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Capítulo 8

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Llevaba un ramo de flores en la mano, margaritas y lirios.

Mathew Gottier sonrió para sus adentros al observar las flores. Estaba convencido de que a Max le encantarían, pensó con malicia.

Jud había elegido un barrio de clase media, por un pequeño camino de baldosas rectangulares se llegaba al porche de la casa. Un barrio tranquilo, donde llevar una vida tranquila. Y puede que ese fuera su destino inmediato, pero dudaba de que lo fuera a largo plazo. Una sonrisa cruel mudó su rostro, pero pronto intentó mostrarse como el capitán de siempre.

De pie ante la puerta de entrada, alargó la mano para llamar al timbre. Llevaba una camisa azul con vaqueros y unos zapatos cómodos que restregó contra el felpudo. A sus oídos llegaba el bullicio de la fiesta de inauguración de la casa.

No esperó mucho hasta que alguien le abrió la puerta. No fue Jud, como había pensado, sino Max, que debía de estar cerca de la entrada y le había escuchado llamar.

—Capitán. —Una sonrisa sincera se dibujó en su rostro, hasta que Gottier levantó las flores.

—Esperaba que abriera Jud —le dijo con una sonrisa ladeada, enseñándole las margaritas y lirios como si no tuviera una doble intención—. Desde luego, no son para ti.

La sonrisa de Gottier se mantuvo, pero la de Max desapareció.

Dio un paso atrás y en apenas dos segundos ocultó el dolor lo mejor que pudo.

—Por supuesto, pase.

Volvió a su expresión indescifrable de siempre, pero Gottier saboreó la victoria de haberle provocado el dolor que deseaba infligirle.

Siguió con su sonrisa, como si no se hubiera dado cuenta. Y antes de que Max pudiera recuperarse, Jud fue a su encuentro.

—Capitán, qué bien que haya venido.

—No me lo perdería por nada del mundo. Casita nueva, ya eres toda una mujer.

Otra vez Gottier y sus bromas, disimuló con una sonrisa forzada, pues a pesar de sus comentarios machistas y ciertas miradas que desaprobaba, el capitán le caía bien. Al menos mejor que… Max. Se arrepintió de pensar así del capitán Castillo. En el fondo… ¿A quién engañaba? Max se había encargado de dejarle claro que no estaba en el puesto por enchufe, sabía hacer bien su trabajo, puede que incluso más que Trevor, se merecía el puesto y realmente podía aprender mucho de él.

Al ver que Jud miraba al joven capitán, Gottier cabeceó entendiendo que entre esos dos parecía haber algo más que una relación de mando y subordinada.

—Veo que te has integrado bien en el grupo, Max.

—Mentiría si dijera que no ha sido difícil —contestó intentando mantenerse inexpresivo.

Mientras decía esas palabras, miró a Jud, que era la primera que no le quiso dar la bienvenida.

—Ya veo que eso ha quedado atrás. —Palmeó el hombro a ambos—. Me alegro de que mis mejores agentes trabajen codo con codo para atrapar a los malos.

—Creo que trabajaremos más de lo que se cree.

Jud puso los ojos como platos ante las palabras de Max, ¿en serio le estaba diciendo al capitán que iban a trabajar juntos en el caso del descuartizador de Dallas? O eso, o era un chiste sexual. Y Jud no supo cuál de las dos cosas era peor.

—Jud me acompañará a Dallas.

«Pues sí», se dijo boquiabierta. «Se lo acaba de soltar en la cara».

Por unos instantes, Gottier no se movió y su rostro quedó totalmente inexpresivo. Hasta que finalmente dijo muy serio:

—Creo que es la mejor decisión que has podido tomar. —Miró a Jud tan intensamente que la hizo retroceder un paso—. Estoy deseando verte por Dallas. Sé que juntos estaréis cada vez más cerca de ese hijo de puta.

Max y Jud asintieron, sin saber cuán ciertas eran esas palabras.

¡Oh! Cómo le gustaba la idea de que Jud acompañara a Max. Eso significaba tenerla más cerca, en su terreno. Significaba mucho más para él de lo que ninguno de los presentes se podía imaginar.

Vio cómo los dos jóvenes se miraban y tuvo la necesidad de hacerle daño, sintiendo el placer que siempre le provocaba herir a un miembro de la familia Castillo.

—Esto es para ti —dijo a Jud.

Extendió la mano y le ofreció las flores. Se regodeó cuando la mirada de Max volvió a oscurecerse.

—Oh… esto… gracias. —Sonrió, algo contrariada.

Jud las cogió y por un momento pensó en que no tenía ni un puto jarrón en toda la casa.

