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EL CAMBIO CULTURAL NO ES UNA COARTADA DEL MODELO NEOLIBERAL

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No había transcurrido un puñado de meses desde la elección que catapultó a Mauricio Macri a la presidencia cuando empezó a ocupar un espacio mayor en el discurso oficial la insistencia en la “necesidad de un cambio cultural”. Era un llamado a recordar que la persistente consigna del “cambio”, que logró galvanizar los deseos más diversos del electorado, originados en muy distintas motivaciones de sectores sociales bien diferentes, podía reconcentrarse en algo más trascendente: el deseo de un cambio en los valores que sustancian el tejido social. En el campo político más inmediato, la primera novedad había sido vencer al kirchnerismo, pero ahora se trataba de demolerlo, marcado este deseo por un odio acérrimo por “los K”, vértice de confluencia esencial de buena parte de los votantes de Cambiemos. Pero había un mensaje de fondo, desarrollado en paralelo a la persecución jurídica a los integrantes del anterior gobierno o a la implementación de fuertes reformas económicas de corte neoliberal: la necesidad imperiosa de instalar otro orden social y cultural.

Aquella demanda explícita de un “cambio cultural” que debía producirse para poner fin a todos los males de la República ocupó el primer plano de las declaraciones, mientras arreciaban las primeras medidas económicas que sentarían las bases de la matriz del modelo –tarifazos, endeudamiento, apertura de importaciones, despidos en el Estado y ajuste permanente−, ante la reacción desarticulada y débil de un kirchnerismo que aún no salía del shock de la derrota y de una ciudadanía todavía desconcertada por la impiedad de lo que el gobierno llamaba “gradualismo”.

Esa convocatoria a un necesario “cambio cultural”, ¿fue solo un ardid discursivo para generar un apoyo a las medidas económicas, en atención a los “sacrificios” que demandaban? No parece. La evidencia permite ir más allá del crucial pero, con todo, estrecho campo de la economía como la única motivación para hacer ese “llamamiento” del orden de lo moral. Se trataba, más bien, de establecer un necesario y complementario nuevo orden cultural capaz de sustentar –y contener, llegado el caso− el diseño de este nuevo orden económico y social.

Los cuadros intelectuales de la oposición ya habían hecho la caracterización neoliberal e individualista de la ideología macrista, un perfil que fue robusteciéndose con cada medida de gobierno y a partir de las temerarias declaraciones antipopulares de ministros y funcionarios de primera línea de Cambiemos. Para los partidarios de la coalición de gobierno, el anunciado “cambio de valores” se afirmó desde el primer momento en la expresión de un odio que paulatinamente se fue acrecentando, fogoneado desde los medios masivos y las redes sociales. Eso que poco antes se había bautizado como la “grieta”, y de cuya generación se había responsabilizado al kirchnerismo, se iría ensanchando como perverso fundamento desde el cual concebir ese nuevo orden. Hubo, sin embargo, analistas de la hoy oposición, en rigor no muchos, que señalaron en medio de sus diagnósticos político-económicos, aun antes del desembarco de Macri en la Casa Rosada, que no debe olvidarse que el neoliberalismo era también una cosmovisión, y que ese cambio cultural que estaba en juego implicaba el diseño de un nuevo modelo social.

Se trata de un concepto que acompaña al macrismo desde sus inicios como fuerza política. Cuando se comenzó a hablar de “cambio”, esta referencia no ocupó públicamente el centro de la cancha, y cuando su utilización se intensificó en la previa a las elecciones, sugería en principio solo un cambio de color político. La explicitación sobre un cambio que solo era en sí mismo posible si implicaba un cambio de valores en la sociedad entró en escena inmediatamente después, aunque era claro que, para la dirigencia del PRO, esa modificación de los valores imperantes era la condición que exigía el rediseño de la política económica y sus consecuencias sociales.

