Читать книгу Entre dos ríos - Romina Zanellato - Страница 15
ОглавлениеEn la casa de Santo y Aurora había una taza para cada uno de los nietos. Todos los veranos discutíamos por la redistribución de los diseños pero a lo largo de las mañanas volvíamos siempre a las mismas: el que se levantaba primero elegía la suya. La mía era blanca y tenía unos dibujos de frutillas. Había una con un perro salchicha tan largo de cuerpo que daba toda la vuelta al pocillo, otra con varios niños disfrazados de payasos y la de mi prima que era de frambuesas.
No importaba cuán temprano saliéramos de la cama, Aurora y Santo siempre estaban despiertos hacía rato. Me asomaba al patio, aún con el pelo enmarañado, y mi abuelo dejaba lo que estuviera haciendo para desayunar —por segunda vez—conmigo. La abuela nos daba té o café con una cucharada de leche condensada y siempre tenía panes deformes, como galletas infladas. Hacía los dulces con los frutos de sus árboles: damascos, ciruelas o higos, y siempre quedaban masacotes imposibles de esparcir por algún carozo.
Nos despertábamos así, inmóviles a la sombra de la casa y del nogal, alrededor de la mesa de piedra, mientras mi abuela podaba los rosales, iba y venía de una punta a la otra, rezongaba, gritaba, agarraba la coupé Fuego, iba a la despensa, a lo de mi tía, qué se yo. Nunca sabíamos bien qué estaba haciendo porque hacía todo muy rápido. En cambio Santo leía el diario hoja por hoja y, cuando lo terminaba, lo enganchaba entre las tiras de la reposera, descolgaba su camisa de una rama y sin mediar palabras me invitaba a salir de excursión. En realidad solo se levantaba y yo corría hasta alcanzarlo. A los cien metros se daba vuelta y me decía: calzate Alina, y yo tenía que volver corriendo por unas chancletas. Se me había ocurrido ir hasta las islas del Limay descalza.