Alzó la vista y se topó con la expresión sombría de Max, él seguía mirando las flores y cuando sus miradas se cruzaron supo que algo había pasado. Miró de nuevo a Gottier y los tres pudieron notar la tensión, aunque el viejo capitán fingió que nada pasaba. Dispuesta a terminar con ese silencio incómodo, Jud le hizo entrar.

—Pase. Ahí están Trevor y los chicos. Yo voy a poner esto en agua. —Pero no se movió del sitio.

Gottier se alejó jovial, no sin antes palmear la espalda de Max, que se negaba a moverse del sitio.

—¿Te encuentras bien? —le preguntó Jud.

Él no dijo nada, pero asintió.

—Creo que saldré un rato al porche para tomar el aire.

—Claro, estás en tu casa. —Jud asintió preocupada cuando Max volvió a mirar las flores—. ¿Seguro que estás bien?

—Por supuesto —afirmó por última vez antes de salir fuera.

No, no estaba bien, se dijo Max.

Cada vez que veía algo que le recordaba a su hermana Alice, dejaba de estarlo. Y aunque en gran medida, de alguna u otra forma, siempre estaba presente, también era cierto que a veces el dolor se hacía insoportable. Porque era un dolor no esperado. ¿Quién iba a pensar que el capitán Gottier se presentaría con las mismas flores que habían dejado sobre el cadáver de su hermana? Pobre capitán, ni siquiera debía de acordarse de ellas, ni de los detalles… ¿O quizás sí?

Suspiró frotándose la nuca con cansancio.

No, no se acordaba, solo él había grabado a fuego en su memoria todo lo concerniente a esos casos.

Se quedó sentado en la mecedora del porche y perdió la noción del tiempo mientras se sumía en sus oscuros pensamientos. Por la entrada principal, Jud despedía a sus amigos y de vez en cuando, algún agente de la comisaría levantaba su mano dándole las buenas noches antes de bajar los escalones del porche. La casa se iba vaciando a medida que se acercaba la medianoche y él seguía meciéndose con aire sombrío. Debería entrar a despedirse, pero se estaba realmente bien.

Dejó la cómoda mecedora y se acercó a los largos escalones del porche donde se sentó para observar la escasa actividad del vecindario.

Solo el sonido de su teléfono móvil lo distrajo de sus oscuros pensamientos. Lo sacó de su bolsillo y vio la palabra «Mamá» en la pantalla. Evocó enseguida la imagen de su madre, que le llamaba a alta horas de la noche porque sabía que de día era imposible contactar con él.

Sonrió sin humor.

—Hola, mamá —dijo al descolgar.

—Hola, hijo.

Al escuchar la voz de su madre se sintió culpable. Cerró los ojos, pero no dejó de tener esa sonrisa triste en la cara ni un momento.

La llamaba poco, y por el tono amoroso de su voz sabía lo mucho que le echaba de menos, y aun así, ningún reproche. Quizás alguna que otra vez dejaba caer que debía volver a su hogar, pero no insistía cuando Max le contestaba que necesitaba más tiempo.

—¿Qué tal te va todo? —preguntó su madre, que parecía no haberle llamado por ningún motivo en especial.

—Seguramente mucho mejor que tú. Estoy convencido de que las chicas te están volviendo loca con la boda.

Un resoplido y Max rio sin poder contenerse.

—Y pensaste que después de María todo iba a ser fácil.

María era su hermana mayor, la primera en casarse, y su boda fue un auténtico calvario, porque, precisamente, su hermana no se caracterizaba por ser una mujer de ideas fijas. Era voluble y le encantaba cambiar de opinión en el último momento. Y cambiar de opinión a escasos días de una boda podía ser un auténtico caos.

Esta vez su madre pensó que sería mucho más sencillo. Pero se equivocó.

—Por lo que se ve, hijo mío, cada boda es un mundo —le aseguró su madre—. Ahora resulta que nos peleamos por los centros de mesa, tu hermana quiere unas flores…

Max sonrió con tristeza al pensar en las margaritas y lirios y desconectó de la conversación por un instante mientras su madre le contaba con detalle cómo serían los nuevos centros.

—Te echo de menos, mamá —dijo sin pensar.

En la otra parte de la línea se hizo el silencio. Su madre paró de hablar y, aunque no la veía, estaba seguro de que le sonreía con cariño y sobre todo preocupación.

—Hijo mío, ¿todo bien?

Max asintió con la cabeza, aunque sabía que su madre no podía verle.

—Está aquí el capitán Gottier…

—¿Mathew? —preguntó contenta—. Dale recuerdos de mi parte, hijo. Aunque no sé si estoy enfadada con él por haberte recomendado para el puesto de capitán en esa ciudad horrible.

—Seattle no es horrible.

—No es Dallas, ni nuestro rancho —dijo muy seria—, así que es horrible.

Todo lo que para María Castillo no era su hogar, era un lugar espeluznante dejado de la mano de Dios.

