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Capítulo 5

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Jud miró al capitán salir de la sala de descanso y chasqueó la lengua con disgusto. Debería haber aprovechado para tener un par de palabras con él. Tenía algo importante que decirle. Soltó aire y acabó de llenarse la taza de café.

El capitán no estaba nada bien, por mucho que fingiera todo lo contrario. Jud empezaba a tenerlo calado. Pero tampoco iba a meterse en sus asuntos. Por experiencia era mejor dejar en paz a los hombres con problemas. Luego una siempre salía recibiendo alguna que otra patada sin haberla pedido y todo por querer ayudar. Pero, aunque no le hablara de su falta de concentración y esos ojos tristes… tenía algo que decirle. Solo le hacía falta encontrar la manera.

«¡Es fácil!», se dijo Jud apretando el puño con fuerza y sacudiéndolo para darse ánimos. Solo tenía que entrar en el despacho del capitán con cualquier excusa y después esperar a que él le prestara atención.

Después debía decírselo sin tapujos: «Voy a montar una fiesta. Estás invitado».

Jud asintió con la cabeza cerrando los ojos.

Era súper fácil.

No…, no lo era. Se deshinchó como un globo. Pero después de dejar que la cafeína actuara en su cuerpo dos minutos más, se sintió más esperanzada.

Salió de la sala y sobre su mesa dejó la taza de café y cogió unos informes que Max le había solicitado esa misma mañana.

Era pan comido.

Esperaría antes de salir y diría: «Por cierto… Hago una fiesta de inauguración de mi nueva casa…».

Baah. ¡Patética, Jud!

Soltó aire y perdió la poca esperanza de que aquello saliera bien.

La puerta del despacho estaba abierta, la golpeó con los nudillos, pero no vio a Max sentado tras su escritorio como ella había predicho. Después de encogerse de hombros pasó al interior y dejó los informes sobre la mesa del capitán con un sonoro golpe. Sorprendida, vio cómo se elevaban algunos documentos y fotografías. Habían salido despedidos a causa del golpe de aire. Se esparcieron sobre la mesa y el suelo ante la mirada atenta de Jud, que vio cómo aquellas fotografías clamaban por su atención.

—Maldita sea.

Se lanzó a por ellos y los recogió del suelo, no sin antes echarles un vistazo. Fotografías de asesinatos. Parpadeó cuando sus pupilas se clavaron en ellas. Las macabras imágenes atraparon su mirada, no podía disimular su interés.

Como si el tiempo se detuviera observó con detenimiento cada detalle. ¿Ese era un caso nuevo? Observó el membrete de la policía de Dallas y entrecerró los ojos intentando atar cabos y averiguar qué hacía aquello ahí, sobre la mesa del capitán.

Max era de Dallas, no era muy difícil sumar dos más dos.

Se incorporó lentamente, después de haber recogido todas y cada una de ellas. Todavía con los ojos fijos en las fotos se acercó a la mesa, obligándose a dejarlas colocadas dentro del informe.

—¡O’Callaghan!

Jud dio un respingo al escuchar la voz del capitán al entrar en su despacho.

—¡Me cago en la puta! —Casi se le para el corazón—. Quiero decir… Esto…

—¿Me traes los informes que te pedí?

—Sí —fue lo único que pudo decirle mientras en su mano aún sostenía algunas de las imágenes.

Era inútil fingir que no estaba fisgando.

Max se la quedó mirando. En sus manos podía ver claramente los informes del último crimen del descuartizador de Dallas.

—Creo que eso no es tuyo.

Max cerró la puerta con un golpe seco y ella no se inmutó por haber sido pillada en falta. Simplemente amontonó las fotografías y los folios del informe.

En silencio actuó como si no hubiera estado mirando donde no debía.

—Le traía los informes que me pidió esta mañana y…

—¿Sí?

—Y hay otra cosa.

Max la miró con curiosidad.

—Eso ya lo veo. —Max pensaba que le pediría una disculpa por haber estado fisgoneando, pero claro, Jud era Jud, y al parecer él nunca la entendería.

—Nada relacionado con el trabajo —dijo ella quitándole importancia.

Él alzó una ceja y se la quedó mirando.