Como señalamos más arriba, ya desde el temprano 2005 se fue conformando un equipo, con el acercamiento a Macri del consultor ecuatoriano Jaime Durán Barba y, más invisible, Alejandro Rozitchner, filósofo. El primero tuvo a su cargo la misión de ir generando la estrategia política y el monitoreo del diseño de medidas políticas y comunicacionales; el segundo fue el encargado de ponerle letra a la nueva visión de sociedad modelo PRO. Rozitchner ya había publicado Amor y País (Sudamericana, 2005), que llevaba por subtítulo “Manual de Discusiones” y sentaba, a lo largo de 76 puntos contenidos en catorce capítulos, la columna vertebral de esa nueva cosmovisión cultural.

No se le prestó demasiada atención. La construcción de ese equipo fue silenciosa y, además, parecía el de Rozitchner un escrito más bien personal, con una portada de estilo “contracultural”, ilustrada con un gran corazón rojo envuelto en una cinta, tatuado en un brazo masculino. Pasional, militante y a la vez descontracturado, su discurso se asemejaba, más allá de su tono de manifiesto, al de un libro de autoayuda política. Esta visión sobre los nuevos valores se consolidaría en Rozitchner con su libro La evolución de la Argentina, de 2016, ya con el macrismo en el poder y habiendo adquirido sus equipos de comunicación un gran nivel de madurez. Es la de ese libro una mirada organizada y actual de la cosmovisión de Cambiemos para este nuevo diseño de sociedad, en una etapa de expansión y generación de hegemonía.

El nombre de Durán Barba surge siempre públicamente como pieza fundamental en el armado de los escenarios políticos, en cuanto asesor. Pero el principal consejero a la hora de consolidar la visión filosófica e ideológica del nuevo orden y de “bajarla” hacia el interior de la estructura del macrismo siempre fue Alejandro Rozitchner. De hecho, el filósofo también se ha ocupado personalmente de captar fuera de la alianza a futuros intelectuales orgánicos de mayor y de menor jerarquía. Mientras Rozitchner desarrollaba esta tarea de construcción de sentido, el equipo de Durán Barba orientaba los ejes, términos y estrategias de exposición y debate de las tácticas políticas en las diferentes puestas en escena del presidente y sus adláteres más cercanos, junto a otros equipos ligados a la “comunicación”. Con todo, el verdadero jefe operativo de todas estas tareas y líder de ese armado venía perfilando su figura desde hacía años –mano derecha de Macri ya desde su puesto de secretario general del gobierno porteño− y no es otro que Marcos Peña, el jefe de Gabinete de la administración Cambiemos.

El neoliberalismo retornó al poder en 2015 al cabo de un sistemático plan de formación y “consolidación” de equipos, en los que, además de los tecnócratas que hoy deciden y aplican medidas de gobierno, fluyeron y se afianzaron profesionales de diversas áreas, atravesadas por las ciencias políticas, el marketing y hasta la teología, que examinaron en detalle el clima social de la Argentina, la posibilidad de resignificar concepciones y valores que el advenimiento del “populismo” había puesto en crisis, y las perspectivas ciertas de instituir esa otra cosmovisión, actuando cada uno de ellos como nodos de difusión del nuevo credo político en los círculos de los que provenían, por lo general ámbitos académicos de universidades privadas y núcleos operativos de fundaciones de cuño liberal. El nombre de Hernán Iglesias llla, hoy a cargo de la Subsecretaría de Comunicación Estratégica desde la Jefatura de Gabinete, es uno de esos emergentes, convertido en hombre clave del entramado discursivo del gobierno y, también, en su cronista de campaña: en 2016, Iglesias Illa publicó Cambiamos (Sudamericana), el día a día del arribo de Macri al balcón presidencial.

Lo inédito –por su magnitud y por el escrupuloso apego de los protagonistas al libreto preestablecido− en la política argentina fue lo que tempranamente se puso en marcha no solo en los mensajes publicitarios del macrismo, sino también en las propias apariciones públicas de Macri y de prácticamente todos los funcionarios del PRO en cualquier ámbito comunicacional y, en particular, en los sets televisivos: una disciplina expositiva y un ejercicio guionado y sistematizado de la interpelación al público y también del debate político. Un tenaz mecanismo de adiestramiento colectivo que revela, en el detrás de escena del macrismo, un trabajo metódico y permanente, digitado por los personajes nombrados más arriba y sus equipos.

