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I
EL CAMBIO
CULTURAL
ОглавлениеBALCARCE EN EL SILLÓN DE RIVADAVIA *
* Consumado su triunfo electoral en 2015, el macrismo sintió que podía emprender un acelerado proceso de cambio cultural que ya había insinuado activamente desde el gobierno de la Ciudad de Buenos Aires. Pero esta vez en el mismo corazón de la cultura política, no solo de la cotidiana. Ahora en poder del aparato del Estado, podía, además, desplegar un sistema de disciplinamiento e intervenir fuertemente en la transformación del sentido común. Desplegó entonces un guión general ya escrito que, lejos de cualquier improvisación, puso en juego herramientas pensadas en detalle para cada coyuntura específica que confluyeron en una sincronizada estructura comunicacional. Se quiso dejar impresa en la mente de las personas una serie de documentos, imágenes, improntas para una especie de “película documental” rodada en tiempo real que funcionase como testimonio del cambio cultural programado. Así fueron acuñadas, entre otras, las imágenes del perro Balcarce sentado en el sillón de Rivadavia, el baile de Mauricio Macri al ritmo de “No me arrepiento de este amor”, de Gilda, en el balcón de la Casa Rosada, los nuevos billetes ilustrados con animales autóctonos, “despolitizantes”, en lugar de los próceres, etc.
Todo estuvo y está impregnado de la intención de romper con los símbolos, con el tiempo histórico acumulado, con la memoria colectiva. Y cargado de un tono sardónico, una tácita burla arrojada sobre el Otro, sobre el concepto de Patria, sobre la política. Fue la muestra de una forma de dinamitar una cultura política y un sentido común vigente. La no política. El perro “Balcarce” sentado en el sillón presidencial, haciendo trizas la historia como continuidad y memoria, reemplazando a los presidentes −o a los niños, deportistas o trabajadores de la cultura que habían sido sentados por Néstor Kirchner en ese mismo lugar, como representación legítima del pueblo− por un animal. Una afrenta a la Historia y a la política como acto colectivo, dejando latente la idea de que el verdadero poder está fuera de la Casa de Gobierno. Que ese objeto, el del sillón como símbolo de poder y representación, es un simulacro con el que había que terminar. Asimismo, el baile en el balcón, teatro de la máxima conexión colectiva del poder político con el pueblo, con el fondo de la cumbia de Gilda, da a entender que ese amor (¿del que habría que arrepentirse?), individual, circunstancial, una “calentura” del momento, debía tomarse como metáfora de la nueva política marcada por lo efímero, por lo privado. Más que la alegría desubicada de un festejo, sonaba a la burla chabacana que coronaba la ascensión de una nueva cultura política, en la que la idea de lo colectivo queda afuera, y no hay otra promesa que la de un mundo feliz, inspirada en una fantasía casi infantil, pero no desde un balcón que sea abrazo y trabazón entre política y ciudadanía, sino de un balcón palaciego, mueca comunicacional de la fiesta aristocrática, para pocos, que el gobierno ofrece a los suyos puertas adentro del castillo.