejemplar de esa quincena del London Journal Society, en cuya portada podía verse una fotografía realmente exuberante de Claire Ferris, quien había sido, hasta pocos meses atrás, una de las amigas más íntimas y queridas por Betina. Dejando sus propios complejos, esos que siempre la acompañaban, agazapados en un rincón mohoso de su mente, Betina se limpió los dedos en la servilleta de tela que cubría su regazo y tomó la gaceta.

En un posado sencillo pero muy elegante, la hermana del conde de Holt anunciaba su compromiso formal con el señor Joshua McKan, quien había sido mozo de cuadras en la propiedad que la familia poseía en Kent, y al que ahora, la suerte había sonreído, dotándole de una fortuna nada desdeñable que, si bien seguía sin hacerle merecedor de los afectos de una dama como Claire, le situaba unos cuantos peldaños por encima de lo absolutamente inadecuado.

—¿Crees que el conde haya tenido algo que ver en ese supuesto golpe de gracia? —Dotie alzó las cejas, yendo ya a por el segundo bizcochito—. No parece muy creíble que, de la noche a la mañana, un simple empleado haya pasado a convertirse en casi un noble.

—Ella parece feliz —susurró Betina, incapaz de dejar de mirar los bellos rasgos de Claire, que incluso con las imperfecciones del papel y la calidad ligeramente granulada de la imagen, seguía siendo una dama de hermosura subyugante—. Imagino que su hermano tan solo deseaba darle aquello que quería.

—Bueno… había que casarla, eso es seguro. —Dotie posó la tacita sobre el plato con suma delicadeza a pesar de sus toscos dedos gruesos—. Pero siendo hermana de un conde, ¿de verdad no podían encontrar un pretendiente mejor?

—Probablemente ella no quiso a ningún otro.

Betina perdió el apetito cuando los recuerdos llenaron su estómago mucho antes de que pudiera hacerlo el jugo de las deliciosas peras troceadas. Un año antes, en la última fiesta de cumpleaños que había celebrado, después de poner todo su empeño en resultar llamativa, en que todo fuera perfecto y los asistentes se sintieran complacidos y agasajados, su corazón había dado un vuelco cuando, ya sin esperarlo, el futuro vizconde Arnold Calvin había hecho acto de presencia.

Recordó sentir el rubor extendiéndose por sus mejillas y temió que el rojizo tono de vergüenza estropeara el efecto de los polvos que Mirtha había extendido por su tez con tanto esmero. Al contemplar a aquel hombre, tan caballeresco y atractivo que era capaz de robar el aliento, Betina había notado cómo su corazón se saltaba un latido. Había rubricado aquella invitación a título personal, poniendo en cada letra el cuidado y la atención más absoluta. Él había asistido. Se encontraba allí, ante ella. En su mente, la sacaría a bailar, probablemente como una mera cortesía, habida cuenta de que era la homenajeada y aquella, su noche especial, entonces, bajo las luces brillantes de las lámparas de araña, acariciados por las sutiles notas musicales y rodeados de miradas de anhelo y cierta envidia, él, Arnold Calvin, el vizconde de apariencia principesca, la miraría y encontraría en ella algo digno de no dejar de observar.

Betina sería la única mujer en la pista, en la fiesta, en el hogar entero, y tras compartir un ponche y una charla socialmente aceptada, él besaría su mano, solicitaría un paseo por el parque Sant James acompañados por una chaperona de confianza y, entonces, quizá…

—Hija, estás arrugando la gaceta y me gustaría terminar de leer el artículo sobre la hermana de conde.

—¿Qué? Oh… ¡Oh!, disculpa, madre.

Sus dedos, fríos y tensos como garras, soltaron las hojas, que crujieron al caer sobre el blanquísimo mantel de hilo egipcio que cubría la mesa. Dotie desvió la mirada desde la malograda imagen de Claire, hasta su hija, que se había quedado más pálida de lo que ya luciera al bajar al comedor.

—Presumo que todavía no habéis sido capaces de encontrar un entendimiento, ¿me equivoco?

Con manos trémulas, Betina se obligó a tomar un largo sorbo de su jugo de naranjas. La garganta se le había secado tanto que temía romper en toses en cualquier momento.