Ese soporte no es solo verbal ni se sustenta en un cierto inventario de términos e ideas, sino que es un trabajo de construcción estratégica a nivel teórico, que tuvo su afanosa fase de investigación preliminar, que despliega a diario una creatividad comunicacional para distintos vehículos informativos y de contacto con el público, que opera un monitoreo constante de las reacciones de la ciudadanía frente a las acciones propias o ajenas, sean estas políticas, económicas o ideológicas, que podrían afectar el rumbo del proyecto, y que produce cotidianamente recomendaciones discursivas y protocolos de acción para los distintos miembros de la coalición de gobierno.

Caracterizado desde sus inicios como una “ceocracia”, por el importante número de dirigentes provenientes de las gerencias de empresas multinacionales, la forma de gestión de este gobierno y sus modos de construcción discursiva invitan a calificarlo según una categoría que creemos más apropiada y cuyos alcances definiremos más adelante, que es la de “cinicracia”. Porque el macrismo ha hecho del vínculo cínico con sus interlocutores una conducta que se despliega en todos los niveles, ordenada y disciplinadamente. Y que funciona a través de una estructura doble: la institucional y administrativa que constituye el gobierno en sí, con un discurso oficial, y en paralelo, una estructura dinámica, no oficial, no pública, pero organizada internamente con la misión de intervenir en tres ámbitos diversos pero confluyentes a la hora de construir hegemonía: la injerencia en el Poder Judicial; la articulación con el omnímodo poder de los medios de comunicación hegemónicos y con periodistas e “influencers” que trazan un férreo control sobre la agenda de la opinión pública; y una acción directa y remota sobre la ciudadanía y sus nuevos mecanismos de acceso a la información, a través de equipos clandestinos de operadores en redes sociales que, según se ha sostenido públicamente, dependen directamente de Marcos Peña.

Todo este sistema paralelo es esencial para el manejo de un ámbito de gestión opaco, y tiene su revés en un discurso público que no necesariamente niega la existencia de esos resortes subterráneos, sino que tiende más bien a legitimarlos. Ese es el sistema cinicrático que sostiene a Cambiemos, cuya función es, en la superficie, apuntalar el discurso de sus funcionarios, pero que esencialmente apunta a la construcción de esos nuevos valores y del régimen de disciplinamiento que los sustente. Este armado cinicrático tiene una dimensión comunicacional tan enorme como puntillosa, que opera a través de los dispositivos más diversos: intervenciones en los medios de comunicación y variadas puestas en escena, pero también “aprietes”, “carpetazos”, demolición online de opositores por “troleo” y, eventualmente, represión lisa y llana.

Desde luego, la cinicracia ya no es, como sistema de gobierno, más que una democracia vampirizada, cuya alma ha sido tomada por ese sistema de gestión paralelo que deja a la vista solo la parte corporal formal de la república.

Desde sus inicios, la estrategia comunicacional del macrismo ha buscado tejer una red de sentidos que demostraron ser relevantes para amplias franjas del electorado. Sin embargo, su pericia para emparentar nuevos discursos, en apariencia vacíos, con los deseos latentes y aun manifiestos de cierto sector de la ciudadanía recibió poca atención. Por una parte, se la consideró “puro marketing” y tan elementales sus invocaciones, sus innobles intenciones tan transparentes, que no merecían dedicarles tiempo por obvias. Por la otra, se creyó que el foco de develamiento y la mejor defensa contra el plan neoliberal de Macri estaba en el seguimiento y la mera denuncia de sus medidas económicas y de las expresiones que dejaban expuesta su ideología. El esfuerzo por comprender los efectos profundos y concretos que perseguía ese anunciado “cambio cultural”, cuya imperiosa necesidad reafirmó el propio Macri una y otra vez, fue desplazado a un segundo plano.