Pasaron varios segundos y los ojos verdes de Jud lo miraban fijamente mientras buscaba el valor de decirle algo.

—Me tiene en ascuas, O’Callaghan.

Se dirigió a su escritorio y, antes de sentarse en su silla, le arrebató las fotografías de las manos y las dejó sobre la mesa. Jud hizo un movimiento inconsciente, como si se cuadrara ante su superior, pero distaba mucho de haber perdido el interés en lo que acababa de descubrir.

—Si no es sobre trabajo, ¿qué tenemos que hablar usted y yo?

«¡Vale! Tipo borde. Dios… Podría hablarle de tantas cosas», pensó Jud. Pero se mordió la lengua. Ese hombre era su jefe y, aunque no lo fuera, le caía mal. Muy mal, se recordó.

Carraspeó y vio cómo él hacia un gesto imperceptible con las manos, señal de impaciencia.

—¿Y bien?

La sonrisa radiante que Max dispensaba a sus compañeros en la cubierta del barco desde luego jamás iba dirigida a ella. Jud no podía decir si se debía a que era porque estaban en horas de trabajo o porque a ella jamás le había sonreído con camaradería. Se dijo que era lo segundo. Si bien la trataba con formalidad, no era como los demás. Y si Jud se había dado cuenta, los demás miembros de la comisaría también.

Cerró los ojos por un momento. Eso podría dar lugar a habladurías, y Dios la librara de semejante suplicio. Tenía que ser objetiva. Volver a ser una persona amable y cordial, como con los demás agentes, claro está, sin pasarse.

Que el jefe le cogiera demasiada confianza tampoco sería nada bueno.

Al ver que Jud vacilaba, Max la apremió con la mirada.

—Siéntese —dijo finalmente mirándola con fijeza, como si no se fiara de ella—, está claro que va para largo.

«Bien», se dijo Jud. «Por su tono de superioridad sigue siendo el mismo».

—No, No es necesario. Es solo una tontería. —«¡Allá voy!»—. He invitado a los compañeros al estreno de mi nuevo apartamento.

«Bien, Jud. Ni que fuera la premier de una peli con alfombra roja».

—¿Se ha mudado? —preguntó algo sorprendido.

Ella asintió.

«Claro, cuando la gente se muda o compra una casa hace una fiesta», pensó Max. Eso era exactamente lo que él debería haber hecho después de firmar los papeles de compra de su nueva casa. Pero ni se le había pasado por la cabeza hacer una inauguración oficial. Alguna cena con los chicos sí, pero no invitar a gente de la oficina que, sin duda, no le caía demasiado bien. Y eso era exactamente lo que estaba pasando en el caso de Jud: le estaba invitando cuando Max sabía que no era santo de su devoción.

—Es esta noche, sobre las nueve, después del trabajo —dijo ella escuetamente—. Puede venir.

Jud casi pone los ojos en blanco por sus palabras.

«¿Puede venir? Vaya, Judith, qué apetecible. Seguro que lo has convencido».

—Lo que quiero decir… —Carraspeó—. Es que todos estarán allí: Ryan, Trevor…, los demás chicos de la comisaría.

—Ajá.

—Venga. Sobre las nueve. —«Sí, Jud. Ahora, después de esta orden, seguro que espera la noche con impaciencia. Qué educación, Judith, mamá estaría orgullosa».

—Ssss… sí, gracias —vaciló Max—. Le diré a los chicos para ir juntos y me pasaré.

—Bien.

Jud asentía como un autómata. Estaba orgullosa de lo bien que lo había hecho. Así los chicos no podrían recriminarle nada, ni echarle en cara que el capitán no había asistido porque ella no era lo suficientemente amable con él.

Le sonrió forzada mientras su mente no paraba de imaginarse a Max Castillo paseando por su salón recién decorado por el exquisito gusto de Claire y Gaby. Verlo en su cocina, tomando una cerveza en su sofá… No sabía si podía soportar ver al capitán en un ambiente relajado y cotidiano.

Fuera de la oficina, Max era algo diferente, menos rígido…, más atrayente. Y atracción era la palabra. Porque puede que no le cayera del todo bien, pero nada podría hacerle dudar que sentía cosas por ese hombre cuando lo veía vestido de sport, camiseta blanca o vaqueros. «¡Por favor! ¡Vaqueros ajustados!», gritaba su mente: «¡Ponte vaqueros, por Dios! ¡Ponte vaqueros!».

