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LA CARACTERIZACIÓN DEL MODELO NEOLIBERAL MACRISTA Y EL USO DE LA MEMORIA COLECTIVA PARA ENTENDER QUÉ PASA Y, SOBRE TODO, QUÉ HACER

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A la hora de intentar comprender qué estaba pasando, en medio de la sorpresa por los resultados electorales de 2015 y la conmoción que causaba la vorágine de las primeras medidas tomadas por el gobierno de Mauricio Macri, que transformaban radicalmente la organización económica, distributiva y social, se recurrió a la comparación con experiencias pasadas: “Esto yo ya lo viví”. Esta expresión sigue escuchándose con frecuencia y sirve, en general, para emparentar las políticas de la administración Cambiemos en materia económica y social con los no tan lejanos 90. La referencia a aquellos años marcados por las políticas neoliberales de Carlos Menem permitía, de paso, denunciar los antecedentes ideológicos y de prácticas empresariales no solo del nuevo presidente, sino de muchos de sus ministros y funcionarios, algunos de los cuales fueron parte de ese gobierno, habían lucrado con la privatización de las empresas estatales (como la familia Macri) o sencillamente apoyaron fervientemente aquella experiencia. También se recurrió y se recurre hoy a la analogía con el 55 y con la última dictadura cívico-militar iniciada en 1976 para caracterizar el actual proceso.

Quizás valdría la pena salir al encuentro de esa reacción primera con el ánimo de precisar que “no, ahora no es exactamente así”, con el objetivo de entender, en sus especificidades, en qué consiste el régimen macrista. Además, ¿por qué no se producen aquellas reacciones que, muchos suponen, deberían aparecer masivamente frente a las regresivas medidas adoptadas en estos tres años, como sucedió en otras épocas?

Es diferente esta experiencia neoliberal macrista en muchos aspectos esenciales respecto de las experiencias neoliberales anteriores, a pesar de representar a prácticamente los mismos intereses corporativos y que el programa de reformas económico-sociales implicadas sea similar y que los beneficiarios de este modelo pertenezcan a los mismos sectores de entonces. Es cierto, desde luego, que la memoria colectiva no puede dejar de activar la propia experiencia pasada para entender lo que sucede en el presente. También es cierto que desde el poder se repiten formas que inevitablemente estos sectores tienen incorporadas en su propia memoria del ejercicio del poder: las políticas de exclusión y de odio, sobre todo. Sin embargo, muchas son las diferencias.

Y lo diferente es, más allá de un contexto económico y político global totalmente distinto, el proyecto político en sus modos de construir consensos y adhesiones en contextos sociales y culturales muy distintos, en el marco del uso de estrategias comunicacionales y de formas de construir hegemonías que han cambiado notablemente. Tampoco son lo mismo una estrategia muy articulada que planee establecer un régimen y otra que, siendo parte de un esquema global, aspira a instalarse por décadas basada no ya en la fuerza –por lo menos, no desde el inicio ni centralmente−, sino transformando la esencia cultural y política de la sociedad de manera tal que nunca más se habilite la posibilidad de que emerjan “populismos” indeseables. Tampoco, como contexto favorable a esa intención, son las mismas las macrotendencias culturales, ahora globales, que intervienen con eficacia creciente sobre la realidad política y la realidad de vida cotidiana y la subjetividad. Estas no son circunstancias secundarias de este proceso, sino condicionantes cada vez más potentes en la determinación de los hechos.

Esos contextos diferentes –culturales, comunicacionales y de generación de hegemonía− contribuyen a construir escenarios también disímiles en las formas de asimilar, antagonizar y reaccionar frente a las condiciones de vida planteadas y a los conflictos latentes en ellas.

El arsenal de medidas económicas antipopulares y las herramientas de persecución política puestas en juego por el actual gobierno permitieron desde el primer momento trazar vínculos establecidos con otras experiencias históricas de la derecha en el poder. Cuando la estrategia política pasa por generar odio en la sociedad –apuntando, por ejemplo, a demonizar las figuras de Cristina y Néstor Kirchner y convertir en malas palabras sus nombres−, la relación con el 55 devuelve una imagen que resulta suficientemente explicativa en los términos de aquella época de furioso antiperonismo en el que los nombres de Perón y Evita y toda mención al movimiento justicialista fueron hasta prohibidos por decreto1, y parece justificar la expresión “esto yo ya lo viví”. Con fuertes similitudes respecto de aquella época, la cimentación de un odio visceral contra el gobierno anterior, apalancado sistemáticamente por los medios concentrados, es un eje comunicacional fundamental del macrismo. Como entonces, se construyó un fortísimo argumento alrededor de la “corrupción”, aunque también se han esgrimido con indisimulable eficacia mensajes en torno a la falta de la libertad (en particular, respecto del “cepo cambiario” y las restricciones para adquirir dólares, hoy impuestas de hecho por la crisis, y con la burda puesta en escena de los periodistas del establishment que “querían preguntar”).