Desde el kirchnerismo nunca se consideró que ese entramado estratégico conceptual y lexical que tempranamente puso en juego el macrismo en su comunicación entrañara un peligro serio para su proyecto político-social. Y mucho menos que ese compendio de artilugios discursivos y del marketing político podría convertirse en un sólido intento de cambiar radicalmente el paradigma simbólico alrededor del cual se organizan las relaciones sociales, y que iba a lograr persuadir a una importante masa de la población: sectores al cabo convencidos de que encumbrar con sus votos el proyecto macrista era un modo de mejorar sus vidas.

Como lo señaló autocríticamente Cristina Kirchner, ya en octubre de 2016: “Este mecanismo de sentido común sutil, nosotros no lo advertimos. Creíamos simplemente que era una estigmatización”, cuando en realidad “era una planificación de creación de subjetividades”. En efecto, Cambiemos tuvo éxito en instalar en sectores medios y medios bajos la idea de que ellos eran los artífices únicos y exclusivos responsables de su situación económica, que no estaba vinculada con la intervención del Estado y sus políticas públicas de inclusión, redistribución de la riqueza o generación de empleo, y que lo que les faltaba se lo llevaban los “choriplaneros”, los “vagos”, apelando a idearios regresivos que podrían resumirse en el extendido axioma conservador de que “el que es pobre es porque quiere”. Los alcances de esa verdadera “batalla cultural” en derredor del sentido común y la precisión de sus mecanismos de funcionamiento, aparentemente simples pero contundentes, no fueron debidamente evaluados, y ante la magnitud de la disputa política y por el dominio de la agenda pública, la complejidad ideológica de esos engranajes comunicacionales fue desdeñada.

Por supuesto, la producción de una terminología, una lógica y una ética que implicaran la captura del sentido común y su rediseño se pensó en tándem con los vehículos apropiados para canalizarlas, tarea que acometieron los medios de comunicación concentrados afines al proyecto macrista, capaces de hegemonizar el espacio de circulación de sentido del discurso público, y que de manera creciente extendería su propagación a los ámbitos digitales, las redes sociales, convertidas durante el último lustro en la principal vía de acceso a la información −consciente o involuntaria, activa y entusiasta o completamente pasiva− de la mayoría de la población.

Frases reiteradas como que había que ordenar “de una vez y para siempre” el país y la sociedad, y eslóganes de tono imperioso como “haciendo lo que hay que hacer”, se leyeron apenas como recursos de campaña comunicacional y no se les atribuyó la calidad de piezas ordenadas en ese entramado persuasivo y disciplinario del plan de cambio cultural. Los resultados electorales que obtuvo el macrismo y, luego, el acompañamiento acrítico de muchas de sus medidas, algunas muy impopulares, verificable en la elección de 2017 y en diversas encuestas hasta bien entrado 2018, escandalizó a la oposición “bienpensante” al macrismo, pero no se tradujo en un diagnóstico que permitiera exceder aquella afirmación táctica de que la gente actúa “en contra de sus propios intereses”.

Este libro pretende contribuir en la tarea de dilucidar sobre qué fundamentos se ha alcanzado ese éxito y, en otros términos, cómo ha funcionado y funciona en la práctica lo que preocupa a muchos: esa categoría en la que insiste el psicoanalista Jorge Alemán1, “la producción de subjetividad” tal como se presenta en la versión neoliberal macrista, que hace que un nuevo tipo de deseo y emocionalidad desarrollada en sectores populares pueda acompañar un modelo económico, político y social de derecha, democráticamente elegido y cargado por un fuerte odio (el “motor” del macrismo, en términos de Alemán) a todo aquel que se oponga a ese proyecto. Proyecto que fue sostenido con cierto fervor por parte de importantes sectores medios y de bajos recursos, en el marco de una democracia sin alma democrática, demacrada por su vampirización.

Nos ocupamos concretamente de lo que resulta, a nuestro parecer, más próximo a la práctica y a los mecanismos cotidianos de esa producción de subjetividad. Es decir, nos proponemos exponer cómo se ejecuta –retomando un concepto del filósofo italiano Franco “Bifo” Berardi2− el “trabajo del alma” que el macrismo ha planificado. Este concepto nos obliga a indagar sobre las formas en que se cincela el alma de la gente a través de estrategias retóricas, discursivas, poniendo el alma a disposición de un sistema, el sistema neoliberal.