—Venga informal.

«Chica lista», se dijo. «Informal, vaqueros… Seguro que lo ha pillado».

Al ver que él parpadeaba, Jud se dispuso a salir de allí, pero cometió el error de deslizar su mirada por encima de la mesa del capitán.

Se paró a medio paso y observó inconscientemente las fotografías.

Al darse cuenta, Max puso una mano sobre ellas y las acercó hacia sí, después las puso dentro de la carpeta correspondiente. Pero era demasiado tarde, ya sabía que Jud las había visto y por eso ahora fruncía el ceño.

Él meneó la cabeza y sonrió sin humor.

Casi podía ver el cerebro de Jud funcionar a toda máquina, como un perfecto engranaje atando cabos y rememorando detalles de lo visto. Estaba seguro de que se había fijado en algunos detalles del informe abierto sobre la mesa y visto las fotografías de al menos dos cadáveres de chicas mutiladas. Había que ser idiota para no darse cuenta de qué asesinatos se trataban.

Iba a decirle si quería echarle un vistazo, pero, sin mirarle, Jud habló primero:

—No es nuestra jurisdicción —murmuró sin pensar que quizás Max ya lo sabía y no quería escuchar eso.

—¿El descuartizador de Dallas? —preguntó dejando claro a qué se referían esos informes—. No, ya sé que no lo es.

—Usted es de allí, ¿no? —Él la miró interrogante.

—Creo que ya sabes la respuesta, por algo me llamas «cowboy» a mis espaldas.

Jud apretó los labios con fuerza.

También le llamaba «culoprieto», pero eso no se lo diría.

Tomó aire y cerró los ojos por un instante. No sabía que Max se había dado cuenta de ese pequeño apodo, pero no por eso iba a cambiar de tema, cuando estaba claro que para él era algo importante. Quizás el motivo de que estuviera tan apagado últimamente.

—¿Se ha llevado trabajo de su antigua oficina? —preguntó. Quiso que se acabara ese silencio incómodo, pero también le interesaba la respuesta.

Jud pensó que él no iba a responderle, pero se equivocaba.

La última noche, como en tantas otras ocasiones, Max no había podido pegar ojo. Volvía a estar totalmente metido en ese caso, desde que el capitán Gottier lo llamara para informarle de un nuevo asesinato.

Max se inclinó sobre la mesa y miró a Jud abriendo de nuevo el expediente y empezando a hablar.

—Hace algo así, como cinco meses, hubo un asesinato con el mismo patrón en Seattle.

Jud asintió con los ojos bien abiertos. Se inclinó sobre el escritorio para poder ver mejor el informe y las fotografías.

—¿No creerá…? —Tocó la carpeta con la punta de los dedos y miró a Max pidiéndole permiso para observar el contenido con detenimiento.

Max se pasó los dedos por sus labios resecos.

—No lo sé. No tenemos nada claro, ¿no es así? —lo dijo con un airé frustrado.

Jud sabía que el asesinato lo llevaba uno de los inspectores y sus hombres. No había pedido ayuda a Trevor o de lo contrario ella se habría enterado.

—¿Puedo?

Asintió para que ella cogiera los informes y pudiera ver, ahora con su permiso, las fotos.

—Si es el mismo tipo, el FBI habría intervenido, ¿no?

—Bueno, no hemos confirmado nada, probablemente se trate de un imitador. Un loco suelto. Incluso puede que sea simple coincidencia.

—Las coincidencias no existen —sentenció Jud mientras pasaba las fotos con un brillo en la mirada que a él le recordaron sus orígenes—. ¿Todas las fotografías son de Dallas?

Él asintió.

—Son del último asesinato.

Jud entendió que el último asesinato había ocurrido hace años. Max la miraba con detenimiento, esa mujer era un prodigio. Podía ver sus ojos deslizarse sobre las imágenes, observando cada detalle, atando cabos… Dudó por un instante, hasta que finalmente se inclinó. De su cajón derecho sacó otra carpeta. La dejó sobre la mesa y Jud lo miró algo sorprendida.