En el 55, a nivel del lenguaje el ataque se expresó a través de la pura y brutal supresión de la palabra; ahora lo que se produjo fue una exacerbación macartista traducida en axiomas irrefutables (“se robaron todo”) o sencillamente en el estigma de una letra, la “K”. Los paralelismos, siempre dispares, entre lo que sucede hoy y los años posteriores al derrocamiento de Perón abrevan en las detenciones arbitrarias de exfuncionarios opositores –el caso más flagrante es el del hostigamiento jurídico y el encarcelamiento irregular de la dirigente jujeña Milagro Sala−, a través de una nueva y aviesa interpretación de la prisión preventiva, con escenificaciones deliberadamente denigrantes –como la detención del exvicepresidente Amado Boudou esposado, descalzo y en pijamas, fotografiado para su inmediata propagación en los medios oficialistas−, y sobre todo, en la vía libre a la violencia institucional que parece patrocinar el ala más dura del macrismo, felicitando al policía Chocobar luego de que este asesinara a un ladrón por la espalda.

Sin internet ni redes sociales, el poder confiaba en los años 50 en que con la supresión de la palabra (y la represión generalizada, por supuesto) se lograría la supresión de los hechos y de las conciencias. Hablaba allí el poder brutal, descarnado, y su brazo armado: el odio, la revancha. Hay que decir que las afinidades con esa época fueron suscriptas por el propio macrismo a través de la política económica y social de manera dramática, materializadas en una caída brutal del salario real y en el recorte creciente de derechos laborales y sociales, que pugnan por llevar a la Argentina a una época preperonista. No es inocente en este marco la referencia explícita de los guionistas del presidente a la necesidad de terminar con 70 años de “fiesta”, de decadencia y políticas erróneas que, dice, no se pueden subsanar en solo tres años, retrotrayendo así sus ambiciones de anulación de derechos a la época inmediata anterior al primer gobierno de Perón.

Otro tipo de paralelismo con el pasado se esgrimió al argumentar que “esto yo ya lo viví” en referencia a la última y sangrienta dictadura cívico-militar. Al resaltar el origen del paradigma de las políticas neoliberales en la Argentina, con su espiral de endeudamiento externo, el nombre de Martínez de Hoz y la experiencia que siguió al golpe del 76 fue la referencia obligada. Tampoco se evitó la correlación cuando, avanzada la gestión macrista, empezaron a aparecer formas de represión más propias de períodos dictatoriales como tácticas de “contención” de la protesta social. El aún impune caso de Santiago Maldonado, caratulada inicialmente como “desaparición forzada” a manos de la Gendarmería, y enseguida la muerte del joven mapuche Rafael Nahuel bajo las balas de la Prefectura, dejaron a la ministra de Seguridad Patricia Bullrich en el centro de los discursos de mano dura (“mano justa”, dice el subterfugio comunicacional del gobierno), cada vez más instalados en los mensajes de campaña, como continuidad de la construcción de una nueva subjetividad anclada en el odio y el miedo, e impulsados, además, por la corriente militarista y racista que el nuevo presidente de Brasil, Jair Bolsonaro, vino a imprimir a la región. Con los hechos de las fuerzas de seguridad que tiene a cargo y sus dichos (desde “el beneficio de la duda siempre tiene que estar del lado de las fuerzas de seguridad” hasta “el que quiere andar armado, que ande armado”), la ministra expresa con desparpajo un paradigma de violencia institucional reñido con los valores de la democracia.

En la subjetividad colectiva, entonces, se percibe que algo en el discurso del poder ha vuelto desde ese pasado ominoso. No se puede verbalizar, porque la magnitud de aquella tragedia histórica, la iniciada en el 76, que dejó un país en ruinas y 30.000 desaparecidos, impide cualquier comparación. Sin embargo, lo que está de regreso, además del temerario elogio del fusilamiento, es la mentira descarada, el cinismo del poder en su más perversa expresión, consagrado a imponer una realidad. El vacío, la desolación y la impotencia en la escucha, características centrales de la dinámica de la comunicación desde y hacia el poder de aquella época y también de esta, desnudan las circunstancias del acto cínico: cuando todos se sienten sometidos por un acto violento –ejercido, con abismales diferencias y también muchos puntos en común, en términos de libertades y opresiones, por aquella fundacional experiencia neoliberal argentina y por el actual capítulo local del neoliberalismo global− y ese acto violento es naturalizado por una reformulación del sentido común, vastos sectores de la ciudadanía no pueden o no atinan a construir un contradiscurso eficaz.

