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Capítulo III

Jesús, profetismo y sacerdocio

Sacerdocio y profetismo estuvieron siempre en guerra. La escena sucedida entre el profeta Amós (siglo VIII a. de C.) y el sacerdote Amasías ilustra ejemplarmente esta situación: “Entonces Amasías, sacerdote de Betel, le mandó este recado a Jeroboam, rey de Israel: «Amós está conspirando contra ti en pleno centro de Israel. No hay que permitirle que siga hablando, pues dice que a ti te matarán a espada y que Israel será llevado al desierto, lejos de su patria». Luego Amasías fue a decirle a Amós: «Sal de aquí, visionario, ándate a Judá, gánate allá la vida dándotelas de profeta. Pero no profetices más aquí en Betel, que es un santuario real, un templo nacional»”.

Amós le replicó: “Yo no soy profeta ni pariente de profeta; soy simplemente un hombre que tiene sus vaquitas y unas cuantas higueras. Yavé es quien me tomó cuando yo iba arreando mis vacas, y me encargó que hablara a Israel en nombre suyo. Pues bien, ya que tú me prohíbes hacerlo, también tengo algo para ti de parte de Yavé: «Un día tu esposa se prostituirá en plena calle, tus hijos e hijas morirán en la guerra, los vencedores se repartirán tus bienes, tú mismo morirás en tierra extranjera, e Israel será llevado lejos de su país»” (Am. 7, 10-17).

Tenemos en la escena todos los elementos fundamentales que caracterizan el enfrentamiento entre el sacerdocio y el profetismo en la historia de Israel:

1. Amasías, el sacerdote, está con el rey y su corte, es decir, con las clases dominantes; mientras que Amós, el profeta, está en contra de éstas. El sacerdote es el defensor del orden del cual él, por estar a sueldo y gozar de las ofrendas del pueblo, es un beneficiario.

2. En consecuencia, el sacerdote está en contra de los pobres, pues vive del excedente que las clases dominantes extraen de ellos, esto es, del pueblo en general, formado por campesinos, pastores, pescadores, pequeños artesanos y comerciantes; mientras que el profeta está con los pobres, cuya defensa asume.

3. El sacerdote vive en la corte o en ambientes cercanos a ella, mientras que el profeta vive en el seno del pueblo. Amós destaca que tiene “sus vaquitas y unas cuantas higueras” y de ninguna manera pretende salir de esa situación social.

4. El sacerdote, de acuerdo con su lógica, interpreta la actividad del profeta bajo la lente de la ganancia. Entiende que el profeta cobra por su trabajo profético y en consecuencia ve en él a un competidor. Por eso le dice: “Ándate a Judá, gánate allá la vida dándotelas de profeta”. Pero éste realiza su trabajo en forma totalmente gratuita. Por otra parte, tampoco es un “profeta institucional”, porque también existían los profetas oficiales, encargados de profetizar al servicio del rey, contrarrestando la acción de los profetas libres.

5. La fuente de donde dimana la acción sacerdotal es la ley, o sea, los ordenamientos jurídicos de la sociedad israelita, que se suponen provienen directamente de Dios. La misma fuente que legitima la monarquía con su dominio de clase, legitima también la institución sacerdotal.[10] El profeta, en cambio, recibe el mandato de profetizar directamente de Yavé. “Yavé es quien me tomó cuando yo iba arreando mis vacas, y me encargó que hablara a Israel en nombre suyo”, dice Amós. Veremos más adelante que este llamamiento de Yavé es al mismo tiempo un llamamiento del pueblo, es decir, de los pobres.

6. El centro de acción del sacerdote se encuentra en el templo, pues su actividad principal consiste en realizar los sagrados ritos. Para el profeta, en cambio, el centro está situado en el seno del pueblo, en los lugares públicos, pues su actividad principal consiste en luchar por la justicia, es decir, en reivindicar los derechos de los pobres en contra de los ricos opresores.

Sería sumamente fácil probar que esta actitud de enfrentamiento entre el sacerdocio y el profetismo ha sido permanente. Sólo aduciremos algunos textos que nos servirían para comprender mejor la actitud general de los profetas, que será la asumida luego por Jesús de Nazareth.

Isaías (siglo VIII a. de C.), enfrentando al mismo tiempo al rey, a la corte, a los sacerdotes y al pueblo que se deja engañar, exclama: “Jefes de Sodoma, escuchen la palabra de Yavé; pueblo de Gomorra, escuchen la orden de nuestro Dios: ¿de qué me sirve la multitud de sus sacrificios? Ya estoy saciado de sus animales, de las grasas de sus carneros y de sus terneros. En realidad, no me gusta la sangre, sea de ovejas o de vacas, o de machos cabríos. Cuando vienen a presentarse delante de mí, ¿quién se lo ha pedido? ¿Por qué vienen a profanar mi templo? Déjense de traerme ofrendas inútiles; ¡el incienso me causa horror!”.

