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3. LA APERTURA SIEMPRE SE DA EN UNA TOTALIDAD DINÁMICA Y ESTRUCTURADA

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Con esto queremos decir, en primer lugar, que no podemos considerar las aperturas que hemos señalado, como si se tratase de realidades independientes, indiferentes entre sí. Por el contrario, la manera como se realiza una de ellas está íntimamente relacionada con la manera como se realizan las restantes. Existe una mutua interinfluencia que es necesario detectar correctamente y desentrañar en su funcionamiento. Queremos decir, por ejemplo, que la manera como el hombre de un determinado estrato social “se abra” a sus semejantes, a los otros hombres, está íntimamente relacionada con la manera como se abra al mundo, a sí mismo y a la trascendencia.

En una sociedad capitalista, por ejemplo, donde lo que importa es acumular bienes, y en la que todo se rige por la relación dominadores-dominados, es lógico que un hombre de clase media se considere a sí mismo como un futuro dominador, poseedor de grandes capitales, se relacione con los demás como con enemigos actuales o potenciales a quienes deba vencer, o como aliados circunstanciales para lograr imponerse a los demás, y “se abra” a la existencia de Dios como Ser Supremo, dominador de todo el cosmos, que puede tomar la figura de un rey de reyes, gran empresario o supremo estanciero.

Hay algunas relaciones especiales –como las que se dan en la familia, especialmente entre el hombre y la mujer– que ocupan el centro de las meditaciones de algunos de los filósofos de la existencia, como sucede con Marcel o con Buber, que están de una manera particular condicionadas por la manera general como se rigen las relaciones en la sociedad en que están enclavadas.

Marcel, con mucha perspicacia y agudeza, señala cómo los seres humanos están marcados por el sentido del tener y de la dominación que emponzoña todas las relaciones o aperturas. Anota acertadamente que “la pérdida del sentido del ser” es uno de los males fundamentales de la sociedad moderna. Como veremos más adelante, sin embargo, no logra develar los verdaderos motivos de tal distorsión de las relaciones humanas, que son distorsiones en el verdadero ser del hombre.

En segundo lugar, esta totalidad es dinámica. Esto significa que tiene un nacimiento, una génesis que no es mágica ni debida a alguna intervención de seres superiores, sino a la acción creadora de los hombres; un crecimiento, a lo largo del cual se van realizando las potencialidades puestas en movimiento en su génesis, y crisis, cambios bruscos o revolucionarios, que hacen que las aperturas cambien radicalmente de sentido.

Con esto señalamos el carácter estrictamente histórico de todas las formaciones político-sociales, saliendo al paso de todo sistema político-social instalado que pretende explicar su naturaleza a través de pretendidas leyes eternas, provenientes sea de Dios o de la misma naturaleza de la sociedad, como si esta fuese ahistórica. Ya Marx demostró de manera clara y terminante el absurdo de la posición burguesa al hacer la historia de las formaciones sociales anteriores, y pretender que la suya, es decir la sociedad capitalista, fuese ahistórica.

Es un hecho conocido la resistencia a la historia de los pueblos primitivos. Dicha resistencia no ha terminado con ellos. Lo nuevo, como lo desconocido, siempre suscita en nuestro interior una cierta resistencia, contrapuesta a la curiosidad que también provoca. Ejerce dos tipos de influencia en sentido opuesto: atrae y repele. En las sociedades primitivas, en las que los hombres apenas emergían de la naturaleza, cuando su poder de creación era todavía muy débil y se encontraban sometidos a múltiples peligros frente a los cuales carecían del cúmulo de defensas que posteriormente crearían, la repulsión a lo nuevo, es decir a la historia, al futuro, vencía a la atracción por él.

Solo en un pueblo cuya experiencia fundamental, su acta de nacimiento podríamos decir, consistió en una lucha tenaz por liberarse de las garras de un imperio al que estaba sometido y en una dura peregrinación por el desierto, antes de conquistar un terreno donde constituirse como Estado, las fuerzas de atracción por la historia vencieron a las de repulsión.

El pueblo hebreo es un pueblo histórico. Los profetas son los primeros intérpretes de la historia que conoce la humanidad. La Biblia no comienza con la creación del mundo sino con la liberación del pueblo hebreo de manos de los egipcios. Más tarde se agregan los capítulos referentes a la creación del mundo y a los orígenes de la humanidad, para responder a las cosmovisiones del medio ambiente, expresadas en los grandes mitos del Cercano Oriente, y dar una visión completa de toda la realidad.

