Читать книгу Tormenta de fuego - Rowyn Oliver - Страница 5

Prólogo

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—¡Ha desobedecido una orden directa, O’Callaghan! —gritó Max sin importarle quién estuviera a su alrededor escuchándole.

Esa mujer iba a acabar con su paciencia.

El capitán Max Castillo se acercó a la agente O’Callaghan con grandes zancadas. Mientras, Jud permanecía apoyada en el coche patrulla que obstruía la entrada del callejón. A su alrededor, el caos que se había desatado minutos antes había desaparecido como por arte de magia, no así el mal humor del capitán.

Al llegar frente a ella, Jud pudo observar el cuerpo musculoso del capitán Castillo, tenso por la ira. Ira que sin duda ella había despertado.

Max se paró a escasa distancia y sus miradas parecieron batirse en duelo.

Jud O’Callaghan no estaba dispuesta a perder, por lo que le sostuvo la mirada.

Aún no se había recuperado del todo de la carrera que había protagonizado momentos antes persiguiendo al atracador. Su pecho subía y bajaba de forma más pronunciada de lo habitual. La cercanía del capitán no ayudaba a que se calmara.

Había sido una tarde de mierda. Con la mano en el costado, intentó olvidar el dolor que le causó estampar al atracador contra la pared del callejón y que ese se hubiese resistido a la detención con una patada directa al hígado.

Suspiró dispuesta a ignorar la bronca que su capitán estaba a punto de propinarle. Cuando un minuto después ninguno de los dos había hablado, Max seguía frente a ella, tal vez demasiado cerca.

—¿Me ha oído?

¡Cómo no hacerlo!

Jud intentó no resoplar.

Estaba convencida de que, desde que Max Castillo había tomado las riendas de su comisaria, sustituyendo al capitán Gottier, había perdido oído a base de gritos.

No era un secreto para nadie que no se caían bien y no obstante ella era una buena policía, le escuchaba y obedecía porque era su deber. Llevaba haciéndolo desde que llegara a la comisaría con su aire de cowboy, sus rudos modales y ese tufo a superioridad que no gustaba a nadie. Bueno, quizás a algunos les diera igual que Max Castillo, el nuevo capitán tejano, hubiese tomado el relevo al viejo capitán Gottier, en lugar de Trevor Donovan, el compañero de Jud, y quien a sus ojos se merecía ese ascenso más que nadie.

—Le he oído perfectamente —dijo sin descruzar los brazos, pero sin querer seguir pareciendo beligerante.

—¿En serio?

En un movimiento rápido, Max cogió el brazo de Jud, por lo que ella no pudo menos que demostrar su sorpresa agrandando los ojos al sentir su mano cerrándose en torno a su bíceps.

Cuando Max se dio cuenta de que la estaba tocando la soltó de inmediato, pero con una orden seca la hizo seguirle.

—Ven aquí, ahora.

Adentrándose en el callejón, lejos de las miradas de los demás, rodearon el coche y se quedaron en la parte trasera, lejos de miradas indiscretas.

Un tipo sensato se hubiese quedado bien a la vista para que Jud no pudiera acusarlo de intimidación, o cualquier otro delito, pero Max, a pesar de que esa valquiria le sacaba de quicio, no estaba dispuesto a que sus impertinencias y expresiones airadas les hicieran blanco de burlas en el departamento de policía de Seattle. Tenía un par de cosas que decirle y lo haría en privado.

—¿Está segura de que me ha oído? —Esta vez bajó el tono de voz. Sus palabras apenas se escucharon como un susurro que escupía con los dientes apretados.

—Eso he hecho.

—¿En serio?

Jud resopló, el capitán a veces parecía corto de entendederas.

—¿Cuándo me ha oído? —le gritó esta vez perdiendo la paciencia ante su actitud que era de todo menos sumisa—. ¿Cuando le grité que no persiguiera al sospechoso armado con una semiautomática? Porque yo vi perfectamente cómo desobedecía una orden directa.

Eso ya se lo había dicho antes, ¿debía recordárselo?

Jud alzó una ceja y respiró hondo.

Su trasero enfundado en unos vaqueros estrechos tocó la pared de ladrillos del callejón. Cruzó los brazos y la americana entallada que llevaba se tensó en su espalda.

Jud se negó a dejar de mirar a Castillo y, no obstante, estaba decidida a tragar y a no protestar en contra de las desacertadas decisiones de Max…, pero era muy difícil.