Lunas nuevas, sábados, reuniones, ¡ya no soporto más sacrificios ni fiestas! Odio sus lunas nuevas y sus solemnidades, se me han vuelto un peso y estoy cansado de tolerarlas. Cuando rezan, con las manos extendidas, aparto mis ojos para no verlos; aunque multipliquen sus plegarias, no las escucho, porque hay sangre en sus manos. ¡Lávense, purifíquense! Alejen de mis ojos sus malas acciones, dejen de hacer el mal, y aprendan a hacer el bien. Busquen la justicia, den sus derechos al oprimido, hagan justicia al huérfano y defiendan a la viuda. (Is. 1, 17).

Jeremías (siglo VII-VI a. de C.) no es menos explícito: “Así habla Yavé de los ejércitos, el Dios de Israel: «Añadan ustedes, no más, los holocaustos a los sacrificios y coman después la carne. Que cuando yo saqué a sus padres de Egipto no les hablé ni les ordené nada referente a sacrificios y holocaustos. Lo que les mandé, más bien, fue esto: Escuchen mi voz, y yo seré su Dios y ustedes serán mi pueblo. Caminen por el camino que les indiqué para que siempre les vaya bien. Pero ellos no me escucharon ni me hicieron caso, sino que siguieron la inclinación de su corazón malvado, me dieron la espalda y me volvieron la cara»” (Jr. 7, 21-24).

En Oseas (siglo VIII a. de C.) la vehemencia del enfrentamiento aumenta: “Escuchen esto, sacerdotes, estén atentos los jefes de Israel, presten atención los de la casa del rey. Ustedes van a ser juzgados pues han sido como un lazo de cazador en Masfa y como una red tendida en el Tabor” (Os. 5,1). “Porque yo quiero amor, no sacrificios, y conocimiento de Dios, más que víctimas consumidas por el fuego” (Os. 6,6).

En todos estos textos vemos siempre al profeta enfrentando simultáneamente el sacerdocio, con sus sacrificios y ofrendas en el templo, a las autoridades de Israel, al rey y a su corte. En el régimen asiático al que pertenece Palestina, el sacerdocio y el templo a él ligado forman una unidad muy estricta con el sistema político. En algunos momentos de la historia, como será en la Judea de la época de Jesús, forman una sola cosa. El templo será el centro mismo de todo el poder.

Rechazar los sacrificios significa deslegitimar el dominio de la monarquía que en ellos se apoya, y arruinar definitivamente el negocio de la poderosa clase sacerdotal. Toda una constelación de intereses poderosos se veían de esta manera afectados. Por ello siempre la suerte que corrieron los profetas fue extremadamente dura.

Ante las desgracias profetizadas por Jeremías, “el sacerdote Pasjur, hijo de Immer, que era primer encargado de la Casa de Yavé, al oír a Jeremías, mandó apalearlo, y lo hizo sujetar con cadenas en el calabozo de la Puerta Alta de Benjamín, que está en la Casa de Yavé. Al día siguiente sacó Pasjur a Jeremías del calabozo. Entonces Jeremías le dijo: «No es Pasjur el nombre que Yavé te ha puesto. Sino que Terror para todos»”.

Porque así dice Yavé: “Yo hago que seas terror para ti mismo y para tus amigos, los cuales serán muertos por sus enemigos. Ante tus propios ojos entregaré a toda la gente de Judá en manos del rey de Babilonia, para que sean llevados a esa ciudad o muertos a espada. Entregaré a los enemigos las riquezas de Jerusalén. Tanto sus reservas como sus cosas preciosas y los tesoros de los reyes de Judá. Los enemigos saquearán y tomarán todo, llevándoselo a Babilonia. Y tú, Pasjur, con toda tu familia irás al destierro. A Babilonia llegarás. Allí morirás y allí serás sepultado, junto con tus amigos a quienes engañas con profecías falsas” (Jer. 20, 1-6).

Hemos citado textos de profetas pertenecientes al sur –Isaías y Jeremías– y al norte –Amós y Oseas– para indicar claramente que el enfrentamiento de los profetas con los sacerdotes y las clases unidas a éstos –nobleza real y ricos– pertenece a la esencia de la misión profética. Es sabido que los profetas del norte –Elías, Amós, Oseas– fueron los más radicales y vehementes cuestionando de raíz las monarquías, mientras que los del sur en general sólo pretendían reformarlas. Pero se debe destacar a Miqueas, perteneciente al sur, quien, sin embargo, es el profeta más radical.

