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Capítulo 4

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Una hora después de que el capitán Gottier se marchara, Max estaba frente a la máquina de café. Vestía de forma informal, había dejado la americana en la silla del despacho y llevaba una camiseta negra estrecha, con unos vaqueros cómodos, por alguna razón había dejado de usar sus botas de cowboy y ahora vestía con zapatos de piel, cómodos, pero que aún le resultaban ajenos a él. Se iba amoldando a la ciudad, al clima, pero… si algo no cambiaría nunca en él, es la capacidad de obsesionarse con los asesinatos del descuartizador.

Necesitaba un respiro.

Un descanso, aunque solo fuera de cinco minutos para despejar su mente y dejar de pensar en las macabras imágenes que había visto tiradas sobre la mesa de su despacho.

Gottier las había impreso, junto con el informe en el que se plasmaba punto por punto el modus operandi del asesino. ¿El descuartizador de Dallas? ¿El asesino de su hermana? Se llevó la mano a la sien y cerró los ojos por un momento. No había ninguna clase de duda. El descuartizador de Dallas había vuelto. Mató a esa pobre chica exactamente igual que había matado a su hermana Alice.

Escuchó el ruido del borboteo de la cafetera y parpadeó. Apretó el botón y vio cómo caía el líquido oscuro que iba formando una espesa crema en la superficie de la taza.

Suspiró sin poder sacarse de la cabeza la conversación con Mathew Gottier. No había hecho falta decir cuáles eran los verdaderos motivos de su visita. Max así lo pensaba. Estaba convencido de que, al venir personalmente a entregarle el informe, le estaba diciendo claramente que no lo decepcionara.

Si Gottier lo mandó llamar para que ocupara su puesto en Seattle, había sido porque se rumoreaba que había un descuartizador en la ciudad, quizás un imitador, quizás el mismo descuartizador de Dallas que se había trasladado. Sea como fuere, Max no pudo atraparlo.

Se había quedado estancado en la investigación. Pero sí descubrieron que uno de los inspectores del departamento era corrupto. Thomas Willmore de alguna manera había trabajado para el asesino ocultando los asesinatos de Seattle, o interponiéndose en su resolución. Meses de investigación echados a perder. Y aunque ahora él investigaba el caso personalmente, era como volver a empezar de cero, desconfiando de cada prueba que hubiera procesado Thomas.

Todo aquello era una pesadilla que le quitaba el sueño. Imitador o no, el asesino estaba matando a mujeres, y Castillo sentía, como responsabilidad propia, atraparle.

—¿Crees que es el auténtico asesino? ¿Que ha vuelto a matar en Dallas? —le había preguntado Max a Gottier al ver lo evidente.

—Quizás sea un imitador —le había contestado.

¿Un imitador? ¿Otro? ¿El mismo? Aquello era un lío descabellado.

Max cerró los párpados de nuevo. El dolor tras los ojos se hacía cada vez más intenso.

Hacía aproximadamente veinte años un asesino había empezado a matar en Dallas. Mataba mujeres, de raza blanca, entre los veinte y los treinta y cinco años. Rubias, morenas, castañas… No se había podido establecer un patrón. Algunas eran prostitutas, otras amas de casa, y una estudiante universitaria: su hermana. ¿Qué conexión había entre ellas? Ninguna, solo que vivían en el condado de Dallas.

Max tragó saliva y apretó el botón cuando vio que el café desbordaba por la taza.

—Maldita sea.

Hizo un gesto de disgusto antes de verter un poco de café por el desagüe. Mientras buscaba el azúcar, su mente estaba muy lejos de allí. Quizás en cuando era un adolescente y un coche de policía había aparcado frente a la puerta de su casa. El rancho estaba en silencio a esas horas de la noche y las luces iluminaron las paredes de su habitación situada en la planta de arriba. No olvidaría las luces silenciosas de las sirenas, los llantos de su madre y la mirada perdida de su padre cuando bajó corriendo al porche y encontró al capitán Gottier, por entonces inspector, dándoles la terrible noticia.

Carraspeó y miró por encima del hombro cuando notó los ojos húmedos. No quería que sus agentes le vieran así. No importaba los años que pasaran, para él era como si en ese aspecto el tiempo se hubiese detenido en aquel instante. Incluso con frecuencia se despertaba de noche y volvía a ser ese adolescente desconcertado, asustado.

El asesino de su hermana fue apodado el descuartizador de Dallas, precisamente por descuartizar a sus víctimas y dejar los pedazos colocados de un modo que, el muy hijo de puta, seguramente consideraba artístico. Volvía a colocar los miembros perfectamente cercenados como si la víctima estuviera durmiendo plácidamente. Incluso algunas aparecían con los rostros sutilmente maquillados y sus cabelleras peinadas.