—Claire está muy ocupada. No solo debe encargarse de sus futuras nupcias, sino adaptarse a la vida en Kent.

—Los avances evidentes en la existencia de una joven dama nunca fueron impedimento para mantener las amistades. De querer pasar tiempo con ella, no tendrías más que ocupar Hildegar Manor, en Hampshire, como supongo que harás cuando llegue el momento de asistir al matrimonio.

—Yo no… no creo que debas dar nuestra asistencia por tan segura, madre. —Betina hizo un mohín con los labios—. Claire puede no sentirse muy inclinada a tenernos en cuenta en estos momentos.

—¡Tonterías, cielo! Una discusión puntual entre dos amigas de toda la vida no supone el fin de ninguna relación. —La mano de Dotie, ligeramente pegajosa a causa de los bizcochos, se agitó en el aire—. Estoy convencida de que, llegado el momento, recibirás la invitación.

Betina no opinaba lo mismo, pero como tampoco se encontraba del mejor talante para entrar en discusión, decidió dejarlo estar. Con gran esfuerzo, apuró el zumo mientras observaba con desgana cómo su madre hojeaba la gaceta. Tiempo atrás, una imagen parecida a aquella que copaba la portada había sido motivo de drama y disgusto entre las paredes de esa casa, cuando la fotografía de la radiante Claire Ferris, danzando junto a un elegantísimo Arnold Calvin se había llevado todo el protagonismo de un día que, por derecho y esfuerzo propios, debía haber pertenecido solo a Betina.

¡Qué absurdo le parecía ahora todo eso! El escándalo y la pelea, culminados en aquella vergonzosa visita a Claire, donde le había echado en cara cosas que ni siquiera quería recordar, pues hacerlo la ponía en evidencia consigo misma, haciéndola sentir infantil y tonta a partes iguales. ¡Cómo si dar una fiesta ridículamente cara fuera a cambiar la realidad de alguna de las dos! Era un hecho inalterable que la hermana del conde causaba admiración allá por donde iba, y Claire tenía el mismo poder para cambiar todos sus atributos del que poseía la misma Betina. Ninguno en absoluto.

Cegada en su propia fantasía, Betina había sido injusta con Claire, a la que había acusado de obcecarse en llamar la atención y de mantener para sí la atención de Arnold Calvin a pesar de no sentir el menor entusiasmo en su presencia. Los celos habían hablado por ella, tomando el control de su lengua y sus acciones, y después de eso, su amiga había viajado a Hampshire, donde se había estado ocupando de sus propios asuntos mientras Betina lidiaba con el amargor de aquel nuevo rechazo, de quien nadie más que ella era responsable.

No podía poner sobre los hombros de Claire la culpa de ser objeto de miradas de adoración aun sin quererlas, de igual modo que no podía pretender que un hombre como el futuro vizconde hallara en ella algo deseable en contra de sus propios gustos personales. La vida, había aprendido Betina con el crecimiento y la madurez, no era en nada similar a las novelas de romance y caballería que tanto gozaba leyendo en la íntima soledad de su dormitorio. La realidad era mucho más cruel a veces, y con veinticinco años, aquello que no había florecido ya, estaba destinado a terminar tan marchito como sus absurdas fantasías de lámparas de araña, melodías suaves y tiernos paseos por el parque Sant James tomada del brazo de un noble caballero.

Dotie, que por lo visto había sido capaz de seguir el hilo de sus pensamientos, aunque estos hubieran tenido lugar dentro de su cabeza, colocó su mano de elegantes anillos adornados con piedras preciosas sobre la de Betina, que giró el rostro para mirarla.

—Si va a desposarse con otro hombre, eso desanimará a un gran número de solteros. —Su gesto no dejó lugar a la duda en cuanto a qué se refería—. Una dama menos en el mercado supone oportunidades para las que todavía están en él.

—Estoy segura de que las inminentes nupcias de Claire serán motivo de ruptura de más de un corazón.

—Pues entonces, querida, es una suerte que queden jovencitas de la más alta categoría disponibles para sanar esas heridas.

—Oh, madre…

Dotie le dio unos golpecitos sobre la palma.

—Vamos, vamos, pequeña. No hay ninguna razón para perder las esperanzas. Todavía te queda mucho tiempo.

