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Prólogo

No hay, tal vez, un lugar más privilegiado para comprender la utopía, el proyecto y la praxis de Jesús de Nazareth que el continente latinoamericano; y no hay, tal vez, posición social más apropiada que la de los sectores oprimidos e insurreccionados del mismo. Desde América latina, y en especial desde sus sectores insurreccionados, he tratado de reflexionar y exponer en estas páginas el proyecto y la praxis de Jesús de Nazareth.

Dos son las características esenciales que hacen de nuestro continente ese lugar de privilegio: ser una región dominada por el imperialismo y constituir la religión cristiana, a cuya esencia pertenece el continuar y desarrollar el proyecto del Reino, la religión de la mayoría de sus poblaciones oprimidas.

Jesús anuncia la inminente llegada del Reino de Dios, pero no se trata de una invención suya. Conoce raíces históricas remotísimas. Elaborado hacia el 1250 a. de C. en el desierto del Sinaí por el grupo que con Moisés pudo escapar de Egipto, tiene su primera realización alrededor del 1200 en la tierra de Canaán como confederación de tribus que reconoce como único rey a Yavé. Se continúa luego con variadas realizaciones e interpretaciones en la época de la monarquía, el exilio y el posexilio.

El proyecto del Reino de Dios es el de una sociedad antimonárquica, antijerárquica, igualitaria, comunitaria, un proyecto verdaderamente revolucionario. Una sociedad comunista que no debe confundirse con el comunismo primitivo de Marx, por cuanto no se trata de una evolución natural de un determinado grupo, sino de un proyecto expreso contra los Estados monárquicos de los siglos XII-XI a. de C.

Este proyecto conoce dos clases de enemigos, los internos y los externos. Los primeros están formados por grupos que comienzan con un determinado proceso de acumulación y generan desigualdades. Los segundos son los diversos imperios que se suceden en la media luna de tierras fértiles que describe el arco que va desde la mesopotamia al este a Egipto al oeste, pasando por el Asia Menor al norte, teniendo a Palestina como corredor que une el norte del arco con Egipto. Egipcios, asirios, babilonios, persas, helénicos, romanos, se constituirán en otros tantos enemigos del proyecto del Reino de Dios.

Dominación externa de los imperios, por una parte, y dominación interna de las clases sociales, por otra, son circunstancias fundamentales en las cuales Jesús anuncia el Reino de Dios como propuesta, proyecto y utopía liberadores.

Nada más semejante que –pese a las enormes diferencias de tiempo, cultura, formación social– la situación de América latina, sometida al más poderoso y devorador de los imperios que ha conocido la humanidad. El calificativo de monstruo que el Apocalipsis dedica al Imperio Romano, con mucha mayor razón debe aplicarse al imperio estadounidense. El poder de opresión y destrucción de aquél frente al de éste es semejante al poder de destrucción de un garrote comparado con un tanque de guerra.

Punto por punto –salvadas siempre las distancias entre el estadio todavía primitivo en que se desarrolla el proyecto del Reino en la Biblia y el superevolucionado que nos pertenece– la situación que nos describe la Biblia puede aplicarse a América latina. Si allá los patriotas debía huir a los cerros, también ello sucede en nuestro continente. Si allá se padeció el exilio, también se lo padece en nuestros pueblos. En cada uno de nuestros pueblos también están los sacerdotes, los escribas, los fariseos y los herodianos. Por suerte no faltan los bautistas, los zelotes y los discípulos de Jesús. Menester es decir que tampoco faltan los esenios, los qumramitas y los que buscan la salvación en una meditación de tipo sapiencial.

En este continente dominado se produjo, en la década del 60, una vigorosa reacción, una pujante insurrección. Los pueblos del Cono Sur iniciaron una oleada insurreccional, siguiendo una tradición que ya lleva siglos. Una tremenda represión se abatió sobre ellos, después de que sus movimientos insurreccionales fueron derrotados. Encarcelamientos, secuestros, torturas, campos de concentración y exterminio, clandestinidad y exilio fueron las constantes de la represión.

A partir de la década de los 70 se produce una segunda oleada insurreccional, con epicentro en América Central. El triunfo de la revolución sandinista sobre la dictadura de Somoza en Nicaragua pareció alumbrar una nueva era de liberación, mientras se luchaba con aparentes posibilidades de triunfo en Guatemala y El Salvador. La década de los 90 nos encuentra con la derrota de todos estos movimientos y la imposición del plan neoliberal que margina a la mayoría de la población.

Al calor de las luchas de liberación que se inician en la década del 60 fue surgiendo a lo largo y lo ancho del continente una nueva manera de entender el Evangelio. Un nuevo descubrimiento, el hallazgo de ciertas raíces del mensaje evangélico olvidadas, enterradas por siglos de conformismo y convivencia con el opresor vividos en el seno de las Iglesias cristianas.

