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CATHERINE

CAMPAMENTO REAL,

NORTE DE PITORIA

La guerra no termina para los vivos; sólo halla su fin entre los muertos.

Proverbio de Pitoria

Un breve grito rompió el silencio de la noche. En su cama, la reina se dio vuelta, todavía medio dormida. Cada noche estaba llena de extraños sonidos y alaridos que provenían de las bocas jadeantes de hombres y demonios.

Era sólo un sueño…

Podía lidiar con sus sueños, pues se disolvían inofensivamente con el día, pero sus sueños rara vez la despertaban.

Tal vez fue el aullido de un zorro…

Aunque en el campamento no había zorros.

O un soldado gritándole a un compañero…

Quizás había sido justo eso.

Catherine abrió los ojos.

La tela de su tienda de campaña colgaba flácida en la penumbra que se cernía. Las lluvias que habían caído durante más de una semana por fin habían cesado, dejando charcos en las esquinas de las carpas reales y una humedad que persistía en el aire. Manchas de moho negro habían brotado con rapidez en todo lo que había en su tienda: las divisiones de lana, las cortinas de seda, incluso las sábanas se estaban convirtiendo en mortajas negras.

Afuera, se aproximaba la luz de una farola, lanzando vacilantes y encorvadas sombras junto a voces apagadas.

Savage y sus ayudantes.

Otro aullido de dolor y Catherine se levantó y salió de la cama. Se colgaba la capa en el momento en que Tanya entró corriendo. Aunque la doncella de Catherine no pronunció una sola palabra, su rostro lo decía todo: la condición del rey Tzsayn empeoraba.

Catherine se abrió paso a través de las particiones de doble cortina que dividían la tienda real, separando sus “recámaras” de las del rey. El general Davyon ya estaba allí, a horcajadas sobre la cama, sosteniendo a Tzsayn, que forcejeaba con él. Los ojos del rey se fijaron en ese momento en Catherine y gritó su nombre. Catherine corrió hacia él, sabiendo que un momento de retraso acrecentaría su pánico. La joven tomó la mano de Tzsayn y la sostuvo con firmeza.

—Ya, ya —dijo en voz baja—. Soy yo.

—¿Eres real? ¿Estás aquí? —la miró fijamente, como si aún no estuviera seguro de quién era.

—Sí, soy real. Estoy aquí.

—Pero si ellos te llevaron. Los de Brigant. Pensé que te había perdido.

—No. Escapé… en el campo de batalla. Lo recuerdas, ¿cierto?

Tzsayn la miró con lágrimas en los ojos y sacudió la cabeza, intentando evitar que rodaran por su rostro.

—Pensé que te habían llevado. Pensé… ese hombre.

Ese hombre, decía todas las veces. Se refería a Noyes, Catherine estaba segura, aunque él nunca había dicho su nombre. Él había sido el torturador de Tzsayn y sus hombres, y ahora asediaba la mente del rey.

—Fue un sueño, un mal sueño. Tienes fiebre, cariño. Por favor, recuéstate. Yo estoy a salvo. Pero también quiero que tú lo estés.

Catherine se sentó junto a la cama sosteniendo la mano de Tzsayn mientras el doctor Savage servía una taza de medicina lechosa; en el momento en que la extendió a los labios de su paciente, Tzsayn apartó la taza.

—No más de esa cosa. Déjenme tranquilo, maldita sea.

Davyon simplemente sacudió la cabeza y los asistentes del médico sostuvieron los hombros de Tzsayn mientras Savage vertía la medicina en la garganta del rey quien escupió y renegó, pero al final volvió a caer sobre sus almohadas, todavía aferrado a la mano de Catherine.

Cuando el rey estuvo otra vez tranquilo, Savage retiró las sábanas para revisar su pierna herida. Cada vez que hacía esto, Catherine solía enfocar su atención en el lado bueno del rostro de Tzsayn —su delicado pómulo, su ceja arqueada—, pero esta vez se obligó a mirar abajo mientras Savage desenrollaba las vendas.

Un vistazo fue lo único que pudo soportar. Debajo de la rodilla, la pierna de Tzsayn era un pedazo de carne sanguinolenta repleta de pus, con el pie hinchado como una calabaza.

Se volvió hacia Savage y Davyon.

—¿Qué le está pasando? ¡Se está poniendo peor!