—Me dijo que os habíais visto no hace mucho.

—Es cierto —dijo la mujer—. Ahora que está en Dallas, viene a menudo a casa. Incluso se ofreció a ayudarnos en la boda.

—Pobre hombre.

Su madre rio.

—Sí, le dispensé de tener que pasar por semejante calvario.

Unos segundos de silencio.

—No te noto demasiado bien, y aun así… no vas a volver a casa, ¿verdad?

—Claro que iré —dijo Max quitándole importancia a sus sentimientos—. Asistiré a la boda la semana que viene. ¿Quieres que mi hermana me persiga con un bate?

—No me refiero a eso —su madre no respondió con humor a la broma.

—Ya sé a lo que te refieres, mamá, pero no puedo volver. No todavía.

El silencio se volvió algo incómodo. Lleno de pena y comprensión.

—Sé por qué no quieres volver. Mathew me ha dicho…

No podía ser. ¿En serio el capitán le había contado a su madre que había un imitador en Seattle? Pero ¿en qué estaba pensando?

—Mamá…

—Hijo, me aterroriza pensar que todo esto te consuma por dentro.

—Estoy bien —la cortó Max.

Intentar razonar con ella era bastante inútil. Tenía el defecto o la virtud de conocer qué le rondaba por la cabeza o sentía en su interior mejor que nadie.

—No te preocupes —insistió Max—. Ya lo verás. La semana que viene, cuando vaya, dejarás de preocuparte de si estoy bien o de si como bien o no.

Ahora sí que la escuchó reír.

—Nunca comerás lo suficiente.

—Por supuesto, para ti, si no me pongo como un zepelín, nunca será suficiente.

Cuando su madre le siguió el juego, y vio que estaba de buen humor, pensó en que sería buen momento para decirle que no iría solo a la boda.

No habían hablado del divorcio, pero el tema estaba ahí. Su madre sabía que la separación era definitiva y que nada le haría volver con Arizona. Ella desconocía los motivos, y Max no pensaba contárselos a nadie, y mucho menos a su madre, pero lo importante es que lo aceptaba. La mujer católica y de moral intachable que era su madre aceptaba que su hijo se divorciara porque no era feliz. Eso Max lo sabía, igual que sabía que deseaba que no se quedara solo, que pronto encontrara una mujer que lo comprendiera y lo quisiera.

Aunque ya le había comunicado a la novia, su hermana, que no asistiría solo a la boda, pensó en que bien podría decírselo a su madre.

—Ahora mismo estoy en una fiesta.

—¿Ah, sí?, ¿de quién?

—De Jud, una amiga que trabaja en mi comisaría.

¿Una amiga? Max puso los ojos en blanco por su torpeza al pronunciar esa palabra, así titubeante, y como si fuera una mentira.

—Vaya, me alegra que tengas amigos.

Sí, ya se lo imaginaba. También podía ver el engranaje del cerebro de su madre, girar y girar. Estaba a las puertas del divorcio y en una ciudad nueva. Por supuesto que después de llevar tanto tiempo separado de su mujer, que su madre pensara que tenía amigas, era algo lógico. Pero Jud… no era precisamente una amiga, ¿no? ¡Mierda!

—¿Y llevarás a tu amiga a la boda?

—A Jud —le recordó el nombre—. Sí, vendrá. Ella… ella es una amiga. Una amiga especial.

—¿Y eso qué demonios significa?

Muy bien, a ver cómo sales de esta sin que mamá osa saque las uñas.

—La conocerás pronto.

De repente tuvo unas ganas locas de colgar, ya que en la otra línea del teléfono se instauró un silencio que a Max le dio escalofríos.

—Ya me dijo ayer tu hermana que traerías a alguien.

A Max le extrañó el tono dulce con que lo dijo.

—Estoy muy contenta por ti, me alegro de que conozcas gente…

—Mamááá…

Max agachó la cabeza, agotado. Puede que su madre le entendiera a él, pero seguro que él jamás entendería a su madre.

—Lo digo en serio. Eres mayorcito y puedes hacer tu vida. Sea quien sea esa chica… será bienvenida a nuestra casa.

Dios mío, no había pensado en su madre, sus hermanas… No había pensado en que Jud podría poner patas arriba la frágil estabilidad de la familia Castillo. Desde luego, su madre le limpiaría esa boca con jabón si no iba con cuidado.

—Bueno, Jud es…

Escuchó un carraspeo a su espalda.

Se dio la vuelta para ver a la flamígera pelirroja mirándolo con los ojos entrecerrados y una mirada fija que le pedía una explicación de por qué estaba hablando de ella por teléfono a otra persona.

Muy bien, Max, se dijo suspirando, sal de esta.

Tormenta de fuego

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