Vio al capitán levantarse y cerrar las cortinillas, para que nadie de la comisaría los viera desde fuera.

—Las pruebas que estás mirando son de Dallas. —Abrió la carpeta que acababa de sacar y señaló las fotografías que estaban en su interior—. Y estás son de Seattle.

Jud contuvo la respiración.

—¿Son los asesinatos del último invierno? —Asintió al ver que efectivamente eran los informes que ya había mirado antes.

Ahora podía comprarlas, ver si era el mismo tipo o un imitador. Frunció el ceño y meneó la cabeza.

—No.

—¿No, qué? —preguntó Max al verla tan segura.

Jud no apartó en ningún momento los ojos de las fotografías.

—No es el mismo tipo.

Cogió una de las fotografías que Max tenía esparcidas sobre la mesa. La miró con detenimiento y después pasó a otra y a otra.

Max supo que lo hacía con ojo experto.

Después de pasar varios minutos comparando expedientes, ella dijo:

—No es el mismo —repitió, y esta vez había la misma duda que la primera vez que lo había dicho: ninguna.

—¿Por qué lo crees?

Él también pensaba que era un imitador, pero necesitaba otra opinión. Alguien imparcial que no estuviera tan involucrado emocionalmente en el caso.

—Está claro que tu hombre de Dallas era mucho más pulcro y cuidadoso, jamás habría hecho semejante chapuza —dijo Jud enseñándole una fotografía del asesino de Seattle—. ¿Ves los cortes de los cuerpos de Seattle? Son descuidados, hechos con saña y sin miramientos. Me decanto por una sierra eléctica de tamaño pequeño. ¿Ves?

Señaló los bordes del corte en el torso y el del brazo que separado estaba en una posición que recordaba a una marioneta, cuyas piezas estaban unidas por hilos. En la fotografía se veía el cuerpo seccionado de la chica, el corte que separaba el torso de los brazos era irregular. Pasó el dedo por la sección que dejaba ver el hueso del brazo al descubierto. La carne estaba hecha trizas.

—Se ve que intentó hacer diversos cortes desde distintos ángulos. El de Dallas, en cambio… —Cogió otra foto del descuartizador—. Cortes limpios, perfectos, un solo tajo. Es más, creo que si sigo leyendo averiguaré que fueron post mortem. ¿Con un bisturí en la parte superficial? ¿Las chicas murieron por asfixia, no?

Max apenas podía respirar.

—Las de Seattle… —Las miró de nuevo y Max pudo verla apretar los dientes mientras guardaba silencio.

Sin duda, si la agente O’Callaghan hubiera tenido a ese bastardo delante le hubiera descuartizado con sus propias manos.

Finalmente asintió.

—Opino igual, O’Callaghan.

—Además el cadáver está sucio —siguió diciendo Jud—, y se encontró semienterrado. No era el modus operandi del descuartizador de Dallas, los cuerpos quedaron a la vista, limpios, en ocasiones peinados e incluso maquillados. Y colocados de tal manera que parecía que la víctima no había sido hecha trozos. Sin duda el hijo de puta creía que estaba haciendo una obra de arte macabra.

Max asintió pasando por alto las palabrotas.

Se levantó de la silla y se puso a su lado para que ella pudiera enseñarle los detalles que él ya había visto, pero con la nueva perspectiva de O’Callaghan quizás pudiera averiguar algo más.

Jud fue hablando, y Max asentía ante las conjeturas que ella sacaba mientras le señalaba los detalles.

Situado muy cerca de ella miraba sobre su hombro.

—Es un puto enfermo —acabó Jud—. Sin duda le gusta montar y desmontar cosas. Un obseso compulsivo, quizás. No sé, esa mierda se la dejo a los loqueros.

Max rio quedamente.

—Muchas gracias, agente O’Calla…

Ella lo encaró demasiado rápido sin darse cuenta de que lo tenía muy cerca. Antes de poder apartarse aspiró su aroma sin querer. Olía a… Max.

Sonrió sin pretenderlo. «Joder, el puto vaquero de Texas huele de maravilla».

Max carraspeó dando un paso atrás y ella tomó aire demasiado deprisa.