Savage sacudió la cabeza.

—Las quemaduras de la infancia ocasionan que las nuevas tarden más en sanar.

Inmediatamente después de la batalla en el Campo de Halcones, Tzsayn pareció recuperarse, pero después de sólo dos días, una infección le había hinchado la pierna y el delirio abrumaba su mente. Catherine se había recuperado con rapidez de su propio calvario antes y durante la batalla. Tenía una cicatriz profunda en la mano, producto del pincho de metal que la había mantenido encadenada, pero el humo de demonio que inhaló la había curado al instante.

Si funcionara en Tzsayn, pensó. Pero él era demasiado mayor para que el humo púrpura tuviera algún efecto útil.

Catherine había quedado con algunas cicatrices físicas, pero pocas mentales. Había asimilado las consecuencias de sus acciones: había dado muerte a su propio hermano. No estaba orgullosa de eso, pero tampoco arrepentida. Había sido un hecho, algo que necesitaba hacerse. Los hombres mataban todo el tiempo, sin pensar mucho al respecto, pero Catherine había examinado sus acciones con la lógica propia de un juez, y no tenía duda de que había hecho lo correcto.

Boris era malvado y su padre lo había hecho así. Era probable que el mismo padre de Aloysius lo hubiera obligado también a ser de esa forma, y no hay duda de que a su vez el padre de él podría ser culpado, y el padre de su padre y así ascendentemente, a lo largo del linaje real. Pero la podredumbre tenía que parar. Y si los hombres no podían, o no lo hacían, Catherine lo haría por su cuenta. Había comenzado matando a Boris, pero tenía que hacer más. Ésta era ahora su certeza. Haría cuanto estuviera a su alcance para evitar que su padre causara más muerte, destrucción y miseria. Ésta era su gran ambición y no la agobiaba; por el contrario, la impulsaba a seguir adelante.

Y “seguir adelante” significaba actuar: no, significaba ser una reina, la reina Catherine de Pitoria. Había mentido acerca de estar casada con Tzsayn mientras él era prisionero de Aloysius, pero había continuado con la mentira cuando él fue liberado. Lo mismo habían hecho Davyon, Tanya e incluso Ambrose, así que ahora, para todos los efectos, ella era la reina, con todas las responsabilidades que esto conllevaba.

Por fortuna, los involucrados en el traicionero plan de entregar a Catherine a su padre a cambio de Tzsayn habían sido castigados con prontitud. Lord Farrow, así como sus generales y partidarios, habían sido arrestados y encarcelados de inmediato tras la batalla. En el par de días que Tzsayn estuvo lúcido, dejó en claro que lord Farrow sería juzgado por traición, y pocos dudaban de que sería hallado culpable y ejecutado.

Pero luego la fiebre de Tzsayn se había agravado y la responsabilidad de dirigir el ejército, y el reino, había recaído en la reina. Estas responsabilidades —algunas pequeñas, otras enormes— ocupaban por completo la mente de Catherine. Debía tomar decisiones sobre el ejército, la armada naval, la comida, los caballos, las armas y el dinero.

El dinero…

La mayor parte de la riqueza de Pitoria se había esfumado en el pago del rescate de Tzsayn y estaba ahora en manos de Brigant. La gente ya pagaba impuestos hasta el tope. El dinero —o su carencia— era una seria amenaza, así como la guerra.

Muy poco dinero y demasiado conflicto.

Catherine acarició la frente de Tzsayn. Ahora estaba dormido y se veía en paz, pero Catherine sabía que ella ya no dormiría más. Podría inhalar un poco de humo de demonio, que tenía la maravillosa habilidad de relajarla y hacerla más fuerte, pero Tanya también estaba despierta y se enfadaría si viera a su señora haciéndolo. Ser una reina, había descubierto, significaba aún menos privacidad que ser una princesa. La idea de tener tiempo para sí, sin ser observada, parecía un lujo inimaginable. Se dirigió al exterior, seguida por Tanya. Davyon, de aspecto sombrío como siempre, estaba allí, mirando al horizonte. El cielo estaba despejado y comenzaba a clarear en el este.

—Al menos la lluvia amainó —dijo Catherine.

—Sí —respondió Davyon.

Catherine pensó en los montones de papeles que tenía sobre su escritorio. Todavía no estaba lista para enfrentarlos.