En honor a la verdad, había estado de acuerdo con la orden hasta que Trevor se vio obligado a perseguir al sospechoso por el callejón. Y como bien había dicho el capitán, iba cargado con una semiautomática, ¿cómo creía ese imbécil que iba a dejar a Trevor solo?

—Mi compañero estaba en peligro.

—Su compañero estaba bien cubierto.

¡Ni de coña!

—¿En serio?

Ante el tono impertinente de Jud, Max resopló. Iba a suspenderla como siguiera con esa actitud tan irrespetuosa.

—Sí, bien cubierto —sentenció—. En la otra calle había un dispositivo policial esperando. Siete agentes armados. Trevor lo sabía y solo tenía que azuzarle a que corriera hacia allí. Y eso hizo, pero usted se tuvo que meter en medio.

Tomó una bocanada de aire, pero siguió en silencio. Si Jud iba a decir alguna palabra murió en su boca antes de salir.

A pesar de que Max vio su mirada escéptica, supo que estaba cediendo, quién sabe si hasta darle la razón.

Ella por su parte se tragaría la lengua antes de utilizarla para alabarle. ¡Maldito fuera! Si esa era la estrategia que Max tenía en mente, el capitán debería habérsela comunicado y no dejarla al margen.

—No tenía noticias de semejante dispositivo —le espetó enfurruñada.

Ella y Ryan, su inseparable compañero, siempre habían sido los refuerzos de Trevor, deberían haberles comunicado esa opción.

—No tenía por qué hacerlo —la cortó apoyando un brazo contra la pared de ladrillo y acercándose todavía más a su rostro—. De hecho, solo tenía que obedecer una orden directa de su superior. Esa que le di expresamente esperando que no interviniera.

—Dijo que me ocupara de los rehenes que salían por la puerta trasera, pero de eso podía ocuparse Ryan…

—¡Usted! —gritó furioso de nuevo—. Usted es quien debería haberse ocupado, no salir corriendo tras de un delincuente armado.

—Trevor…

—Tenía apoyos suficientes, tal y como yo planeé. Su cometido era vigilar que los rehenes salieran de la tienda y cubrirlos. ¡Pero no! ¿Qué día hará algo de lo que se le dice?

—Quizás si confiara más en sus agentes…

¡Eso ya era el colmo!

Apretó los puños ante el pálido rostro de Jud.

—¡Informo a mis agentes de lo que creo conveniente! ¡Yo soy el capitán! —gritó exasperado.

—No crea que puedo olvidarlo —dijo sin apartar la mirada, pero en apenas un susurro.

Max pareció darse por vencido. Entrecerró los ojos y se inclinó todavía más sobre ella.

—Siento que le fastidie que alguien mucho más permisivo con usted no sea el capitán, pero en mi comisaría mando yo —dijo en un tono bajo y amenazante—, recuérdelo, O’Callaghan, antes de que me haga perder la paciencia. Está a esto —juntó el dedo índice y el pulgar sin apenas dejar espacio entre ellos— de que la aparte de las calles.

Jud se mordió el labio inferior, si decía todo lo que pensaba acerca de que él fuera el capitán, estaba convencida de que la suspenderían de empleo y sueldo, y no quería arriesgarse a que le retiraran la placa.

—Vi a mi compañero correr tras el sospechoso, necesitaba refuerzos…

—¡Clark era sus refuerzos!

Jud puso los ojos en blanco y resopló. Esa afirmación aún le sentó peor. ¿Quién demonios era Clark? Otro maldito tejano.

¿Desde cuándo la migración del tórrido Dallas al húmedo Seattle se había acentuado tanto que tenía que lidiar con cowboys todos los días? Jud no daba crédito.

Clark acababa de llegar de Dallas, sin duda debió de conocer a Max allí, pues desde su llegada parecía deshacerse en halagos hacia él.

No es que el nuevo le cayera mal, pensó Jud. Era reservado, pero su número de arrestos era alto y, aunque algunos creían que su energía a la hora de llevarlos a cabo se podía considerar fuerza policial desmedida, lo cierto era que su índice de casos resueltos iba en aumento.

Los chicos parecían admirarle.

Clark era un tipo alto y fibroso, de pelo corto y una minúscula cicatriz en la mejilla que no afeaba su aspecto. Y, no obstante, Jud no confiaba en él. Y su instinto rara vez le fallaba.