Éste es el contexto general en el que surge y se desarrolla la reflexión teológica sobre la utopía y el proyecto del Reino que aquí presento. Pero ese contexto lo he vivido a través de un proceso específico, en un momento preciso y en un lugar determinado. Si bien en libros como éste, en el que la reflexión está profunda y vitalmente arraigada a vivencias y compromisos personales, es difícil buscar sus primeras raíces, sin embargo es posible establecer cierto punto de arranque, cierto momento histórico y cierto lugar específico a partir de los cuales se comienzan a asentar sus bases.

El momento histórico específico es la época que transcurre entre 1966 y 1974, y el lugar específico, el Chaco, y en especial, la ciudad de Resistencia y, en particular, el barrio Mariano Moreno. Allí, en contacto con los compañeros que se habían visto obligados a abandonar el campo y levantar sus precarias viviendas en un terreno en litigio –que el Ejército pretendía suyo– se fue profundizando el cambio en mi manera de entender el Evangelio.

Ese cambio ya había comenzado a darse, influido por mi compromiso con los problemas sociales, por mi participación en el Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo, por mis continuos y nunca terminados diálogos con Uberto Cúberli, el sacerdote y amigo entrañable que había de dejar su vida en este intento de hacer realidad el proyecto del Reino de Dios.

1969 es un año capital para el proceso insurreccional. Se producen en ese año un sinnúmero de movilizaciones que comienzan precisamente en Resistencia por el aumento en los precios del bono para el comedor universitario. Se continúa en Corrientes, en Rosario, donde la movilización ya no es sólo estudiantil, pues se suman contingentes obreros para culminar en Córdoba, con el Cordobazo.

Este acontecimiento suscitó un amplio proceso de discusión ideológico-política. Los coordinadores regionales del Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo se pronunciaron sobre el acontecimiento, viendo en él un signo de “una sociedad socialista; una sociedad en la que todos los hombres tengan acceso real y efectivo a los bienes materiales y culturales. Una sociedad en la que la explotación del hombre por el hombre constituya uno de los delitos más graves. Una sociedad cuyas estructuras hagan imposible esa explotación”. De esa manera veíamos en la insurrección un momento fundamental para la realización del Reino propuesto por Jesús de Nazareth.

A partir de ese momento se me fueron abriendo nuevos horizontes en la comprensión del proyecto de Jesús. Comencé a sospechar que la denominada “entrada triunfal de Jesús en Jerusalén”, que se celebra el Domingo de Ramos en las iglesias, era algo más que un acontecimiento meramente religioso o litúrgico; que a Jesús no le interesaban las verdades dogmáticas, sino la práctica de liberación; que la práctica y el proyecto de Jesús revolucionaban los ámbitos económico y político; que las discusiones que Jesús tuvo con sus enemigos, luego de la toma del templo, eran ideológico-políticas.

Junto con compañeros sacerdotes tercermundistas, con militantes sociales y políticos, en contacto con agrupaciones vecinales, participando en las luchas sociales y políticas, en las organizaciones de base, mi visión se va transformando, ampliando y profundizando.

Mi práctica se va acompañando de lecturas importantes, que acompañan a la del Evangelio. Teilhard de Chardin en un principio, luego Hegel y Marx son hitos importantes en la transformación de mi conciencia. Práctica y conciencia, compromiso y reflexión, actividad y lectura, reuniones, debates teológicos, filosóficos, ideológicos, políticos.

Las celebraciones litúrgicas van perdiendo el sentido que tenían, formalistas, inmovilistas, estereotipadas, ajenas a la vida real, a los problemas de los “espectadores”. Se van transformando progresivamente en actos protagonizados por la comunidad, se trate ésta de los estudiantes universitarios, los residentes del Colegio Mayor Universitario, la feligresía que llena la Catedral o los compañeros de base del barrio Mariano Moreno.

En esos actos se celebra el proceso de lucha y liberación, se analizan los hechos, se critican los errores, se asumen nuevos compromisos y se proyectan las tareas a realizar.

La clandestinidad fue una experiencia profunda. Por primera vez comienzo a comprender que Jesús había sido condenado a la clandestinidad. La teología del “secreto mesiánico” había servido para ocultar la realidad de la clandestinidad a la que la persecución había obligado a Jesús. Mi exilio en México y mi contacto con comunidades y militantes cristianos de distintos países fueron otras experiencias enriquecedoras.

Durante toda mi vida he ido reflexionando los temas de este libro. Son temas vividos y meditados, criticados, autocriticados y profundizados en múltiples oportunidades. Los he ido estructurando mientras daba mis clases de Cristología en el ITES (Instituto Teológico de Estudios Superiores) de México, desde 1974 a 1984.