—Quiero dar una caminata.

—Por supuesto, Su Alteza. ¿Dentro del complejo real? O…

—No, una verdadera caminata, al aire libre, entre los árboles.

En el pasado, Catherine habría cabalgado felizmente con Ambrose como único guardia, y ahora le encantaría hacer eso. Pero lo que quería y lo que podía hacer eran cosas muy diferentes. Lo último que necesitaba era reavivar los rumores sobre su relación con su guardaespaldas y, además, Ambrose todavía se estaba recuperando de las heridas recibidas en batalla. Al pensar en eso, Catherine se sintió culpable. Muchos de sus soldados habían resultado heridos; debería mostrar su apoyo.

—Voy a recorrer el campamento. Me gustaría ver a mis soldados.

Davyon frunció el ceño.

—Necesitará que parte de la Guardia Real la acompañe.

—¿En mi propio campamento?

—Usted es la reina. Puede haber asesinos —murmuró Tanya en voz alta, como sólo ella podía hacerlo—. Y en caso de que lo haya olvidado, hay un ejército hostil al otro lado de esa colina.

—Muy bien —dijo Catherine—. Convoca a la Guardia Real.

Davyon se inclinó.

—Yo también la acompañaré, Su Alteza.

—¿Necesitará su armadura, Su Alteza? —preguntó Tanya.

—¿Por qué no? —suspiró Catherine—. Estoy segura de que la protección adicional complacerá a Davyon. Vamos a deslumbrarlos.

Aunque no se sentía en absoluto deslumbrante.

Mientras el sol ascendía sobre el campamento, Catherine, con un traje blanco bajo su brillante armadura, el cabello trenzado alrededor de la corona y suelto sobre la espalda, salió con Davyon (con una sonrisa rígida en el rostro), Tanya (los ojos cansados, un traje azul y chaqueta blanca que Catherine no había visto antes) y diez hombres de la Guardia Real, todos con el cabello teñido de blanco.

Catherine sintió que mejoraba su estado de ánimo en el momento de saludar a los guardias por nombre y se detuvo a preguntar a uno de ellos:

—¿Cómo sigue su hermano, Gaspar?

—Mejorando, Su Alteza. Gracias por enviar al médico.

—Me alegra que haya sido de ayuda.

Catherine no había puesto un pie fuera del recinto protegido desde la batalla del Campo de Halcones. Había estado en reuniones, cuidando a Tzsayn o durmiendo. Ahora, mientras daba unos pasos afuera de las altas paredes de las tiendas reales, vio al ejército de Pitoria. Su ejército.

El campamento se extendía hasta donde Catherine alcanzaba a divisar y, aunque no se había movido de sitio desde la batalla, estaba por completo irreconocible. Siempre había sido un poco caótico, con tantas tiendas de campaña, caballos y personas, incluso pollos y cabras, pero se había instalado en agradables y extensos pastizales. Siete días de lluvia y miles de botas pisoteando el suelo lo habían cambiado todo. Ya no quedaban rastros de hierba, sólo se veía el fango espeso intercalado con charcos de agua marrón, sobre los cuales nubes de diminutas moscas colgaban como humo a la luz de la mañana.

—Mosquitos —se quejó Tanya, golpeándose el cuello—. Ayer me picaron todo el brazo.

Davyon eligió una ruta por el campamento que estuviera lo más seca posible, pero mientras se movían entre las tiendas percibieron algo más suspendido en el aire, además de los mosquitos: un olor —no, un hedor— de restos humanos y animales.

Catherine cubrió su rostro con la mano.

—Este aroma es bastante abrumador.

—He estado en granjas con aromas más dulces —dijo Tanya.

Un poco más adelante, algunas de las tiendas estaban completamente anegadas. Los soldados caminaban con barro hasta los tobillos y nubes de mosquitos a su alrededor.

—¿Por qué no han trasladado sus tiendas? —preguntó Catherine a Davyon.

—Son los hombres del rey. Necesitan estar cerca del rey.

—Necesitan estar secos.

—No esperábamos que las lluvias duraran tanto, pero los hombres son resistentes. Es sólo agua, y como Su Alteza dijo, las lluvias parecen haber terminado.

Catherine salpicó de fango al pasar a un grupo de soldados en una pequeña isla de tierra relativamente seca. Los hombres saludaron y sonrieron.