—Estoy segura de que es un imitador —le informó. Ella ya había sacado sus propias conclusiones.

Intentó apartarse un paso para que la cercanía no la perturbara tanto.

—Hasta puede que siga un mismo patrón. Que ataquen a camareras de áreas de servicio, bares o moteles, pero queda claro que no es el mismo. Pero bueno, no te culpo por no descartarlo.

Max quería decirle que le hubiese encantado hacerlo, pero desde las altas esferas no le dejaban hacerlo. Aunque estaba a punto de pisar cabezas y tomar las riendas por completo de la investigación.

Jud parpadeó al darse cuenta de algo.

—¿Viniste aquí pensando que era el mismo hombre?

Él hizo un movimiento brusco con la cabeza, iba a negarlo, pero ¿por qué hacerlo? ¿Acaso no había sido en parte por eso? No solo era por su inminente divorcio, sino porque quería atrapar a ese hijo de puta, aquel que hacía varios años había destrozado a su familia y se había ido de rositas.

—Quizás en parte. Quiero atrapar a ese asesino. Me obsesiona la idea y no pienso dejarlo.

—¿Y qué hará? —Jud frunció el ceño como si estuviera evaluando esa nueva faceta del capitán, ese punto obsesivo—. Si no es el mismo, puede que atrape al imitador de Seattle, pero en Dallas… ya no es competencia suya. ¿Y cuántos años hace que no mata…?

Max la miró intensamente.

—No jodas. —Miró los informes—. ¿De cuándo son estas fotografías? ¿Ha vuelto a matar? —preguntó Jud interpretando correctamente el silencio del jefe.

—Hace cuatro días el capitán Gottier se puso en contacto conmigo. Encontraron el cadáver y quiso saber mi opinión al respecto.

Jud asintió y pensó que evidentemente Gottier sabía que quién mejor que uno de sus antiguos inspectores, que le había ayudado en los antiguos casos de ese psicópata.

—¿Por eso ha estado aquí hoy?

Max asintió.

—Aparte, mis antiguos amigos se han puesto en contacto conmigo y me están pasando los detalles de manera extraoficial…

Siempre había pensado que, si Max se había hecho con el cargo que ocupaba, era en parte por lo bien que le caía al antiguo capitán Gottier, y si el viejo había acudido con un nuevo informe desde Dallas, quería decir que confiaba ciegamente en sus capacidades para que lo ayudara.

—Entiendo —dijo ella, pero Max sabía que no podía llegar a entender cuánto significaba todo aquello para él—. ¿Va a seguir de cerca la evolución del caso de Dallas?

Él no respondió y Jud se sorprendió esperando una respuesta y mirándolo fijamente.

—Por eso estaba aquí el capitán Gottier, para que trabajaran juntos, ¿no? —le apremió.

Max guardó silencio dudando si contarle todo.

—Voy a disfrutar de unas vacaciones.

Jud ladeó la cabeza como si acabara de comprender lo que aquello significaba.

—¿Te largas a investigar los asesinatos por tu cuenta?

Max la miró con intensidad, viendo que a causa de la sorpresa había pasado a tutearle.

—No exactamente.

Ella esperó a que continuara hablando. No iba a darse por vencida.

—En parte, sí —cedió él—, pero mi hermana se casa y tengo que hacer acto de presencia.

—Que me da que se hubiera saltado esa boda si no fuera por otros incentivos.

Él se la quedó mirando y una sonrisa inesperada se dibujó en su rostro.

—No, hubiera ido porque aprecio mi virilidad, y sin duda mis hermanas me hubieran castrado de no aceptar la invitación.

—Ya veo —rio ella—, la persuasión femenina.

Unos golpes en la puerta los sobresaltaron, estaban demasiado cerca y se apresuraron a retroceder un paso para no dar una mala impresión a quien fuera que llamara.

—Adelante. —El capitán se colocó tras su escritorio.

—Perdone, capitán —dijo Ryan—. Oh, Jud.

Su compañera asintió a modo de saludo y él dibujó una exasperante sonrisa en su boca.

—Si me disculpan.

Jud salió del despacho, pero no sin antes dedicar una mirada significativa a su jefe que decía claramente: «Esta conversación no se termina aquí».

Tormenta de fuego

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