Como si un cowboy no fuera suficiente, ahora tenía dos pululando por la comisaría. Su lugar de trabajo ya no era su santuario. Ahora era un jodido edificio ruidoso con gente insoportable. Eso excluía a Trevor y Ryan, sus compañeros y amigos a los que sin duda confiaría su vida.

—Siempre he estado con Trevor y Ryan…

—¡Hoy no! —le cortó Max antes de que terminara la frase.

Estaba claro que Jud O’Callaghan quería que las cosas siguieran como siempre, pero no iba a ser así. Ahora mandaba él y el capitán no perdía oportunidad para dejárselo claro.

—Aprenda a trabajar en equipo.

Eso sí que no iba a consentirlo.

—¡Yo trabajo perfectamente en equipo!

—No —le dijo estirando de nuevo el dedo índice delante de su cara. Jud quería rebatirle esa afirmación, pero, sin saber por qué, ese dedo acusador la acalló en seco—. Trabaja bien con los de siempre. Si la sacan de su zona de confort es una agente de mierda, que no hace más que poner en peligro a sus compañeros y a sí misma al desobedecer una orden de su capitán.

—¡Joder! —Jud pateó el suelo.

¿En serio tenía que aguantarle esas gilipolleces?

—Agente O’Callaghan… —la reprendió.

Max apretó los dientes con tanta fuerza que estaba seguro de que se le saltaría un diente.

¿Había conocido alguna vez a una mujer más malhablada y terca que la que tenía delante? Quizás su hermana pequeña, pero Sue no era su subordinada, ni lo desafiaba delante de todos. Suficiente trabajo le estaba costando encajar en esa maldita ciudad de mierda donde no hacía más que llover. Max por poco pierde la paciencia al pensar en ello, pues en ese mismo instante un trueno se escuchó sobre sus cabezas. La tarde ya había caído y las sombras largas de los edificios empezaban a dar a ese lugar un tono lúgubre.

Mientras algunas gotas empezaban a mojar el suelo, Jud y Max se quedaron en silencio, pero la rabia de Jud causada por las palabras que le había regalado el capitán, no disminuía lo más mínimo. Unos segundos después era evidente que la lluvia los empaparía a ambos si no se marchaban de allí, pero ninguno de los dos se movió, ni siquiera se atrevieron a romper el contacto visual. Allí había una batalla y Max no estaba dispuesto a perderla. Jud tampoco retrocedería. Por lo que de ahí no podía salir nada bueno.

Ella se quedó bajo la lluvia mirándole a los ojos e intentando imaginar por qué Castillo estaba allí, en un puesto que le venía tan grande. A su vez el capitán la observó con detenimiento… dudando. Quizás debería haberla informado.

¡Maldita sea! Ya empezaba a dudar de sí mismo.

¡No! Él había hecho lo correcto. Si O’Callaghan se limitara a obedecer, nadie se hubiese puesto en peligro.

Esa bruja pelirroja le sacaba de sus casillas.

Sin proponérselo, sus ojos se deslizaron sobre el cuerpo estilizado de la agente. Llevaba unos vaqueros ajustados, una camisa blanca bajo la americana negra y… tragó saliva, se estaba empapando. Mierda… no solo la americana.

Parpadeó y retrocedió un paso cuando su mirada se fijó en la camisa blanca que se transparentaba. No debería haber hecho eso, había sido muy mala idea pararse a observarla.

Su camisa empezaba a transparentarse y la larga cabellera rojiza, suelta más allá de los hombros, no le tapaba lo suficiente la parte delantera.

Max pensó que jamás había visto a una mujer como Judith O’Callaghan, sería porque no había conocido a muchas mujeres, sin duda de origen irlandés, con ese temperamento incendiario. Dio gracias a Dios por eso o hubiera enloquecido.

Por su parte, Jud se dio cuenta de que el capitán había parado de reprenderla y que la estaba observando, dirigió su propia mirada hacia donde el capitán apuntaba sus ojos oscuros.

—Pero ¿qué…? —soltó un grito ahogado y le fulminó de nuevo con la mirada mientras intentaba taparse con la americana. Como solía suceder con frecuencia cuando se trataba de Jud, reaccionó antes de pensar.

Max casi no tuvo tiempo a echarse hacia atrás. Alzó los brazos y se cubrió antes de que el puñetazo que acababa de lanzarle Jud le diera en la cara.

