Читать книгу Entre dos ríos - Romina Zanellato - Страница 9
ОглавлениеLlegamos una hora y media tarde, aunque no había nada de tráfico en la ruta 12. Salgo del micro esquivando el cabezazo contra el techo del colectivo mientras recibo, de golpe, todo el olor a agua de río. Está cerca, lo reconozco, es el sauce que se deshace con la brisa, los peces que atraviesan la corriente.
El río, siempre es el río, se me escapa en voz baja sobre la plataforma de cemento. Una señora me oye, me mira de reojo y no digo nada. Inhalo ese olor, me lo meto más en el cuerpo, más. Vuelve mi esperanza. Todos los ríos son mi amuleto.
Está anocheciendo en Concepción del Uruguay, no queda luz en la superficie, pero persiste una luminosidad débil sobre el cielo despejado. Giro sobre mí misma. Alrededor de la terminal todas las casas son bajas con la pintura descascarada. Una nube de bichos gira y se electrocuta contra un farol de tungsteno hospitalario, debajo hay dos chicas trans tomando mate como si fuera una plaza. Me rodean unas personas quietas que están a la espera de que baje alguien o llegue algo del micro. La chica que lloraba en el asiento 23 desapareció en un instante. La vi buscar su bolso de la baulera y al parpadear ya no estaba más. No pude ver con quién se fue ni hacia dónde.
El hotel donde me voy a quedar está derecho por General Galarza. Voy despacio para asimilar todo, atenta por si siento algo parecido a una corazonada o tengo algún recuerdo falso. Voy tan lento que algunos vecinos me miran con ojos indagadores. Cruzo delante de un hombre y una mujer que charlan sentados en la vereda. Si fuera vieja también abriría todas las ventanas para que salga la humedad, me arremangaría la falda en la reposera verde, tomaría mate mientras pasa una chica con pinta de paisana de ciudad y le preguntaría al Negro quién será, qué busca y qué vino a hacer a este pueblo esa extraña. Qué quiere.
Avanzo. Dos casas más allá hay otra pareja de viejos con todo abierto de par en par. Espío todo lo que puedo mientras desacelero el paso. Veo un televisor prendido, una mesada con algo tejido al crochet, algunos portarretratos, el techo altísimo. Me miran con la misma mirada de los otros señores. No me conocen, no me saludan, quieren saber quién soy, qué busco, adónde voy. Nadie dice nada, yo menos.
Mis abuelos, cuando se sentaban en la vereda, también se preguntaban quién era la persona que pasaba, como si el mero hecho de circular frente a su casa produjera un nexo entre ellos, una información compartida que cada cual lleva y trae. De qué familia proviene, cómo estará su mamá, se habrá enfermado, se lo ve muy bien para ser hijo de tal. Recuerdo y sonrío, trato de comunicarles a estos viejos quién soy, que no sé qué vengo a buscar pero que acá estarían ellos, capaz yo podría haber estado en estas calles toda la vida, que ellos me conocerían a mí y a todos en mi familia.
A las dos cuadras encuentro una verdulería que parece vender solo naranjas y una despensa con cervezas Santa Fe. Me compro una y también unos maníes salados que empiezo a comer durante la caminata. Los entrerrianos miran a los ojos y circulan. No hay más ruido que el de las bicicletas en el asfalto o la cumbia de los autos que pasan. Me quedan cinco cuadras hasta el hotel. Anoto todo con la mirada. Sigo el olor a río.