En el año 79, al nivel de la palabra, aún en medio de la represión más brutal de que se tenga memoria, el dictador Videla acudió, en una conferencia de prensa posterior a la visita de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, al eufemismo y al cinismo más puro. Es paradigmática esa aparición pública, aduciendo que no puede referirse a los desaparecidos porque “el desaparecido, en tanto esté como tal, es una incógnita… no puede tener un tratamiento especial, es un desaparecido, no tiene entidad, no está ni vivo ni muerto, está desaparecido, frente a eso no podemos hacer nada”. Esto lo decía mientras con su brazo derecho dibujaba en el aire la idea de algo que se evaporaba y desaparecía.

La sola asociación de esta época con la dictadura, a partir del uso de similares estructuras de argumentación que se resumen en el acto cínico, conmociona a pesar de las diferencias concretas, que son evidentes. “Cínicos” es una de las referencias más frecuentes que se utilizan para apostrofar a los funcionarios del gobierno de Mauricio Macri y al propio presidente, por sus declaraciones, caracterizadas como mentiras descaradas.

El negacionismo sobre la cifra de los desaparecidos, encabezado entre otros nada menos que por el secretario de Derechos Humanos, Claudio Avruj, y luego la sanción por la Corte Suprema de Justicia del 2x1 para los represores, que reducía sus penas de prisión (revertida por una multitudinaria manifestación, acaso la única hasta ahora, por número y cohesión, que demostró la fortaleza de la oposición en las calles), permitieron comenzar a verbalizar esa comparación, que al cabo no se presentaba tan antojadiza. Volveremos sobre este tópico cuando caractericemos lo que llamamos “cinicracia” y su centralidad en la construcción de la política macrista.

De todos modos, el paralelismo preferido para definir el lugar de Cambiemos en una línea histórica fue la vinculación que se estableció, como se dijo, con la década del 90. Una época cercana, que antecedió a la hecatombe de 2001, muy presente en la memoria colectiva y, por lo tanto, acaso más adecuada para “explicar” lo que está pasando: son los mismos de entonces, que regresaron.

Recurrir a experiencias anteriores, formatos institucionales ya codificados, hechos políticos pretéritos significativos, estereotipos ideológicos, es una manera natural y lógica de proceder para dar sentido al presente, especial y paradójicamente cuando no queda claro de qué se trata. Más cierto aún es que en la memoria colectiva se guardan experiencias que no pueden, para bien y para mal, dejar de influir en nuestros sentimientos y acciones. Pueden aterrorizarnos o bien aleccionarnos. Son parte de nosotros.

Ante la pregunta de un periodista que dejaba trascender la idea de que había poco que hacer frente al poder concentrado de los medios y la represión, el exjuez de la Corte Suprema Eugenio Raúl Zaffaroni la rechazó con vehemencia y señaló el valor de la comunicación boca a boca, el cuerpo a cuerpo como modo de hacer política y de resistencia, entendida como aquello a lo que esos poderes ideológicos y represivos no tienen acceso y se vuelve, como lo ha demostrado la experiencia histórica, algo profundamente transformador. Apuntaba Zaffaroni no simplemente a buscar parecidos históricos, sino a aprender de la experiencia, imaginar otra “Resistencia” que se oponga a la política de odio y al establecimiento de un proyecto económico político de exclusión y de destrucción de los lazos sociales: trazar un eje de discurso-acción, objetivos concretos, un espacio de diálogo sobre los modos de lograrlos. Solo así, parece sugerir Zaffaroni, las referencias históricas cobran sentido. A diferencia del 76 y de los 90, la referencia al 55 quizás porte en germen un modo posible y legítimo de actuar.

Ahora bien, volviendo a los paralelismos, sobre todo los de raíz económica, el modo de funcionamiento del actual modelo neoliberal es muy diferente a los anteriores en aspectos esenciales –el dominio hegemónico del capital financiero, la constitución de bloques con intereses contradictorios (EE. UU./Europa/Rusia-China, etc.) e incluso el resurgimiento de políticas proteccionistas nacionales (EE. UU.) que generan una guerra comercial–, lo cual redunda en que la pretensión de identificar un período con otro en forma absoluta no ayude a entender la dimensión de los conflictos e impida proceder en consecuencia.