El puño cerrado impactó en su brazo izquierdo y cuando notó el golpe los bajó dejando ver una desencajada cara de sorpresa.

—¿Qué demonios hace?

—Maldito pervertido. —Lo empujó ella con ambas manos.

—¿Está de broma? —Jud volvió a levantar el puño, pero lo bajó enseguida—. ¡No puede agredirme! ¡Soy su capitán!

Ella apretó los labios con fuerza.

—Un capitán que va mirando a sus subordinadas de una manera… una manera…

Se le atragantaron las palabras. De algún modo esas palabras entrecortadas estaban consiguiendo que ambos se sintieran incómodos y que sus mejillas se tiñeran de un color sonrosado.

—¡Ha sido sin querer! —Enseñó las palmas de las manos en señal de rendición.

Claro que había sido sin querer, se dijo Max. No tocaría a esa mujer ni por todo el oro del mundo.

—Está lloviendo y usted… no debería ir así.

—¿Con camisa blanca? —preguntó incrédula.

Jud alzó el dedo índice y le apuntó a la cara.

Max hizo exactamente lo mismo.

—No me mire.

—No vuelva a hablarme así, O’Callaghan.

—Es un pervertido, además de un puto trepa incompetente.

Max agrandó los ojos y abrió la boca sin poder creer que ella fuera tan estúpida como para decirle eso a la cara.

No importaba cuán mal le cayera esa mujer. No se esperaba que pronunciara esas palabras en voz alta y mucho menos a un palmo de su rostro.

Sin saber por qué, se deshinchó. Por algo que no lograba entender, parecía que la aprobación de esa deslenguada le importaba.

Se apartó más de ella.

¿En serio creía que había llegado a sustituir al capitán Gottier a cambio de favores? Eso le dolió mucho más que el que pensara erróneamente que quería verle los pechos.

Poniéndose mortalmente serio y en un tono frío, dijo:

—Uno: no la he mirado de la forma inapropiada que usted cree. Y dos: estará un mes entre informes y apartada de la calle. Quizás en ese tiempo pueda reflexionar sobre si su capitán es o no es un trepa. De llegar a la conclusión de que lo es, le recomiendo que pida el traslado a otra comisaría… o a otro puto planeta.

Jud respiró hondo y contuvo el aliento.

Se había pasado. Una debía reconocer sus cagadas. Y por alguna razón que no comprendía le sabía fatal haberle dicho algo que no pensaba.

Castillo podía ser muchas cosas, pero no era un trepa. Era un gran policía y aunque le jodiera… era un gran capitán.

—¿Me ha entendido? —le preguntó mientras la miraba fijamente a los ojos.

Aunque Jud se moría por replicarle, no lo hizo. Se mordió la lengua. Otra bravuconada y no pisaría la calle en meses. Sabía lo que se jugaba.

Apenas les separaban unos centímetros. Cuando la proximidad incomodó a Jud, más que las gotas de lluvia que caían en su cara, intentó retirarse, pero era demasiado tarde. Él ya la había cogido por los brazos, tiró de ella para acercarla más.

—Jamás vuelvas a hablarme en ese tono. Jamás. —No gritó, no fue necesario. La voz queda del capitán caló tan hondo como la lluvia que ya los empapaba por completo—. Tienes suerte de que el espectáculo que has montado no lo haya visto nadie o de lo contrario dirigirías el tráfico hasta que te salieran canas.

Ella mantuvo la boca cerrada cuando el capitán se olvidó de tratarla de usted. No era estúpida y sabía que cuánto decía era verdad, así que era mejor tragarse su orgullo y asentir.

—Lárguese, agente O’Callaghan —le espetó—. Elabore un puto informe que me convenza de no hacerle entregar su placa por desobedecer y desafiar a su superior. Hágalo y puede que todo su castigo se reduzca a un mes de papeleo.

Desafiantes, se concentraron uno en la mirada del otro, en silencio. Un silencio pesado que hablaba de muchas cosas.

Durante unos segundos que parecieron eternos se sostuvieron la mirada. Cuando ambos sintieron cómo la lluvia empezaba a calarlos hasta los huesos, se separaron incómodos, no siendo conscientes de lo cerca que estaban hasta ese instante.

—Fuera de mi vista.

Esa vez, Jud no tardó en obedecer la orden. Sus largas piernas se pusieron en movimiento, intentando huir del calor que sentía en su estómago a pesar de la fría lluvia.

Tormenta de fuego

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