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MARCIO

FRONTERA ENTRE CALIDOR Y BRIGANT

—Sigue andando. Tu nuevo hogar está adelante.

Marcio apenas si tenía energía para dar un paso más. Le había tomado tres días caminar desde Calia hasta la frontera de Calidor, y lo único que había comido eran las sobras que los guardias habían arrojado al suelo. Lo único que podía ver era una increíblemente elevada muralla de piedra con una torre de vigilancia. El guardia puso la base de su lanza en la espalda de Marcio y lo empujó para que siguiera caminando. A medida que Marcio se acercaba a la muralla, vio que había escalones de piedra construidos en ella. En dirección a la cima había una estrecha saliente que conducía a la torre de vigilancia donde se encontraban cuatro soldados, mirando hacia abajo, en su dirección.

La muralla había sido construida por Thelonius después de la última guerra. Estaba hecha de piedra sólida, con fuertes y miradores para vigilar y proteger Calidor. También había puertas, una en el este y otra en el oeste, aunque era claro que a Marcio no se le permitiría utilizar ninguna. Él era un traidor. Había sido parte de un complot para matar a Regan y luego a Edyon. Las puertas no eran para él.

Comenzó a trepar. Los escalones de piedra eran estrechos, y Marcio estaba mareado a causa del hambre y la sed.

—Muévete, imbécil —gritó el guardia abajo de él.

Lo maravilloso de estar así de exhausto era que a Marcio ya no le importaban los guardias. Casi nada le importaba ya. Ni siquiera le importaba caerse, sólo seguía poniendo un pie delante del otro.

Y entonces llegó a lo alto de la muralla y miró al otro lado, a Brigant. No parecía tan malo: exuberantes pastos verdes, arbustos y árboles. Aunque llegar allí no sería un camino en línea recta. No había escalones de ese lado de la muralla. Mirando directamente hacia abajo, Marcio vio que la larga caída terminaba en una maraña de zarzas. Al otro lado había otra muralla más pequeña que tendría que escalar para entrar en Brigant. Primero debía encontrar una forma de descender por esta gran muralla, o podría simplemente arrojarse y poner fin al tormento. Pero por ahora no optaría por ninguna de estas opciones; miró de nuevo a Calidor… a Edyon.

Había viajado una gran distancia en los últimos meses: a través de Pitoria hasta Dornan para encontrar a Edyon, luego había escapado con Edyon a Rossarb, cruzando la Meseta Norte, y luego había regresado, perseguido por soldados de Brigant. Y ahora comprendía cuánto su compañía, el alma y el espíritu de Edyon, lo habían mantenido en marcha. Extrañaba su presencia más de lo que alguna vez imaginó que fuera posible. Se iba de Calidor y nunca retornaría. Nunca volvería a verlo. Si le hubiera dicho a Edyon la verdad antes, tal vez las cosas hubieran sido diferentes. Quizás Edyon lo habría escuchado, quizás hubiera entendido.

—¿Una lágrima final de despedida, Ojos Blancos? —le gritó un guardia—. Bueno, se acabó tu tiempo. Estás en nuestra muralla y si no bajas por tu cuenta, te arrojaremos nosotros.

El guardia comenzó a trepar.

Marcio tuvo la sensación de que las palabras del guardia no eran una amenaza vacía. Echó un vistazo final a Calidor: el reino de Edyon, ahora su hogar. Luego, cuando el primer guardia estaba llegando a la cima de la muralla, balanceó la pierna por encima del parapeto y se agachó. Buscó puntos de apoyo en la piedra y encontró pequeños huecos donde a duras penas podía acomodar las puntas de sus botas. Se aferró a la áspera roca, raspándose las rodillas, y de alguna manera pudo empezar a bajar. Sin embargo, en ese momento la mano perdió el agarre y ya, completamente falto de energía, en parte saltó y en parte cayó el tramo final, para aterrizar entre ramas y zarzas. Arriba, los guardias soltaron risotadas. Marcio gritó de dolor y desesperación, pero descubrió que no se había roto ningún hueso y, a pesar de haber quedado enredado entre las zarzas y de que éstas habían rasgado su camisa y arañado sus brazos, estaba intacto. Se abrió paso a través de un montón de ramas rotas y comprendió que la zanja, debajo, era profunda. La madera había sido puesta allí por una razón y pudo percibir el olor a brea. Toda esta área entre la muralla exterior de Calidor y la de Brigant, es tierra de nadie, una gran boca de fuego a la espera de ser encendida.