Después de matar a una decena de mujeres, finalmente desapareció, al menos de Dallas.

Los asesinatos del mismo estilo empezaron a ocurrir en diferentes lugares: Chicago, Nueva York… Pero en cada una de las ciudades siempre se había atrapado al asesino, dejando la duda de si alguno de esos criminales había perpetuado los asesinatos de Dallas o eran simples imitadores. Ninguno jamás confesó. Y quizás por ello Max siempre supo que el original jamás había sido encontrado.

Finalmente, un imitador había aparecido en Seattle y, poco después de que llegara Max, había vuelto a matar en Dallas. Las fotos que le había dado Gottier eran pruebas irrefutables. Había vuelto. Parecía que jugasen al gato y al ratón, pero, si era así, Max no estaba dispuesto a perder la partida.

—¿Tiene alguna hipótesis? —le había preguntado Max con la mirada perdida, zambullido en sus propias conjeturas.

—No lo sé, Max —le había respondido igualmente serio—, quizás el imitador estuvo siempre en Seattle y el auténtico descuartizador jamás se marchó de Dallas. Solo se estaba tomando un descanso.

—¿Un descanso? —Max meneó la cabeza—. Seguro que tiene más que ver con su orgullo herido. Un imitador que no era de su agrado. Es posible que quisiera reivindicar que el auténtico seguía vivo.

—Quizás está cansado, ya es viejo… Puede que quiera que lo atrapemos.

Max no descartó esa idea.

En la sala de descanso, Max apretó los puños al recordar las palabras de Gottier.

—Se ríe de nosotros —le había dicho el viejo capitán—. Desde el principio llevé el caso y después tú. ¿No crees que nos está diciendo que quiere que seamos nosotros quienes lo atrapemos?

Él había sido incapaz de dar con él mientras estuvo en Dallas, todas las pistas le llevaban a callejones sin salida. El asesino parecía burlarse de él entre las sombras. Pero tenía que atraparle, lo juró ante la tumba de su hermana.

—Necesito tu ayuda, Max. Estoy demasiado viejo y cansado. Necesito averiguar la relación entre el asesino de Seattle y Dallas. Tienes que ayudarme.

Y lo haría. Max cerró los ojos y apoyó las manos sobre la encimera donde estaba la cafetera, se inclinó hacia ella y suspiró buscando algo de calma en aquellas imágenes crudas que danzaban en su cabeza.

—Vaya —dijo una voz femenina justo a su espalda—, no sabía que le gustara tanto la cafetera que compré.

Max levantó la cabeza de la cafetera industrial y miró por encima del hombro.

Se incorporó y encaró a la pelirroja que acababa de entrar en la habitación de descanso.

—Es adorable —dijo refiriéndose a la cafetera.

Max dibujó en su rostro una sonrisa triste.

Jud entrecerró los ojos, no del todo segura de si el capitán se estaba burlando de ella o no. Sea como fuera, a ese hombre le pasaba algo. No engañaba a nadie con esa pose de tipo duro. Sus ojos delataban que no había dormido mucho y hasta parecían húmedos por alguna razón, que Jud creía que no era una alergia.

Esperó a que él le dijera algo, pero se limitó a mirar la taza de café y echarle azúcar.

—Está muy callado —se aventuró a decir.

Jud apretó los labios y se acercó a la cafetera.

Se quedó a su lado en silencio, pero mirándolo de reojo. Él también la observó sin decir nada. Como siempre, la agente llevaba su americana vieja, una camiseta, esta vez negra, y sus botines de tacón grueso. Su cola de caballo se balanceó cuando se movió para buscar el café molido. Siguió observándole, pero al ver que no decía nada después de unos segundos, volvió a desviar la mirada.

—Tengo mucho en qué pensar.

Fue apenas un susurro, pero lo suficientemente alto como para que Jud lo escuchara. Asintió sin saber qué más decir. El tono, poco beligerante del capitán, le confirmó que efectivamente Castillo tenía alguna clase de problemas.

—¿Puedo ayudarle en algo?

Cuando Max alzó la cabeza, sorprendido por su tono amable, sus miradas quedaron atrapadas.

Sabía que ella le estaba ofreciendo ayuda, y había sido realmente útil en muchas ocasiones a la hora de confirmar sus hipótesis, y quién sabe si de elaborar una nueva. Pero con el caso del descuartizador de Dallas… no estaban autorizados oficialmente a investigar el caso. Gottier podría hacer la vista gorda, pero…

—De momento… creo que estoy bien.

Max volvió a abstraerse y bebió un sorbo de café.

—Como guste —lo dijo no muy convencida de que no debiera insistir. Pero antes de que pudiera pensárselo mejor, Max se dio media vuelta y se marchó.

Tormenta de fuego

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