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II
EL SENTIDO
COMÚN

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CABARET (BOB FOSSE, 1972)*

* Cabaret fue una película muy exitosa, tanto a nivel de premios (obtuvo ocho Óscar) como en términos comerciales. Representó, en 1972, una suerte de renacimiento del musical como género. Con Liza Minelli, Michael York y Joel Grey en los papeles estelares, está ambientada en los comienzos de la década del 30, en Berlín, y traza una alegoría entre el mundo híbrido del cabaret, con sus personajes “monstruos”, y la sociedad convulsionada que veía el auge del nazismo en Alemania. Tiene varias escenas que quedaron en la memoria colectiva como parte de esa alegoría sociopolítica: “Willkommen”, la entrada al cabaret como representación del mundo; o “Money, Money”, lo que lo hace andar. De algún modo, lo que funciona dentro del cabaret es una forma parodiada, crítica, por lo tanto, pero también tétrica y sarcástica, del sentido común, que es así revisado. Sin embargo, es la escena que se desarrolla fuera de ese lugar, quizás, una de las representaciones cinematográficas más sintéticas y acabadas de la adhesión emocional e irracional de un pueblo, el alemán, a una propuesta política que implicaba una cosmovisión perversa y destructiva, en cuya génesis ya podía verse que estaba destinada al desastre, para el judaísmo europeo, para gran parte de Europa y para el sufrimiento del propio pueblo alemán. La escena se desarrolla en una cervecería en la campiña, a cielo abierto, en un ambiente bucólico, que transmite tranquilidad pueblerina, casi romántico, en el que irrumpe un adolescente rubio y de ojos celestes, bello, que, pronto descubrimos, a medida que la cámara se aleja del primer plano de su rostro, está vestido con un uniforme nazi, con el brazalete y la esvástica. El joven canta “El futuro me pertenece”, y conforme va subiendo el tono emocional de su interpretación, se van plegando a cantar con él todos los parroquianos −salvo un viejo que está claramente a disgusto−, de distintas edades, de distinto género y origen social, poniéndose de pie en forma marcial, enfervorizados, y sus rostros se van desfigurando en un rictus de desafío amenazante, cargado de orgullo pasional, con cierto matiz de fuerza vengativa, de odio. La letra de la canción hace mención a un idílico contexto campestre de flores que abrazan abejas, cervatillos vagando por el bosque, amor, niños que esperan el llamado de la patria para hacerse cargo del futuro, porque “el futuro me pertenece”. Una poética que promete un futuro brillante −que dejaría atrás el humillante Tratado de Versailles y la crisis de la República de Weimar−, en el marco de una atmósfera de dulzura inocente que encierra, empero, una terrible amenaza. Mientras tanto, nosotros, espectadores, embargados por el propio clima épico y emocional que habitan los personajes, nosotros, sabedores de la tragedia que sobrevendría como consecuencia, también, de esas subjetividades capturadas, sentimos la angustia y el horror de la historia. Una historia que contó con la complicidad de millones de personas comunes que adhirieron irracionalmente a esa atmósfera, a esas ideas cargadas de soberbia y odio. Espectadores, llegamos a sentir en el cuerpo, en esa escena de Cabaret, cómo pudo haberse performado esa construcción social y subjetiva al cabo catastrófica. En una sola escena, toda la horrorosa captura emocional del sentido común.

La conquista del sentido común

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