Pretenden constituir una reflexión teológica sobre la práctica, la utopía y el proyecto de Jesús de Nazareth. La tarea central no es descubrir el Jesús histórico debajo de la figura teológica del Cristo, sino partir del Jesús histórico y avanzar en una reflexión teológica que recupere los ámbitos económico, político e ideológico que las cristologías suelen dejar de lado o directamente negar.

El título del libro dice: La utopía de Jesús. Menester es clarificar el concepto. Como el nombre lo dice, la utopía no está en ningún lugar, no existe en el sentido de algo tangible, de algo que está allí, cuya existencia se puede ver y comprobar. Pertenece al ámbito de la totalidad, ámbito esencial en la constitución del hombre como tal. El hombre está esencialmente abierto a la totalidad, tiende hacia ella. Pero ésta es inalcanzable. Es como el horizonte que siempre se aleja, nunca se lo alcanza, pero sólo tendiendo hacia él, lanzándose en su persecución, se descubren nuevas tierras.

Menester es señalar la diferencia y complementariedad dialéctica entre utopía y proyecto. La utopía pertenece al momento de la imaginación, del sueño, de lo nunca plenamente realizable pero siempre exigente de realización. No es irracional, sino todo lo contrario. Abre el ámbito de la racionalidad. Sin utopía no se habrían desarrollado las ciencias ni los proyectos sociales.

El proyecto se realiza en el ámbito abierto por la utopía. La imaginación abre el ámbito utópico en cuyo seno la razón estructura el proyecto. Es lo que el desarrollo de las ciencias, los condicionantes económico-sociales y culturales y los instrumentos políticos permiten realizar. Éste es el ámbito que puede ser denominado “científico”.

Nada creativo y, en consecuencia, liberador puede realizarse si el hombre no es capaz de la anticipación utópica. El futuro debe ser imaginado, soñado, acariciado, querido intensamente. De esa manera la utopía se transforma en un poderoso medio de acción que comunica fuerzas e impulsa a la acción. No es opio adormecedor, sino fermento incitador de la vida y de la acción transformadora.

Las clases dominantes tienen su propia utopía que tratan de imponer a las clases dominadas. La gran utopía del neoliberalismo es el dominio absoluto del mercado, el dios-mercado. Para imponerlo a las clases dominadas se recurre a toda clase de medios. El genocidio perpetrado por la dictadura militar con sus treinta mil desaparecidos, sus campos de exterminio, sus torturas, sus violaciones, pone ante nuestros ojos hasta dónde pueden llegar las clases dominantes en su propósito de cerrar a las clases dominadas toda posibilidad de utopía propia.

La utopía de las clases dominadas que una y otra vez surge esperanzadora, exigente, soñadora, cuestiona el poder dominante, inventa nuevos caminos de lucha y prepara el terreno para nuevos proyectos. Así, durante la monarquía asiática de Israel los profetas fueron artífices de ardorosas y quemantes utopías que generaron proyectos como el expresado en el Deuteronomio. Otro tanto puede decirse de los apocalipsis y de las herejías medievales.

Entre poder y utopía se da una dialéctica inquietante. Cuando la utopía se transforma en proyecto triunfante, tiende a cerrarse como dominación. El problema, pues, es saber si esta dialéctica es circular, cerrada –seudodialéctica– o si está abierta al futuro. En otras palabras, si la utopía liberadora de los dominados, una vez realizada como proyecto triunfante, termina instalándose como poder de dominación, círculo diabólico del poder, o si finalmente la utopía, el espacio de liberación, puede triunfar sobre todo poder de opresión. Es el problema central de la historia.

El mensaje de Jesús de Nazareth nos dice que la utopía que surge del corazón de los pobres, de los que no tienen poder, del “grano de mostaza”, ha de triunfar sobre todo poder opresor; que el poder como diaconía o servicio triunfará sobre el poder como arjía o dominación.

Los treinta mil desaparecidos creyeron que la liberación era posible. Para cortar ese contagio, esa infección, capaz de infiltrarse por todos los poros de la sociedad –la utopía es contagiosa– hubo que hacerlos desaparecer.

Es importante recuperar la gran utopía del Reino de Dios, que ha de confluir con otras utopías, provenientes de las religiones indígenas, del anarquismo, del marxismo, del judaísmo, del mahometanismo, del feminismo, del ecologismo y de otros movimientos culturales de que está entretejida nuestra sociedad. Todas estas utopías impulsarán la gran utopía que como fermento alimentará el proyecto de una sociedad en la que podamos vivir como hermanos.

RUBEN R. DRI

Buenos Aires, 20 de enero de 1997

La utopía de Jesús

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