Usamos el término “cincelar” porque tiene la facultad de subrayar la intención de modelar, pero con un instrumento cortante, filoso, que se impone de manera potente y, necesariamente, supone en esas almas sobre las que va a trabajar una materialidad (el metal, la madera) que ofrece sus características materiales a la intencionalidad de ese objetivo: invadir las almas, cincelarlas en pos de crear allí nueva subjetividad.

Reordenamiento

DEL SENTIDO COMÚN

“ES NECESARIO UN CAMBIO CULTURAL”


El sistema neoliberal, decimos, pone a trabajar colaborativamente el alma de la gente en la misma dirección, haciéndole pensar a cada uno que contribuirá a expandir su libertad, su realización personal, siendo la tarea del sistema, supuestamente, crear las condiciones para que cada uno pueda concretar sus proyectos. Y, por sobre todo, deshacerse de todos aquellos que se opondrían a este diseño en la defensa de intereses políticos del pasado, “de la vieja política”, de aquellos que estarían viviendo a costa de los que trabajan y se esfuerzan y estarían atentando contra una sociedad ordenada y, desde luego, moderna. Y así, alcanzar la felicidad.

Quedó atrás el concepto de “macdonalización”3 que dominó los estudios culturales de los años 90 y que destacaba metafóricamente un modo de organización colectivo, cronometrado y de cálculo en el que se desarrollaba un mundo social colaborativo y completo, informal pero eficiente, joven, en que los propios consumidores se incorporaban al proceso de gestión de un trabajo precarizado, aportando su granito de arena a un sistema que funcionaba como un nuevo paradigma social general, para dejar paso hoy a una mirada distinta: la “uberización” (o la “rappización”, lo mismo da) de la sociedad. Ahora se trata de entrepreneurs que aportan sus propios instrumentos de trabajo (automóvil, bicicleta, teléfono móvil) y “deciden” individualmente su propia autoexplotación en un sistema “conveniente” y “libre”, un modelo que se extiende a todas las formas de producción que lo permiten, y que solo puede desarrollarse en la matriz de un nuevo modelo de producción de subjetividad donde lo colectivo se arma como un sistema de conveniencia temporal, que se presenta como si fuera un sistema de individuación y de identidad personal genuina y diferenciada de la “masa”. Allí está, por fin, expresada la propia responsabilidad sobre la calidad de vida, independientemente de los condicionamientos socioeconómicos que, por acción u omisión, introduzcan las políticas públicas.

Se podría decir que dar cuenta del entramado ideológico de las campañas del macrismo implica “bucear superficies”, afirmación a primera vista paradójica, pero lo decimos así para dar cuenta de la interpelación a un público que, en general, en el plano cultural, ha cambiado sus códigos en forma radical en lo que va del milenio y ha modificado los modos en que maneja su relación con la comunicación y la manera en que elabora la información. Para ese público, la condición “transparente” de la realidad es un hecho4. Todo está ya allí, a la vista, en la superficie. Pero superficial no necesariamente quiere decir simple: la sociedad de la transparencia conlleva una fuerte carga de “positividad” sobre los significantes, con una sensibilidad emocional que se juega mucho en lo expresivo. Que deja atrás el interés por el discurso “complejo” y el contenido “denso”. En esa límpida superficie donde cada uno se entrega voluntariamente, “posteando”, “arrobando”, a la mirada del otro digital, la actividad comunicacional hiperpresente e hiperacelerada es la esencia de la vida cotidiana. Y el desvanecimiento de la frontera entre las estrategias de marketing y la política, algo natural. En este marco, el macrismo se permite utilizar un profuso instrumental de planificación y gestión que actúa en el orden de lo persuasivo, muy familiar a los jóvenes cuadros medios de Cambiemos, que provienen del ámbito empresarial y tienen naturalmente incorporada esa lógica discursiva, y cuyo target es ese vasto universo de personas expuestas voluntariamente en las redes sociales.