Pero esta experiencia no duraría mucho. La entrada del pueblo hebreo en la órbita del Imperio Romano significaría su sometimiento al ethos ahistórico. En general los dominadores en una sociedad tienen interés, en forma consciente o inconsciente, en que nada se mueva, que todo quede como está, pues de lo contrario su posición de privilegio podría verse amenazada.

Fue menester el empuje arrollador de una nueva clase social, la burguesía, con la que se disuelve la Edad Media y comienza la Moderna, para que la humanidad tomase conciencia de que su ser es esencialmente histórico, y para que la historia recibiese una aceleración sin precedentes. El proceso culmina con la formulación dialéctica de la historia realizada por Hegel, uno de los representantes teóricos más lúcidos del papel jugado por la burguesía.

Pero una vez conseguidos sus objetivos de dominación, la burguesía a su vez pretende paralizar la historia. Es lo que expresa Hegel con su concepción del Estado como culminación del proceso histórico de toda la humanidad, y es lo que le reprocha Marx.

Pero, además del hecho de la historicidad en la que estamos sumergidos, está el problema del sujeto de ella. ¿Qué es lo que deviene? ¿Qué es lo que desde un pasado incorporado en un presente se proyecta hacia un futuro? Descartamos que radicalmente exista en el hombre considerado individualmente, pues según vimos este es una abstracción.

Tampoco creemos que sea atributo de un Espíritu que se autorrealiza a través de la historia, o de un Ser que se va manifestando, conformando de esa manera las distintas épocas históricas. Son estos conceptos metafísicos los que en última instancia reducen al hombre a ser un pasivo soporte y no un agente de la historia.

La temporalidad radica en las aperturas del hombre; el ser esencialmente histórico que, desde el pasado que lo condiciona y le abre determinadas posibilidades, mientras le cierra otras, situado en el presente, se proyecta hacia el futuro. El hombre puede constatar en sí mismo esta constitución temporal que le pertenece. En realidad no debemos decir que está sumergido en el tiempo, sino que es temporal por todos sus poros. La temporalidad es uno de esos “existenciarios” en sentido heideggeriano, es decir, una característica esencial de la “existencia” o apertura que es el hombre. La sustancia del hombre, se llame alma, mente o intelecto, no existe.

Pero, como sabemos que el hombre como individuo es una abstracción, no nos queda más que concluir que reside fontalmente en la “totalidad estructurada”, que por ello es dinámica. Si, además de esta temporalidad que conforma la historia, existe la temporalidad de una cosmogénesis, de la que nuestra historia sería una prolongación hacia una meta final, como quiere Teilhard de Chardin, es un problema que va unido a otros que más adelante tocaremos. Adelantamos que dicha teoría nos gusta, que es profundamente coherente, pero que debe ser presentada como lo que es: una hipótesis que a nuestro modo de ver es metafísica y teológica, pero nunca como una verdad científica, es decir, verificable de acuerdo con los métodos científicos.

Teilhard de Chardin, por otra parte, nunca hizo esto último. Él habla de una fenomenología. Para presentar correctamente “todo el fenómeno” lo extrapola hacia delante y hacia atrás, cosa totalmente legítima, siempre que sepamos que se trata de eso, de una extrapolación.6

En tercer lugar, esta totalidad siempre está estructurada. Esto significa que es una totalidad compleja, en la que intervienen distintas instancias, estructuras o totalidades menores. Estas no están caprichosamente dispuestas, sino que poseen su legalidad. Existen leyes que rigen la totalidad o estructura general, y leyes para cada una de las instancias.

Al hablar de leyes lo hacemos en dos niveles distintos que debemos mantener siempre en clara separación. Uno es el correspondiente a las leyes que se dan los hombres en la estructura jurídico-política cuyo sentido será convenientemente aclarado en el capítulo 5 y otro, el concepto científico de ley, que es el que ahora nos interesa.

Cuando decimos que el universo de los astros tiene sus leyes, entendemos que los fenómenos que allí se producen no ocurren al azar. Existe entre ellos una cierta constancia, de tal manera que, producidos determinados fenómenos, siempre les siguen determinados otros. En el conocimiento de estas constancias radica el avance científico. Este es el sentido en que aquí tomamos el concepto de ley.