Trepó a la siguiente muralla, en la que también encontró escalones incorporados, pero consciente de que al otro lado no habría ninguno. Llegó hasta la cima, se agachó sobre el parapeto y descendió gateando lo mejor que pudo para poner un pie en el territorio de Brigant, aunque por fortuna no había nadie alrededor. No estaba seguro de cómo sería tratado por la gente de Brigant, que no tenía precisamente reputación de amable y generosa. ¿Acaso podría ser peor que los soldados de Calidor que acababa de dejar atrás?

Marcio comenzó a caminar. Lanzó una sola mirada hacia atrás para ver la muralla a lo lejos y la silueta de los soldados en la parte más alta. Descendió gradualmente por una colina. Pensó que ésa sería la forma más probable de encontrar un camino, tal vez personas y, con suerte, comida. Sintió alivio cuando encontró una corriente. Tomó agua y se bañó, se quitó el polvo de la piel y del cabello, y refrescó sus pies. Después de haber descansado, siguió la corriente hacia abajo, hasta que llegó a un camino pedregoso. No tenía nada para llevar agua, así que tomó un último trago y siguió el camino al este.

Marcio avanzaba con paso lento. No había encontrado señal de vida humana, más allá del camino. Cuando anocheció, no logró encender una fogata. Nada tenía, ni siquiera una manta que lo mantuviera abrigado. Se tendió a dormir. Al menos, ahora podía descansar cuando quisiera. Al menos, ya nadie lo maldecía ni lo pateaba. Pero despertó durante la noche, alerta y temeroso: después de todo, estaba en Brigant, territorio enemigo. Marcio se agachó cerca del suelo, atento a los ruidos de la noche, pero no había sonidos humanos ahí. Fue en este instante cuando aparecieron las lágrimas. Estaba en verdad solo, sin amigos, sin familia, sin hogar e, incluso, sin reino.

Recordó esa última vez en la celda con Edyon. Él había dicho que Marcio era “Un verdadero amigo. Y un amor verdadero”, pero Marcio lo había traicionado. Y ni siquiera cuando Edyon lo confrontó, Marcio consiguió decirle lo que en realidad sentía. Nunca había estado seguro, sino hasta que fue demasiado tarde, de todo lo que amaba a Edyon. Las lágrimas rodaron por sus mejillas, cerró los ojos e imaginó a Edyon parado frente a él, imaginó que le decía cuánto lo amaba, imaginó que lo besaba y le rogaba que lo perdonara. Y en sus sueños, Edyon secaba con besos las lágrimas de Marcio.

A la mañana siguiente, Marcio siguió avanzando hasta que vio una pequeña granja no muy lejos del camino. Se tambaleó hacia el lugar para pedir comida. Había gallinas en el patio, además de cabras y un cerdo. Era un lugar pequeño y pobre y, no obstante, le pareció el paraíso. Marcio golpeó la puerta de la granja, pero no obtuvo respuesta. Tenía que comer, tenía que conseguir algo. Un huevo y un poco de leche de las cabras le permitirían seguir andando por el resto del día. Seguramente el granjero podría compartirle un poco.

Marcio se dirigió al gallinero y se deslizó dentro. Recorrió con las manos las estanterías y encontró dos huevos, que acomodó con gentileza en su bolsillo. Salió sintiéndose culpable, pero aún necesitaba tomar algo más. Para sobrevivir, necesitaba una manta y un odre para almacenar el agua. La casa estaba tranquila y vacía: ¿se atrevería a entrar?

—Es eso o morir —murmuró para sí mismo mientras abría la puerta y entraba.