—¿Cómo se las arreglan con la lluvia? —preguntó.

—Podemos con cualquier cosa, Su Alteza.

—Ya puedo sentir que mis botas están empapadas y sólo he estado aquí un momento. ¿No tienen los pies mojados?

—Sólo un poco, Su Alteza —admitió uno.

Pero otro hombre más osado agregó:

—Empapados, y así llevo varios días. Mis botas están podridas, los pies de Josh se han vuelto negros y Aryn tiene fiebre roja, por lo cual es posible que no lo volvamos a ver.

Catherine se volvió hacia Davyon.

—¿Fiebre roja?

Davyon hizo una mueca.

—Es una enfermedad. Los médicos están haciendo lo que pueden.

Catherine agradeció a los hombres por su honestidad y partió de nuevo. Cuando estuvieron fuera del alcance del oído de los soldados, le susurró a Davyon:

—¿Hay hombres muriendo de fiebre? General, esto no es lo que esperaba de usted. ¿Cuántos han enfermado?

Davyon rara vez mostraba sus emociones y su voz ahora reflejaba más cansancio que irritación.

—Un hombre de cada diez muestra síntomas. No quería molestarla con eso.

Catherine estuvo a punto de maldecir.

—¡Son mis hombres, mis soldados! —dijo—. Yo quiero saber cómo están. Usted debería haberme informado. Debería haber trasladado el campamento. Hágalo hoy, general. No podemos asumir que las lluvias no volverán. E, incluso si así fuera, este lugar ya es un lodazal, lleno de moscas y suciedad.

Davyon se inclinó.

—En cuanto Su Alteza regrese sana y salva al complejo real comenzaré el proceso…

—Comenzará el proceso ahora. Tengo diez guardias conmigo, Davyon, no necesito que usted también venga. Y me parece que ahora tengo más probabilidad de morir ahogada o de fiebre que por la flecha de un asesino.

Los labios de Davyon permanecieron apretados cuando volvió a inclinarse y se marchó sin decir palabra. Catherine continuó su recorrido, deteniéndose eventualmente para hablar tanto con sus hombres cabezas blancas como con los cabezas azules de Tzsayn. La mayoría parecía feliz de verla y todos preguntaron por su rey.

—Sabíamos que lograría escapar de Brigant. Si alguien podía hacerlo, era él.

Catherine sonrió y dijo lo orgullosa que estaba Tzsayn de sus hombres por su lealtad y coraje. Era evidente que ninguno sabía que Tzsayn estaba enfermo y quizá sería mejor mantener así las cosas.

La joven se detuvo en el extremo norte del campamento desde donde podía ver el Campo de Halcones. También estaba irreconocible, al igual que el lugar donde los soldados de Pitoria habían luchado y vencido a los de Brigant. El río se había desbordado y había inundado todo. Lo único distintivo que quedaba era un poste de madera torcido que se asomaba en ángulo desde el agua marrón: los restos de la carreta a la cual había sido encadenada, y que de alguna manera había sobrevivido tanto al fuego como a la inundación. En la orilla lejana, donde las tropas de su padre se habían reunido, no quedaba más que hierba. En los días posteriores a la batalla, los soldados de Brigant se habían replegado hasta las afueras de Rossarb, a medio día de viaje hacia el norte. Nadie sabía cuándo atacarían de nuevo o si lo harían, pero mientras su padre tomaba una decisión, no había sido tan insensato para quedarse más tiempo en un pantano.

Mientras Catherine examinaba el suelo, sintió una presión en el estómago. En los mapas mostrados durante las reu­niones de guerra, todo parecía de alguna manera remoto, pero aquí el verdadero alcance de su difícil situación se sentía incómodamente real.

Incluso si Catherine había escapado de sus garras, Aloysius había conseguido casi todo lo que quería con su invasión: oro del rescate de Tzsayn para financiar su ejército y el acceso al humo de demonio en la Meseta Norte. Su ejército se había retirado, pero no había sido derrotado, mientras que los hombres de Catherine estaban hundidos hasta las rodillas en el barro, asolados por la fiebre.

Apretó la mandíbula. Deseó que Tzsayn pudiera ayudarla, pero por ahora tendría que arreglárselas por su cuenta.

Los reinos en llamas

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