Esta sociedad global de la transparencia favorece, entonces, esa producción de subjetividad y posibilita ese trabajo del alma sobre la que se monta el proyecto neoliberal. Ante la explosiva expansión de nuevas tecnologías que favorecen la visibilidad de los actos individuales, adquiere valor la necesidad de nuevas experiencias, de cambio, que prioricen la sensorialidad y las construcciones estéticas, favoreciendo una política del deseo, del individualismo, de la necesidad del disfrute, del valor de la materialidad, todas piezas que forman parte del arsenal ideológico del macrismo y cuyo aparato comunicacional utiliza como armas de persuasión. Lo que ha cambiado es el concepto de “interés”, que ya difícilmente pueda restringirse al campo de lo económico, y que se complejiza en su plano sociológico cultural. Sobre este hecho cultural actúa el mensaje de la cosmovisión neoliberal.

Las “superficies” que actúan como espacios expresivos se imponen como fuentes discursivas frente a la “profundidad” de los planteos intelectuales, del valor de la autoridad, de la política del conflicto. Esa nueva sensorialidad, lejos de representar una modalidad de incomprensión de la realidad, se transforma en la medida de valor que determina la comprensión que se tiene de las cualidades de esta sociedad transparente y de sus lógicas. Es en este marco que se desarrollan las líneas conceptuales comunicacionales del macrismo y entonces cobra sentido el ejercicio de “bucear superficies”. Bucearlas para discernir cómo hizo la “nueva derecha” para generar cierto tipo de empatías con un electorado que le era esquivo, “surfeando” los antecedentes políticos e ideológicos de Macri que, a primera vista, hacían irremontable semejante proyecto. El trabajo del alma a partir de 2007, bajo esos parámetros, adquiere una forma sistemática y planificada. No comenzó, desde luego, en las vísperas de las presidenciales de 2015.

Este trabajo del alma se inscribe en un proyecto que implica un giro dramático en la Argentina, en los modos sociales de concebir la vida, sus objetivos, su sentido, los vínculos con los otros. Este cambio cultural que el macrismo vino a proponer, como capítulo argentino de la sociedad neoliberal global, se presenta como una suerte de manual para “alcanzar la felicidad” personal y colectiva, necesario para que la sociedad argentina sane de sus males.

Como dijimos, el neoliberalismo es una cosmovisión, es decir, una visión general del mundo y del sentido de la vida de las personas en ese mundo. Una cosmovisión que tiene un fundamento económico y una modalidad política. Muchos trabajos se ocupan de la política económica del neoliberalismo y de las variables que están reconfigurándolo en este milenio. Otros, a nivel local, han dedicado un espacio importante a describir la construcción política que arranca con el PRO, desarrollada con intensidad, en forma organizada, astuta y exitosa, un proceso silencioso que, según algunos autores, fue subvalorado5.

Nuestro trabajo gira alrededor de la respuesta a la pregunta, muchas veces formulada con estupefacción y otras con indignación, pero siempre con cierta sorpresa: “¿cómo puede ser que…?”. Es decir, qué mecanismos comunicacionales, sutiles a veces, otras burdos pero igualmente deliberados, capturaron el apoyo de amplios sectores de la ciudadanía hacia un proyecto político construido para perjudicarlos.

Se dice frecuentemente que la producción de subjetividad tiene en el sentido común su objeto de trabajo material. Es verdad: es allí, en el cuerpo de ideas, relatos populares, concepciones cotidianas compartidas, sentimientos colectivos, donde ese trabajo tiene la facultad de tornarse invisible, formando parte “natural” y constitutiva de los modos de vida y de las argumentaciones que los sostienen, que se tornan naturalmente verdaderos. El “sentido común” está inundado de deseos colectivos, muchas veces contradictorios, muchas veces llenos de prejuicios y de creencias más emparentadas con los miedos que con lo que la cotidianeidad parece justificar. Pero son, esos deseos, parte de aquello que la cultura popular construye como realidad.