La casa era pequeña y había muy pocas posesiones en su interior. Había una habitación con una cama individual a un lado y una rústica caja de madera que contenía algunas prendas y una manta. Marcio tomó la manta. Luego fue a la cocina —al otro lado de la habitación—, que tenía una chimenea, una mesa y dos pequeñas alacenas. En una encontró una pequeña jarra llena de leche. Marcio se lamió los labios y su estómago gruñó. La leche apenas rozó las comisuras de su boca, pero su sabor era graso y pleno. La alacena también contenía algunos quesos y manzanas. Marcio tomó un saco para guardar la comida y luego encontró algunas coles y nabos. Tomó uno de cada uno y también los metió en el saco.

Estaba saliendo de la casa, cerrando la puerta cuidadosamente, detrás de sí, cuando escuchó un grito.

—Hey, muchacho… ¿Qué estás haciendo?

Marcio se giró. Se acercaba un hombre mayor. Marcio debía elegir: confesar y pedir perdón, o correr.

Miró al hombre, que era nervudo, con una pequeña barba gris.

—Bueno, ¿qué buscas? —gritó el hombre, frunciendo el ceño y moviéndose sorprendentemente rápido en dirección a Marcio, que retrocedió—. ¿Es mi saco ése que tienes ahí? ¿Me estás robando?

—Sólo tengo hambre.

—¿Y qué le pasa a tus ojos?

—Ésos no los robé.

—¡Eres abasco! Pensé que los tuyos estaban muertos. Todos eran ladrones y escoria —el hombre tomó el saco, pero Marcio se lo arrebató, así que el hombre sujetó a Marcio.

Marcio alejó al hombre de un empujón.

—Ése es mi saco —el hombre volvió a aferrarlo, pero Marcio lo jaló y corrió unos pasos, volviéndose para suplicar—: Sólo tengo hambre. Sólo necesito un poco de comida.

El hombre se inclinó, recogió algunas piedras del camino y se las arrojó con gran precisión, mientras gritaba:

—¡Ladrón! ¡Ladrón abasco!

Las piedras golpearon a Marcio dos veces en la parte posterior de la cabeza mientras corría, y el hombre gritó; su voz viajaba sorprendentemente en el aire detenido:

—Te sacaré los ojos por robarme, abasco bastardo.

Marcio desaceleró en la cima de una colina antes de mirar atrás. El hombre estaba muy lejos, aún mirándolo. Marcio sacó los huevos de su bolsillo, los abrió y succionó su contenido. Arrojó las cáscaras al suelo y le gritó al hombre:

—Debí haber tomado también una gallina.

Esa noche, Marcio se las arregló para encender una fogata. Se envolvió en la manta y comió un poco de la comida, guardando lo que esperaba que fuera suficiente para el resto de su viaje. No sabía por cuánto tiempo estaría caminando y no podría arriesgarse a robar con demasiada frecuencia. Necesitaba llegar a un pueblo o a una ciudad. Necesitaba dinero, trabajo. Pero, a medida que avanzaba la noche, sus pensamientos se fueron desviando de esas inquietudes y regresaron, como siempre, a Edyon.

A la mañana siguiente, partió con las primeras luces, sin saber adónde se dirigía y sin estar seguro de querer llegar. Para empeorar más las cosas, empezó a llover. Marcio puso el saco sobre su cabeza y caminó penosamente hacia una hilera de pequeños árboles, lejos del camino, en busca de abrigo. Al acercarse, vio que los árboles crecían en un pequeño y estrecho valle. Resbaló por la pendiente de hierba mojada y barro, y aterrizó sobre su trasero, lo que suscitó una risita por encima de él. Marcio levantó la vista y se encontró con un chico apoyado contra el tronco de un árbol.

El chico era más pequeño que Marcio, extremadamente delgado, tenía un ojo negro hinchado, cabello rojizo desordenado y botas que lucían demasiado grandes para él. A modo de saludo, abrió su chaqueta hecha jirones para revelar que sus pantalones, que también eran demasiado grandes, estaban sostenidos por un cinturón de cuero grueso y desgastado, y dentro de éste estaba acomodado un largo cuchillo.