Han cambiado radicalmente el entorno cultural y los modos en que la gente se relaciona entre sí y con la realidad por imperio de la tecnología, que privilegia un vínculo individual que, a su vez, va configurando un modo particular de procesar esa realidad, las posibilidades de actuar sobre ella, los valores por los que se rige. En la era de la posverdad, cuando también se habla de pospolítica y aun de posdemocracia2, en una época en la que el capital en general y el financiero en particular se mueven de manera tal que demuelen todos los diques de contención jurídica de los estados, decir que “esto ya lo viví” puede resultar legítimo como modo inicial de aproximación pero no como base para la caracterización pormenorizada del régimen macrista, y supone, por el contrario, el riesgo de impedir la identificación correcta de las condiciones en las que un trabajo de comunicación política como el que puso en marcha este gobierno puede resultar exitoso.

En un contexto en el que se habla no solo de cambio de época, sino que se afirma la emergencia de una verdadera crisis civilizatoria, es difícil sostener que lo que está pasando ya ha pasado antes, restringiendo la comparación a la pertenencia de ciertos personajes a segmentos económicos y de ciertas medidas económicas a modelos que, por otra parte, operan, como dijimos, también de manera diferente. Trazar un paralelo entre el ciclo neoliberal actual y los de épocas pasadas es imposible sin llevarse puesta la evidencia de que el propio accionar del neoliberalismo cambió, y poner en peligro el diseño de estrategias políticas certeras que permitan enfrentarlo.

La sorpresa, la consternación, la alusión a la “pesadilla”, el “no lo puedo creer”, son expresiones que muestran que las referencias al pasado, a aquello que se creía había quedado atrás en la historia, no alcanzan por sí solas si no se complementan con otras explicaciones que marquen las diferencias entre un proceso y otro, y producen, por el contrario, una cierta parálisis especulativa.

Y no es solo la sorpresa por lo que se percibe como la vuelta de algo que se pensaba superado. Sino, y sobre todo, por el modo en que el poder traspone límites de manera implacable y, llamativamente, sin que se produzcan reacciones importantes, contando incluso con el apoyo de parte importante de la población.

Es quizás a partir del particular modo de maniobra de Cambiemos en el ejercicio del poder que se vuelve estéril la elucubración sobre qué período histórico es el que vuelve en término de prácticas de gestión. Hay una manera novedosa, articulada, de gobernar que el macrismo cultiva sin encerrarse en dilemas que le son ajenos, y que en cualquier caso reúne elementos comunicacionales afines a las tres experiencias previas ya citadas: es al mismo tiempo la imposición del silencio y la búsqueda de la destrucción y dignidad del otro, como en el 55, ahora con el control hegemónico de los medios masivos de comunicación bajo formas de coacción articuladas que cuentan con consenso social transclasista; es el cinismo del 76, con el manejo de un lenguaje generado y adoptado para instaurar realidades y discursos paralelos, unos oficiales y abiertos, otros encubiertos y clandestinos, como son los trolls, los “carpetazos”, los aprietes y el manejo de la justicia; y son los 90, con sus promesas de derrame, pero esta vez en un contexto de reformas económicas y sociales que quieren abrir una nueva etapa histórica civilizatoria, con el apoyo de una importante base social que se reúne alrededor del desarrollo del emprendedorismo y la idea meritocrática del progreso individual.

Pero, sobre todo, la caracterización distintiva del macrismo es su modo político y comunicacional de gestión altamente planificado, disciplinado y articulado. Que monitorea constantemente cada una de sus acciones en sus ámbitos de influencia y que ha desarrollado una filosofía social que lleva a la práctica de manera también muy regulada.

El modelo neoliberal activado en este nuevo contexto procura rediseñar una nueva sociedad, y su objetivo central estratégico es el “cambio cultural”, tal como lo enuncian los portavoces del gobierno y, especialmente, Macri. No se trata simplemente de cambios económicos, políticos, sociales, por más fuertes que sean. Se trata de conseguir que el sistema de valores de las personas, su forma de procesar la realidad, de concebirla, su propia subjetividad, su alma, se conviertan en el verdadero sostén del proyecto. El contexto actual, las nuevas condiciones para la constitución de subjetividades, le juegan a favor. Hablamos de una cultura que privilegia el individualismo y que tiene en el tiempo presente el modo de valoración de las cosas, aunque hable constantemente de futuro.

Y todo este proceso de “cambio”, veremos, ocupa el epicentro de una política planificada de disciplinamiento social, escenificada con métodos y lenguajes cada vez más violentos, que alcanza a todos los niveles de la sociedad y que recurre a una vasta red de medios.

1 El decreto ley 4161 del año 1956, sancionado por el general golpista y presidente de facto Pedro Eugenio Aramburu, prohibía pronunciar los nombres de Juan Domingo Péron y Eva Perón o cualquier mención que se considerara propagandística del peronismo.

2 Crouch, Colin, Posdemocracia, Taurus, España, 2004.

La conquista del sentido común

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