Ese sentido común hoy no se elabora solo a través del desarrollo de una cultura popular local, sino que se alimenta y vive en el contexto de macrotendencias culturales de carácter planetario. Estas adquieren una fuerza enorme porque el grado de naturalidad que se desprende de ese marco se ve reforzado: ciertas ideas y sentimientos son ideas y sentimientos de “todo el mundo”, y es fácil comprobar cómo dominan los deseos y los miedos de las almas a un nivel global.

El macrismo se ha encargado de construir una filosofía cotidiana que, partiendo de ese sentido común, montándose sobre el deseo (y el miedo) de la gente, llevó a cabo la tarea de instalar creencias que están básicamente alimentadas de odio, que la comunicación hegemónica se encarga de activar. Así nació la idea de “grieta”, los eslóganes con eficacia de axioma como el de que “se robaron todo”, la extendida creencia de que la Argentina era un “país aislado del mundo”, todo multiplicado y diversificado en operaciones específicas de activación del odio, dirigidas a cualquier grupo político o minoría capaz de ejercer algún tipo de oposición al modelo, desde el kirchnerismo, encarnación de la corrupción y el mal, hasta, por ejemplo, los mapuches, que querrían apoderarse de parte del territorio nacional y, por lo tanto, serían merecedores de una muerte violenta, todo para instaurar la necesidad de poner orden en “un país de mierda”6, supuestamente amenazado por la anomia.

A ese escenario, el neoliberalismo lo confronta con fantasías individualistas y precarizantes, como la del “emprendedorismo” –llegando a extremos bochornosos, como cuando celebró al “emprendedor San Martín” en una publicidad del Ministerio de Modernización porteño, en agosto de 2017, lanzado en su “emprendimiento” de liberar parte de Latinoamérica−, propalando que es mejor ir “juntos” que unidos y mucho menos organizados; que el cultivo meritocrático de la individualidad y no la construcción colectiva y solidaria es la columna vertebral del progreso; que por eso es mejor ser “vecinos” en un país que ciudadanos de plenos derechos en una nación; que el pasado es bueno que esté muerto y que sea pasado, y que lo esencial es el futuro (un eterno e inalcanzable “segundo semestre”), mirado exclusivamente desde un presente que es mera promesa y sacrificio; y todo eso siempre que se viva bajo una nueva filosofía, la inexorable “revolución de la alegría”, sin hurgar en situaciones conflictivas, sin ser críticos –una actitud que entristece−, con trabajo en equipo, porque de eso se trata construir un país en serio, inserto en el mundo.

Se trata de ideas simples, simplísimas. Precisamente en su simpleza −que el sentido común exige− está la posibilidad de persuadir. Sobre todo cuando esas ideas tienen su origen en deseos y miedos claramente identificados. Expuestas en su trivialidad, resulta difícil, para muchos, aceptar que el trabajo del alma se haya hecho y se haga con estos elementales instrumentos discursivos y que así pueda ganarse –o perderse− una batalla cultural. Pero de este tipo de faenas de lo simbólico está plagada la historia y más de una vez capturó a los pueblos más ilustrados. Todo profesional de la comunicación, de la propaganda política y el marketing lo sabe: en qué condiciones ciertos mecanismos de la persuasión pueden tornarse muy eficaces. Ideas simples, entonces, fuertemente articuladas entre sí y, como dijimos, enganchadas a deseos, angustias y miedos, personales y también colectivos. Ideas y una terminología rigurosa que las repite incesantemente, ligadas a puestas en escena muy planificadas, reiteradas, en escenografías y con estéticas que las muestran en acción, y las convierten en ideas verosímiles, deseables, y que las vuelven poderosas.