—No quiero problemas —dijo el joven.

—Yo tampoco —respondió Marcio—. Sólo quiero escapar de la lluvia.

—Igual que yo —el chico señaló con la cabeza el árbol a su lado—. Allí hay espacio.

Marcio caminó hasta el árbol, extendió su saco y se sentó sobre él. Miró al chico, que lo observaba con atención.

—Mi nombre es Sam.

—Marcio.

—No parece que la lluvia vaya a detenerse pronto.

Marcio no estaba de humor para una conversación sobre el clima, pero no le haría daño ser amigable.

—No, tal vez no.

—¿Tienes comida?

—Un poco.

Sam cerró su chaqueta para esconder el cuchillo y esgrimió una sonrisa en su rostro.

—¿Qué tienes?

—Queso, una manzana, nabos y col.

Sam se relamió los labios.

—Delicioso.

—¿Cuándo fue la última vez que comiste?

El chico se encogió de hombros.

—Ayer… o el día anterior, tal vez.

—¿Sabes cómo poner trampas para conejos?

Sam dijo que no, pero parecía confiado.

—Préstame tu cuchillo y te mostraré como hacerlo.

—No voy a caer en ese truco.

Marcio suspiró.

—Mira, hay agujeros de conejo por todos lados. ¿Qué tal si… te muestro cómo hacerlo, y tú lo haces? No tocaré tu cuchillo.

Sam asintió.

—Seises.

—¿Seises? ¿Qué significa eso?

Sam parecía confundido.

—¡Seises! O sea, trato hecho. Como una buena jugada de dados. Seises.

—Ah, ya entiendo.

Marcio le mostró a Sam cómo seccionar un trozo de una rama, cortarla y pelarla para hacer una pieza flexible que pudiera ser transformada en una trampa para atrapar un conejo. Sam aprendía rápido y trabajaba bien con las manos, pero nunca dejaba que Marcio se acercara al cuchillo, siempre lo metía de nuevo en sus pantalones cuando no lo estaba usando.

Después de que pusieron las trampas, Sam preguntó:

—Tú no eres de Brigant, ¿cierto? ¿De dónde eres?

—Soy abasco de nacimiento. He viajado bastante, ahora estoy probando suerte aquí —Marcio cambió rápidamente el tema y preguntó—: ¿Y tú de dónde eres?

—Blackton. Una pequeña aldea en el norte junto al mar.

—Entonces, ¿cómo llegaste aquí?

—Mi amo no podía pagarme, ni siquiera podía alimentarme. Y escapé.

—¿Le robaste la ropa? —Marcio sonrió, mirando los pantalones y las botas extragrandes.

El rostro de Sam se tensó.

—No soy un ladrón. Son míos.

Marcio asintió.

—Entonces, ¿fue tu amo el que te puso un ojo morado?

—¿Y tú alguna vez te cansas de hacer preguntas?

Era evidente que Sam se había metido en algún tipo de lío y que ésas no eran sus vestimentas normales. Pero Marcio no siguió presionando. Ambos tenían historias que no querían compartir.

—Así que vienes escapando desde el norte. ¿Adónde te diriges? ¿A Calidor?

—¡Calidor! Ellos son nuestros enemigos. ¿Por qué iría allí?

—Trabajo. Dinero. Comida. Es la tierra de la leche y la miel, después de todo.

Sam sacudió la cabeza.

—No por mucho tiempo, según dicen. De todas formas, voy a unirme al ejército. Ése es el lugar ideal —sonrió—. Allá podríamos encontrar trabajo, dinero y comida.

—Y la guerra y los combates —Marcio pensó en Ro­ssarb—. Y la muerte y la destrucción.

—No para los vencedores. Los vencedores no son destruidos.

Marcio miró a Sam de arriba abajo. Era apenas un chiquillo. No debería estar en el ejército.

—Tú eres un vencedor ¿cierto?