En consecuencia, afirmamos que los acontecimientos históricos no advienen al azar o simplemente por el genio de algún determinado individuo, sino por causas que se encuentran en la totalidad estructurada, y que es posible detectar mediante el análisis científico. Dos aspectos es necesario tener en cuenta al intentar dicho análisis: la forma dialéctica, no mecánica, en que juegan dichas leyes, y la especial dificultad que ofrecen las contradicciones en la estructura política. Sobre ambos aspectos hablaremos más adelante.

Ya estamos acostumbrados a pensar en leyes cuando nos referimos a la naturaleza que nos rodea o al mundo de los astros. Sabemos que los vegetales obedecen a determinadas leyes con respecto a la luz, el agua, el sol, la tierra. Conocemos incluso los nombres científicos de muchas de ellas, como el fototropismo, el heliotropismo o el geotropismo. No solo no nos extraña que los astros estén regidos por leyes que estudia la astronomía, sino que nos causaría sorpresa e incredulidad si se nos dijera lo contrario. Ello forma parte de nuestro ethos. Precisamente una de las características del ethos burgués es la cientificidad.

Pero la cuestión se presenta de manera diferente cuando nos referimos a los conjuntos sociales. A pesar de todos los estudios sociológicos, a veces pareciera que estos conjuntos fuesen totalmente inmunes a las leyes. En consecuencia, se procede como si los hombres pudiesen comportarse y obrar en forma totalmente libre. A decir verdad, se suele pasar alternativamente a uno de estos dos extremos: creer que los hombres son completamente libres, sin condicionamientos por la totalidad estructurada, o que están totalmente determinados.

En realidad, tanto la totalidad estructurada como cada una de las instancias tiene sus leyes no establecidas en alguna legislación humana, sino generadas por las mismas estructuras, y resulta imposible obrar sin conocerlas. Por ejemplo, en una sociedad capitalista, cuando la materia prima base en determinada región –como el tanino que se extraía del quebracho en el Chaco, podía ser extraído a menor costo en otra zona, como puede ser de la mimosa de África–, los capitales salen de la primera región y se dirigen a la segunda. Esto a su vez provoca la emigración de las personas que vivían de la industria que ahora ha sido desmantelada. En oleadas abandonan sus tierras, donde quedan los “pueblos fantasma”, e invaden los suburbios de las grandes ciudades, formando las villas miseria. Esto, a su vez, provoca distintos efectos, como la desintegración de la familia con sus consecuencias de inmoralidad y crímenes, desnutrición y enfermedades en los chicos, mayor oferta de mano de obra, con la consecuente caída del salario.

Quien desconoce estas leyes, prescindiendo de quienes las conocen y actúan directamente en salvaguarda de sus intereses, puede aprobar medidas represivas contra esa gente, o pretender predicarles “moralidad” y amor al trabajo. No faltará el sacerdote que lance anatemas contra la prostitución, el ocio y la bebida. Cuando la situación se torne explosiva, la Iglesia alzará su voz para señalar la supuesta raíz de los males en la pérdida de los valores espirituales por parte de todos los sectores, y hacer un llamado a la conversión.

Como es fácil ver en el ejemplo citado, los males no derivan de una pérdida de valores por parte de todos los sectores, sino que fueron efectos de la fuga de capitales de una región a otra. Pero, por otra parte, esta fuga tampoco es debida a la maldad individual del o de los capitalistas que hicieron la operación. En un sistema social en el que el capital debe producir siempre más so pena de ser devorado por el avance de los otros, el capitalista no puede obrar de otra manera si no quiere arruinarse como tal.

Una empresa que, en lugar de preocuparse de las ganancias, se propone solucionar los problemas económicos de la población, se funde. Por otra parte sabemos que ya no es un capitalista el que maneja el capital, sino “sociedades anónimas”, trusts, cárteles… sin rostro humano visible, sin alma que pueda conmoverse ante llamados a la conversión.

Esta categoría de la “totalidad dinámica-estructurada”, propia de las aperturas del hombre, es de la máxima importancia. Solo entendiéndola llegamos a la comprensión de fenómenos como el de la dominación capitalista y el de la revolución liberadora. Porque la sociedad tiene sus leyes de funcionamiento, es posible que un sector social se apodere de los mecanismos del poder que domina esa totalidad y la estructure de acuerdo con sus intereses. Pero por eso mismo es posible que otro sector produzca el cambio revolucionario.