Esos armados ideológicos cuentan hoy, además, con contextos en los que los instrumentos de trabajo del alma, de producción de la subjetividad, actúan como pasaportes que permiten sortear las eventuales barreras de la crítica, de las ideas alternativas al modelo, de manera muy sencilla. La alianza estratégica con los medios de comunicación concentrados es, por supuesto, la base necesaria para ese trabajo, pero no es suficiente. El armado supone una sensibilidad dispuesta, que cuanto más forme parte de la vida de los individuos, de sus mundos simbólicos, mejor. El entorno en el que nos proveemos de servicios y objetos allana en gran parte ese camino. La comunicación publicitaria ha creado buena parte de ese universo simbólico, y lo ha expandido. Esta red de valores establecida desde la publicidad es de incalculable importancia para la comunicación neoliberal, puesto que porta la idea inocente de proponer, creativamente, un fin práctico, mientras va delineando nuestros espacios de consumo corporal y emocional, espacios de vida que se sitúan como el modo natural y compartido de nuestra existencia. Es decir, esa inocentización de los motivos y los fundamentos que ponen en marcha esos mundos simbólicos está en la base de la construcción de una cultura cotidiana que pertenece a todos. Desde allí se interpreta la sensibilidad que componen los deseos y los miedos, que se conectan con creencias que se analizan y estudian, que se utilizan en pos de objetivos, que se monitorean constantemente, que vuelven a volcarse en ideas que le den razonabilidad y nueva emocionalidad a esos deseos. Y aunque muchos de ese “todos” se crean o sepan excluidos de la influencia de esa cultura simbólica, porque conocen la ficción elemental que las anima, porque están “vacunados” contra el influjo de esos valores que jamás compartirían, la potencia de ese andamiaje simbólico es la materia prima de la comunicación del poder, y se vuelve tan vasta su ascendiente en el imaginario cotidiano que obliga a cualquier interpelación política a partir siempre de él, aunque sea para intentar desmontarlo.

Es difícil sostener que haya en esto una “manipulación” subliminal y escandalosa de conciencias y sentimientos. No hay aquí grandes confabulaciones. Más bien lo que hay son deseos, sueños que cada uno ha decidido adoptar como propios y que decide dejar a merced de ese trabajo del alma. Por eso es justo decir que esa tarea cuenta con la colaboración del poseedor de esa alma. De ese modo funciona la persuasión. Por tanto, la idea de la manipulación como explicación preclara y absoluta resulta al fin y al cabo falsa. Peor que eso: inútil para reflexionar y pensar nuevas alternativas. Podrá ser innegable que se escucharon muchas promesas falsas en la previa de las elecciones y que constituyeron una estafa electoral, pero esa constatación no basta para explicar el terreno ganado por el macrismo en la sociedad.

Sin embargo, y esto es central, las almas no son ni monolíticas en su constitución ni tan simples en su entramado de sentimientos, deseos y emociones. Por el contrario, como todos sabemos aunque muchas veces olvidemos –y demostró, entre muchos, Shakespeare, “el inventor de lo humano”7−, el alma es un mar de contradicciones y conflictos. Quienes planifican y ejecutan ese trabajo al que es sometida el alma tienen por objetivo domesticar ese mar de emociones, para allanarla en pos de sus propios intereses.

1 Jorge Alemán, Horizontes neoliberales en la subjetividad, Grama Ediciones, 2016.

2 Franco Berardi, “Bifo”, El trabajo del alma, Cruce Editora, 2016.

3 Smart Barry, Resisting McDonaldization, Sage, 1999.

4 Byung-Chul Han, La sociedad de la transparencia, Herder, 2013.

5 Vommaro y otros, op. cit.

6 En su documento “Hay otro país, hay otro futuro”, publicado por el grupo de intelectuales opositores Fragata en agosto de 2018, se advierte que “para el macrismo el problema es la sociedad argentina, a la que considera el principal obstáculo para alcanzar una supuesta ‘modernización’. En consecuencia, se plantea a sí mismo como un hecho fundacional que busca desarmar ‘hábitos populistas’”. El documento agrega que “gobiernan a la Argentina como si fuera un país que debe achicarse, ‘sincerarse’, avergonzarse, retraerse. Gobiernan a la Argentina como si fuera un país de mierda”.

7 Harold Bloom, Shakespeare. La invención de lo humano, Anagrama, 2002.

La conquista del sentido común

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