Betina no estaba de acuerdo. No lo estaba en absoluto. Desde que tenía uso de razón todo cuanto había querido había sido encajar en aquella sociedad en la que había vivido, crecido y de la que había estado dispuesta a aprender cualquier detalle, por nimio que este fuera, para no quedarse fuera. Aristocracia, nobleza, grandes fortunas, títulos, riqueza, buenas maneras… conocía cada término, cada aspecto crucial de la etiqueta. Era una mujer que tenía a su disposición una dote impresionante y aun así… aun así, las propuestas habían brillado por su ausencia.

Dejando vagar su memoria tiempo atrás, Betina solo recordaba haber tenido una opción de comprometerse en firme, pero Vernon Hildegar no había tardado demasiado en descubrir que el hombre en cuestión, estaba mucho más interesado en cerrar las manos alrededor de la fortuna familiar que en su hija. Ahora, con más años sobre la espalda y ninguna otra opción al frente, Betina se preguntaba si, aun sabiendo que aquella unión jamás tendría afecto por ninguna de las dos partes, debería haber aceptado con el único motivo de no pasar sus mejores años sola.

Tal vez habría podido tener hijos, su propia casa, una existencia menos… a la expectativa de algo que, al parecer, nunca iba a llegar.

—¿Qué me dices de ese joven tan apuesto? Según parece, el vizconde está a un solo suspiro de dejarnos, por lo que su adquisición del título será inminente.

—¿Te refieres a… Arnold Calvin? —Dotie asintió, por supuesto. Betina lo sabía. No podía estar hablando de otro. Sintió que se ruborizaba—. No creo que esté a mi alcance.

—Su abolengo está un tanto empañado, pero es tan bien parecido y distinguido que tu padre y yo podríamos hacer una excepción.

Enternecida, esta vez fue Betina quien colocó su mano sobre la de Dotie. Su pobre e ingenua madre… creía que era Arnold quien no la merecía a ella, cuando la realidad había demostrado, con pruebas más que evidentes y dolorosas, que era la propia Betina quien no se hallaba en un nivel lo bastante alto para un hombre como el futuro vizconde.

—No creo que el señor Calvin sea una opción que podamos atrevernos a contemplar, madre. —«No después de su evidente interés en Claire y mi desproporcionada reacción», pensó con tristeza.

—Con todo el empeño que pusiste para incluirlo en la lista de invitados… y cuánto te disgustó la forma en que se sucedieron las cosas, creía que, ahora que la señorita Ferris está fuera de la mesa de juego…

—Yo nunca he sido parte de esa partida, madre. —Al ver a Dotie abrir la boca, sin duda para rebatir con la fiereza de la que solo una madre es capaz, Betina se apresuró a continuar—: Y es mejor así. Me dejé embelesar por su apariencia y todo ese cuchicheo que acompaña siempre su presencia en cualquier lugar al que va. Quería que estuviera en mi fiesta de cumpleaños porque, que él asistiera, le daría notoriedad.

Dotie frunció el ceño, intentando decidir si lo que oía era cierto o una estratagema para engañarla.

—Parecías muy interesada en él, querida. De hecho, en los últimos tiempos, no recuerdo oír mencionar el nombre de otro caballero. ¿Estás segura de que no quieres presentar batalla?

—Completamente. —Y como si fuera necesario mostrar un gran gesto que diera certeza a sus palabras, se acabó el plato de pera en su jugo a pesar de que el estómago se le había cerrado—. No podría estar menos inclinada a tratar al señor Calvin de lo que estoy ahora.

—Bueno, pues… encontraremos a otro para ti, entonces. A uno mejor.

Dotie sonrió y Betina, saboreando la hiel de su propia mentira, le devolvió el gesto, mientras por dentro lloraba una resolución que había nacido más del orgullo que de la creencia sincera.

Cuando volvió a su alcoba, dispuesta a pasar leyendo o bordando el resto de la mañana, oculta del ruido y la vida que se abría paso al otro lado de los ventanales, estaba más cansada que cuando se había levantado. Le pesaban los ojos por las lágrimas que se había prohibido derramar, sintiéndose estúpida porque el rechazo de Arnold Calvin siguiera doliéndole después de tanto tiempo. Aquel empecinamiento había estado a punto de costarle a su mejor amiga, si es que no la había perdido ya, porque además de sus otros defectos, a Betina le había faltado el coraje de enfrentar a Claire con la disculpa que tanto merecía.