Uno de los problemas característicos del pensamiento burgués, pasada su etapa de ascenso, radica en la dificultad que tiene para captar esta categoría. Por eso justamente cree poder vivir en sectores que nada tienen que ver con la realidad político-social. No es raro que el profesor de filosofía crea poder enseñar una filosofía que nada tiene que ver con el proyecto político que se impulsa en el país, o que un cristiano crea que su amor al prójimo no tenga relación con la marcha de sus negocios.

Dos extremos suelen darse en la interpretación de esta totalidad, igualmente erróneos, no por ser extremos, sino por no contemplar acertadamente sus rasgos esenciales. Uno es el que acabamos de señalar, propio de los sectores medios de una burguesía que ya ha pasado su etapa de ascenso social. Toda clase en ascenso tiene un profundo sentido de la totalidad. Por ello precisamente lucha a fin de apoderarse de los resortes que le permitan configurarla de acuerdo con sus intereses. Pero, después de un tiempo, una vez realizada la toma del poder, su capacidad sufre un agotamiento. Lo que en la subida, en el calor de la lucha, le parecía una totalidad de la que debía apoderarse para comunicarle un nuevo sentido, ahora siente que se le fracciona entre las manos.

Esta visión de la totalidad, expresada en forma más o menos lúcida por pensadores como Montesquieu y D’Alembert, es la que dio energías a la burguesía francesa para llevar a cabo las memorables jornadas de la Revolución de 1789.

Pero una vez configurada la nueva realidad, el nuevo mundo humano correspondiente a los ideales de la burguesía se dispersa en sus distintos sectores, de acuerdo con sus intereses particulares. Esto ocasiona el nacimiento de los sectores de clase media –como profesores, abogados, médicos, ingenieros–, que viven encerrados en sus respectivos ámbitos, con una ilusión de independencia que se rompe bruscamente cuando todo el orden instalado entra en crisis.

El profesor universitario que estaba tratando de explicar la “apertura al Ser” según Heidegger, o la “vida teorética” según Aristóteles, se encuentra repentinamente en una situación en la que le es imposible seguir con sus clases porque hay una intervención, e incluso comienza a temer quedarse sin trabajo. La totalidad se hace presente. No es seguro, sin embargo, que el burgués la asuma. Una huida hacia la intimidad, hacia sectores de la cultura aparentemente neutros, siempre será una tentación que tendrá que vencer.

El otro extremo está formado por lo que podemos llamar el “fetichismo de la totalidad”, constituido por quienes la consideran de manera rígida, estática, ahistórica. En este extremo existe una amplia variedad que va desde quienes sostienen un sistema totalitario de derecha al estilo del fascismo hasta quienes, hablando de la dictadura del proletariado, implantan el dominio absoluto de una burocracia. Las teorías estructuralistas y organicistas siempre están bordeando este extremo, si es que directamente no están en su interior.

Una correcta visualización de la “totalidad dinámica-estructurada” es absolutamente indispensable para formular de una manera no alienante y escapista los problemas filosóficos fundamentales que interesan al hombre, como el de la libertad y el amor. El problema de la libertad planteado fuera del contexto de la totalidad se torna un problema “metafísico” en el sentido peyorativo de la palabra, el que le daba Marx, es decir un problema abstracto, ahistórico, fuera de la realidad.

La ética, enfocada fuera de dicho contexto, constituye una evasión de la realidad, independientemente de la conciencia que de ella tenga su autor. Una ética “eudemonista” por ejemplo, si sostiene que el máximo bien del hombre y su felicidad consisten en la contemplación del Bien Supremo, se le llame a este Ser o Dios, constituye una invitación a abandonar el mundo inferior y corrompido de la totalidad, para emerger solo o en compañía de pocos en la pura atmósfera de lo incorruptible. De esta manera, al proponer una solución evasiva, forma una pantalla que no permite ver la verdadera situación.

Esto se agrava en países dependientes como el nuestro, en el que estas posturas intelectuales evasivas copian posiciones adoptadas en situaciones reales totalmente diferentes. Cuando Aristóteles habla de la contemplación del Ser y considera a este de dos formas distintas y Heidegger define al hombre como “pastor del Ser” ambos responden a situaciones sociales determinadas, que no son las que corresponden a sus imitadores de un país dependiente como el nuestro.

Ethos, ética y sociedad

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