Cualquier intento de armonizar la función sacerdotal, tal como la describen los textos proféticos, y la práctica del profetismo debe culminar necesariamente en el fracaso. Ello es perfectamente comprensible si consideramos tanto el sacerdocio como el profetismo en su práctica concreta, en el seno de la sociedad. Ambos pretenden actuar en nombre de Yavé, pero entienden por Yavé algo no sólo distinto sino contrario, en tanto es la expresión de prácticas de clase irreconciliables.

Ahora bien, Jesús opta decididamente por la vía profética y se pronuncia en contra de la vía sacerdotal. Queremos decir que Jesús es antes que nada, prioritariamente, un profeta, lo cual reviste la mayor importancia, porque nos proporciona el criterio definitivo para interpretar su práctica y el sentido completo de su mensaje. En consecuencia, debemos probar que Jesús antes que nada es profeta y no sacerdote. Tres tipos de pruebas se nos ofrecen:

1. Jesús es anunciado por un profeta, Juan el Bautista.[11] A nadie se le puede ocurrir presentar a Juan Bautista como sacerdote. Los evangelios son sumamente explícitos al respecto. En efecto, ponen al Bautista en relación con Elías, el prototipo del profeta del Antiguo Testamento. Sus vestidos –“un vestido hecho de pelos de camello con un cinturón de cuero” (Mc. 1,6)–, recuerdan los de Elías: “Iba vestido con un manto de pelo y con una faja de piel ceñida a su cintura” (2 Re 1, 8). Jesús dijo, por otra parte, que el Bautista era el mismo Elías (Mt. 17, 10-13). (Cf. también Mt. 14, 5; 21, 26; Mc. 11, 32; Lc. 1, 76; 20, 6.)

Es evidente que si la práctica de Jesús hubiese sido primordialmente sacerdotal y no profética, habría sido presentado como siendo anunciado por un sacerdote, pues la calidad del anunciante prenuncia la del anunciado. Elías, el profeta por antonomasia, ha vuelto en la persona del Bautista, para anunciar la venida del máximo profeta, Jesús de Nazareth.[12]

2. Jesús se proclama a sí mismo profeta. Los Evangelios lo atestiguan en varios de sus pasajes. Al no ser aceptado en su pueblo de Nazareth, exclamó: “Un profeta sólo en su tierra, entre sus parientes y en su casa no tiene prestigio” (Mc. 6,4). En el llamado Sermón de la Montaña, Mateo pone en boca de Jesús esta expresión: “No vine a suprimirlos, sino a completarlos” (Mt. 5,17), refiriéndose a la Ley y los profetas. Cuando le anuncian que Herodes lo busca para matarlo, contesta que seguirá realizando su práctica: “Pero hoy, mañana y pasado mañana tengo que seguir mi camino, porque no conviene que un profeta sea muerto fuera de Jerusalén” (Lc. 13, 33).

3. Jesús es conocido por el pueblo como profeta. Narra Marcos que “Jesús salió con sus discípulos hacia los pueblos de Cesarea de Filipo, y por el camino les preguntó : «¿Quién dicen los hombres que soy yo?». Ellos contestaron: «Algunos dicen que eres Juan Bautista; otros, que Elías; otros que eres alguno de los profetas»” (Mc. 8, 27-28). (Cf. también Mt. 16, 13-14; 21,11; Lc. 7, 16; 9,7-8; 24,19; Mc. 6,15.)

Este testimonio tiene mucha importancia, pues el pueblo hebreo estaba embebido de la cultura bíblica. En la Biblia estaba su conciencia colectiva. Sabía distinguir perfectamente a un sacerdote de un profeta. Pues bien, no conocemos ningún testimonio que nos haga saber que en alguna oportunidad Jesús haya sido confundido con un sacerdote. El pueblo siempre lo identificó con los profetas. Señal evidente de que toda la práctica de Jesús tenía el sello de lo profético, como puede verse por su estilo de vida laical, sus dichos y acciones proféticas, la manera de anunciar el Reino, el lenguaje empleado.

No sólo Jesús se proclama profeta y su práctica denuncia su calidad de tal, sino que resume en lo profético todo el mensaje bíblico, del cual él se siente portador y consumador. Hemos visto, en efecto, que resume la Biblia en la conocida expresión “La Ley y los profetas”, la Torá y los Nevihim. Pero la Ley está representada por Moisés. En efecto, en la transfiguración, al lado de Jesús aparecen las dos figuras que encarnan la totalidad del mensaje bíblico que Jesús sintetiza y consuma: Moisés como representante de la Ley, y Elías, de los profetas. Pero por otra parte sabemos que Moisés también es profeta.[13] En consecuencia, todo se sintetiza en lo profético. La práctica y el pensamiento de Jesús seguirán la orientación profética.

Lo que se nos impone ahora, en consecuencia, es detectar las características fundamentales que asume la concepción profética de la realidad, en contraposición a la concepción sacerdotal. Será el tema del capítulo siguiente.

La utopía de Jesús

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