No era su culpa que el futuro vizconde viera más ventajosa una unión con ella de lo que evidentemente lo sería con Betina. Belleza aparte, Claire era la hermana de un noble del más alto rango, y tener como cuñado a un conde, sin duda facilitaría el ascenso en la escala social del señor Calvin.

Betina no podía competir con eso. Ni con nada, en realidad. Lo único que tenía ella que a Claire le hubiera faltado, era el sincero interés, el anhelo y aquel saltito en el pecho cada vez que contemplaba la poderosa masculinidad y el aplomo aristócrata de Arnold, aunque esto, de nada servía a la luz de la verdad.

—En ningún momento fui yo —susurró para sí misma, observando sus ojos tristes y agotados en el espejo de su aposento—. Es curioso que ese hecho todavía sea capaz de sorprenderme.

Con veinticinco años y sin pretendientes, uno diría que era tiempo de habituarse.

—¡Señorita, perdón! Pensé que tardaría más en desayunar.

Mirtha entró como un huracán, portando una vasija de loza muy delicada que depositó, con sumo cuidado, sobre el tocador. De su brazo colgaban un par de toallas mullidas, con aspecto de estar recién planchadas. El aroma a rosas impregnó las fosas nasales de Betina, que arrugó la nariz y miró a su doncella particular con gesto interrogante.

—Me parece que ya me he aseado por esta mañana, Mirtha. ¿Es mi aspecto tan descuidado que has considerado necesario repetir mis abluciones?

—Su señora madre me mandó decir con Claude que su jaqueca no remite. Y también, que ha pasado una muy mala noche, cosa de la que me di cuenta al peinarla, pero que no quise comentar por decoro.

—Muy noble por tu parte. —Betina tomó asiento, echando una mirada desconfiada a la vasija—. ¿Agua de rosas?

—Helada —confirmó la doncella con una sonrisa—. Despejará su cabeza y mejorará el cutis que ha ajado la falta de sueño. El resto del milagro, lo hará un poco de sol.

Betina comenzó a rehusarse antes incluso de que la muchacha terminara de formular la idea.

—No tengo intención alguna de abandonar esta casa por lo que resta de día.

—¡Señorita, ni siquiera es la hora de comer! ¡Su madre ha orquestado un paseo por el parque!

—Y seguro que ha dicho que será vigorizante y muy saludable.

—Además de recomendable para levantarle el espíritu.

Mirtha procedió a cubrir la frente de Betina con una cinta de felpa ancha, para evitar que se le humedecieran los delicados rizos que ella misma le había colocado alrededor de la cara nada más despertarse. Después, con sumo tiento, situó la vasija ante ella, le extendió una toalla almidonada en el regazo y la ayudó a enjuagarse con el fresco líquido impregnado en pétalos de rosa.

Mientras se dejaba mimar, Betina era vagamente consciente de que estaba cayendo en una trampa, aunque no terminaba de ver el alcance. Cierto que su madre gozaba de dar largos paseos donde pudiera encontrarse con amistades y conocidos con los que, sin duda, compartiría alguno de los cotilleos vespertinos del London Journal Society, pero en aquella ocasión en particular, algo le decía que la idea de sacarla a rastras de casa escondía una doble intención.

Que probablemente, tenía mucho que ver con tantear cómo había quedado el mercado matrimonial tras la confirmación del compromiso de Claire Ferris.

—Como si eso fuera a cambiar algo para mí. Podría ser la última mujer casadera de Inglaterra, que mis posibilidades serían exactamente las mismas.

—¿Decía, señorita?

Betina se mordió el labio y negó con firmeza. Cerró los ojos, y permitió a Mirtha seguir convenciéndola de los inequívocos beneficios de dejar que el aire puro, la luz del sol y las caminatas extensas tendrían para su ánimo.

Sabía Dios que iba a necesitar todo el que fuera capaz de reunir.

Un marido inconveniente

Подняться наверх