Sam se encogió de hombros.

—Me defiendo.

Marcio no mencionó el ojo morado.

—¿Cómo puedes unirte al ejército? ¿No tienes que ser primero escudero de un caballero o algo así?

—No en el caso de las brigadas juveniles. Sólo tienes que ser fiel al rey, y lo suficientemente joven.

—¿En serio? —el interés de Marcio despertó. ¿Era éste el ejército del que Edyon tenía que advertir a su padre?

—Son los mejores. Dicen que tienen poderes especiales, fuerza especial. Viven para siempre.

Tenía que ser el ejército de jovencitos, alimentado por el humo de demonio.

—Mmm. No estoy tan seguro de la parte de vivir para siempre, pero yo creo que ellos sí tienen fuerza especial.

El rostro de Sam se iluminó.

—¿También lo escuchaste? Algunos dicen que esto es obra de los demonios, pero no importa cómo funciona si me vuelvo lo suficientemente fuerte para combatir contra el que me plazca.

—Es verdad. Si inhalas el humo de demonio púrpura, te vuelves fuerte por un corto tiempo. También cura las heridas con rapidez.

Sam rio y se dio una palmada en el muslo.

—¡Sí! Es verdad. Es verdad. Seremos indestructibles.

—Aun así, tendrás que destruir a otras personas —le recordó Marcio.

Sam echó los hombros atrás.

—Las personas reciben lo que merecen. Los enemigos de Brigant necesitan recordar quién manda.

—¿Las mujeres y los niños también? ¿Los bebés? ¿Los ancianos?

—¡Yo no voy a luchar contra ellos! No están en el ejército. Pero… —Sam se encogió de hombros—: si estás en el lado equivocado, sufres.

Marcio asintió mientras pensaba en su familia y en todo el pueblo abasco.

—Eso es cierto.

Se mantuvieron en silencio durante un tiempo y luego Sam dijo:

—Ya antes he visto ojos como los tuyos. En el norte. Los esclavos abascos que trabajaban en las minas también tenían los ojos plateados.

—Ya veo.

—Mi maestro negociaba con los dueños de las minas, comprando y vendiendo estaño —Sam tocó el suelo con el dedo—. ¿Vienes de ahí? Cuando dijiste que viajaste un poco, ¿querías decir que escapaste?

Marcio sacudió la cabeza.

—No. Yo no era esclavo en Brigant. Yo era un sirviente en Calidor. Pero un sirviente es prácticamente un esclavo.

—No necesitas decírmelo. Entonces, ¿Por qué te fuiste de Calidor si es la tierra de la leche y la miel?

Marcio se encogió de hombros.

—Al igual que tú, Sam, me cansé de ser un sirviente.

—Entonces, ¿tú también te unirás al ejército?

Marcio no tenía planes sobre lo que haría a continuación, pero parecía que, cualquier cosa que intentara y adonde quiera que fuera, la guerra siempre se atravesaba en su camino. La guerra era su destino. No había vengado las muertes del pueblo abasco, tal como se lo había propuesto cuando salió del castillo de Thelonius, y ahora sabía que eso no sería posible. Habían desaparecido años atrás. Pero Edyon todavía estaba vivo, y Brigant ciertamente atacaría Calidor. ¿Podría Marcio ayudar de alguna manera? ¿Podría encontrar la forma de espiar al ejército de jovencitos y regresar con información valiosa para Edyon? ¿Podría recuperar su confianza?

Parecía una idea absurda. Lo más probable es que muriera en la primera batalla. Pero tenía que hacer algo. No podía sólo fingir que la guerra no estaba sucediendo. No podía pretender que no había conocido a Edyon. No quería hacerlo. Él deseaba regresar: no a Calidor, sino junto a Edyon.

El estómago de Marcio gruñó y lo trajo de regreso a la realidad, sentado en una zanja mojada junto a Sam. La cruda realidad era que él estaba muriendo de hambre y al menos en el ejército conseguiría comida.

—Sí, yo también me uniré al ejército —dijo.

Los reinos en llamas

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