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Ausias Susmozas, empresario teatral de éxito notorio, requirió la extremaunción después del último telediario. No fue sencillo encontrar a quien oficiara, porque ya eran las tantas. Finalmente, un sacerdote del colegio Gaztelueta se ofreció a la administración de los óleos y tomó confesión al moribundo. Empezó el cura, para despertar a Ausias de la modorra.

—Ave María Purísima.

—Hola.

—Dime tus pecados.

—Te voy a decir los que no he cometido, que si no no acabamos nunca.

—Vale.

—Los he cometido todos. Menos uno.

—Cuál.

—El sexto de los capitales.

El sacerdote no recordaba muy bien de qué iba ese. Reunió valor, venció vergüenza, apeló en su conciencia al bien morir del enfermo y preguntó.

—Cuál era el sexto, que a veces los confundo.

—La envidia. La he provocado toda. Pero nunca he sentido ninguna.

De penitencia se recetó una jaculatoria, porque a Ausias no le restaba hálito para más. Su interpelación final fue para el lealísimo Gran Damián.

—¿Esos tres siguen sin venir?

Ausias había mandado llamar a sus hijos al verse en el trance último. Gran Damián dio la callada por respuesta.

—Pues entonces ya sabes lo que tienes que hacer.

Murió seis minutos después.

Agonía, absolución, óbito y velatorio se produjeron el día 26 de enero de 2012 en el número 65 de la avenida de Zugazarte, vía admirable del barrio de Las Arenas (Getxo, Vizcaya). Seis incondicionales se hallaban presentes. Borrachos por el dolor y por los aromas que supuran las maderas nobles, destrozados por la pena, incapaces de comprender que por una vez el viejo talento se fuera a dormir el primero, incapaces de concebir que hubiera en él menos vida que en ellos, incapaces de imaginar qué hacer ahora sin su guía. Eran sólo algunos, los más fieles, de los cientos de hombres y mujeres que lo habían acompañado durante años de montarla, en escena o en la calle. Seis ancianos taciturnos que, sobre la gravedad que concede la firmeza de carácter, llevaban colgada la mueca de quien ha pasado la vida riéndose de ellas —de la gravedad y de la firmeza de carácter—. Con otros seis más habrían parecido los doce del Cid, que ahora partía hacia su definitivo destierro sin poder ellos ir a su zaga.

Estaban Esteban y Lidia, actores retirados; doña Paloma, la taquillera que se convirtió en institución en su garita del teatro; Lesmes, que se ocupó desde 2002 del cuidado de Ausias y al que ilusionaba que el empresario le llamara mayordomo; Amaya, que lo amó durante sus últimos once meses. Y allí estaba Gran Damián, quien desde siempre llamaron así.

Ni Ausias ni él supieron nunca localizar el día en que se conocieron (en febrero o en marzo de 1961, según uno u otro). Ausias y él se inventaron, literalmente, el Pigalle, el teatro de la calle Alcalá de Madrid en el que se instalaron a manufacturarse sus propias vidas. Gran Damián imaginó como el que más, encaró problemas, aguantó desaires, descubrió talentos, se extasió de gozo, soportó salidas de tono y siempre se mantuvo a la sombra de Ausias por pura admiración hacia el tótem que hoy fallecía.

Gran Damián vagaba por la habitación sin explicarse cómo era posible que estuviera ocurriendo aquello. Se hacía extraño verle llorar. No tenía cara para eso, como si hubiera nacido sin lagrimales en una gozosa minusvalía. Sus mejillas debían de estar preguntándose qué eran aquellas salmueras, porque Gran Damián pasó la vida riéndose. Cuando venían mal dadas, más todavía: se encaraba con las dificultades con la expresión de un luchador sádico que va a aplastar a golpes al espectador mindundi que le insultó desde las gradas. Así respondía a las contrariedades, con la fuerza juvenil de quien se tomara tan a traca el éxito como el fracaso. La noche en la que murió Ausias, sin embargo, parecía el san Pedro al que los escultores clásicos trazaban los surcos bajos los ojos, aquellos que la erosión de la pena dejaron en el apóstol por los ríos de arrepentimiento vertidos tras negar a Jesús.

A las dos horas del fallecimiento apareció Críspulo, el menor de los tres hijos de Ausias. Este fue el flojo resultado de comparecencias a la llamada de Ausias: el de una sola, y ya fuera de tiempo. El pequeño de los Susmozas tenía treinta y siete años. Dos menos que Bartolomé, el mediano, y cinco menos que Argimiro, el mayor. El padre les había puesto nombres de chirigota, porque los debió de encontrar divertidos. Y nominó en orden alfabético, A, B y C, para no liarse, en previsión de los despistes vocativos en los que este padre sin, precisamente, vocación, iba a incurrir. Con todo, siempre se estuvo equivocando. Ellos, para disimular su cruz, se habían abreviado Argi, Barto y Crispo.

Crispo entró en el dormitorio y contempló el cadáver. Se enteró de que la muerte se acababa de marchar, dejando aquel tieso yacente. Luego, dos lágrimas le mojaron la nariz, para su extrañeza. Crispo se sonó y ahí quedó la explosión de llanto.

Fueron las únicas que vertió. No se sentía tan unido a su padre como para más. Pero lo que de verdad sí le sorprendió fue lo de los seis leales. Nunca les había visto llorar. Estaba tan acostumbrado a que todos ellos anduvieran siempre a carcajadas, soltando sus chistes privados, mofándose de todos, que creyó que los llantos eran de cachondeo. Se guardó el desenfado que llevaba ensayado y del que pretendía hacer gala para no desentonar. Habría sido una equivocación. Lo de hoy no hacía gracia, y a los presentes, a los que menos.

El veterano Gran Damián, llorando como un chiquillo, se acercó a Crispo y le entregó un sobre cerrado.

—De parte de Ausias.

—Una carta. Qué teatrada —dijo el hijo, que de golpes de efecto paternos tenía comido lo suyo.

Crispo rasgó la solapa, sacó la carta y la leyó para sí. Había llegado tarde. No tanto como sus hermanos, que ni vinieron, pero había llegado tarde.

Los huerfanitos

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