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El escenario del Pigalle olía a catedral: a exudantes maderas de retablo añejo al olfato de cualquiera, pero a retestinadas babas de beata a las narices de los Susmozas. Toneladas de poleas en los altos de bambalinas se enmarañaban como los cables de una máquina inservible. Sogas y cabos descendían hasta el entarimado del piso, pidiendo cuellos que ajusticiar. Sobre el escenario, bastidores y paneles reproducían un muro con restos de hiedra, una chimenea calcinada, la línea de cielo de una ciudad... El ciclorama resistía, tan desgastado que parecía hecho de papel cebolla.

Y estaban los cachivaches, siempre cachivaches, inundándolo todo como en una planta de reciclaje, coincidentes en el absurdo: una bici con sidecar, un cristal negro, un cañón de papel, una rueda cuadrada. La guía telefónica de Belgrado, dos mil peines de un hotel de Sintra, muchos libros guardados en los electrodomésticos. Cientos de bolis Bic sin tinta, limpios de palabras. Una lata de sardinas sin abrir en el fondo de un acuario, los videojuegos Atari, una bañera hasta arriba de alfileres. Docenas de calendarios por las paredes, paralizados por el tiempo como un reloj de arena con su gravilla anegada en alquitrán.

Sobre el escenario, todos los hermanos, más Laura, celebraban su primera reunión. Combatían el frío en torno a una mesa de borriquetas, con los abrigos puestos, componiendo una desazonadora estampa de desubicados que andan a verlas venir. Se alumbraban con las luces de sala, porque de los mil poderosos focos de otrora no quedaban más que dos faroles con los filamentos de las lámparas a medio morir. Ausias había arramplado hasta con la luminotecnia, que había liquidado y derrochado por las mismas.

Argi dirigía como un sargento de reenganche, Barto pugnaba por hacer valer su experiencia de administrativo y Crispo desestabilizaba los ánimos de todos con su distanciamiento de escéptico de pacotilla, que lo es por inútil más que por propia convicción. Laura soltaba grititos de fe y poesía podrida. A la media hora de reunión, y tras sembrar ladinamente las dudas que su propuesta iba a despejar, Argi sacó a colación el tema del título a producir.

—Porque, claro, yo pensaba: ¿qué vamos a montar? ¿Una de Shakespeare, que todo el mundo sabe ya cómo acaba? Y me dije: pues no. Y os he traído esto.

Sacó de su macuto de nailon un libreto encuadernado en espiral, cuya contraportada exhibió ante la patulea de extraños que formaban su familia. Laura saltó entusiasta.

—Igual la he leído. ¿De qué va?

—El título lo dice todo —respondió Argi.

Argi giró la muñeca y mostró la portada. En grandes letras, el tal título se enseñoreaba gigante en el fondo y en la forma: LA VIDA, nada menos. Más abajo venía el nombre del autor, Klaus Falkenhayen, y el de su traductor, Argi Susmozas.

—Es apasionante.

—¿De dónde has sacado eso? —preguntó Crispo mirando el libreto con desprecio.

—La encontré hace años, estudiando la gran cultura alemana para completar mi formación —dijo Argi mientras picaba unos snacks—. Y me la traduje a ratos perdidos.

—Caramba —dijo Laura, mostrando interesado interés—. Ha tenido que ser arduo, pero arduo.

—La trama es de lo que no hay —explicó el Susmozas mayor—. Es dramática, pero con sus píldoras de comedia. Te hace pensar, pero provoca sonrisas. Esto es una vieja familia de bodegueros alemanes, con sus problemones con el vino, con la ambición de por medio, con sus movidas...

Nadie dijo nada, en espera de argumentos más rotundos. Así que Argi prosiguió.

—Es un best seller en potencia. A ver si la hacemos seller, porque es muy best.

Laura rió el ditirambo. No los demás, que notaron que Argi se lo traía preparado con afán y desvelo. Crispo leyó el nombre del autor en la portadilla, con la dificultad de tanta consonante junta.

—¿Quién es este Klaus?

—Cómo que quién es este Klaus.

—No estoy muy puesto en teatro.

—Hombre, no es Calderón. Pero tampoco un desconocido.

—Ni flores.

—A mí me suena —era Laura. Nadie la creyó.

—Un dramaturgo. Vivió una existencia difícil, con los nazis jodiéndole a todas horas. Se lo acabaron cargando en 1936. Pero en Alemania se monta cada vez más. Y el texto es de lo mejorcito, según opiniones contrastadas.

Los presentes callaron, porque tratando sobre autores no tenían conversación que cultivar. Al fin habló Barto, que siempre andaba a la componenda para cuadrar balances.

—Los derechos de autor vencen a los setenta años. Es decir, que a este se le acabaron cuando se murió Pinochet. Daos cuenta de que nos ahorramos eso.

—Y de que todo pasa en una bodega —opinó Argi—. Un solo decorado: más ahorro. Y que no ocurre en ninguna época en concreto. Con lo que, a la hora del vestuario, que se traiga cada actor lo que pille por su casa. Zapatos, pantalones, lo de arriba, lo que tengan.

—No, y que se nota que la trama se las trae —proclamó Laura—. ¿Cómo anda de personajes femeninos? ¡Yo quiero actuar!

Argi sentía que su propuesta dramatúrgica calaba. La que sí que le parecía un poco mema era la cuñada, siempre con su apasionada predisposición hacia un oficio de arrastrados. Animado por el tono de aprobación hacia la obra, el mayor saltó del escenario con trote entusiasta, y no perdió la oportunidad de soltar una ocurrencia de pedorreta.

—Y yo quiero ser Fassbinder y me aguanto.

—¿Adónde vas? —preguntó Crispo.

—Pues que si os parece bien, tengo copias para todos en el coche. —Y desapareció del teatro por el pasillo de platea.

Hubo un momento de silencio. Quizá porque los hermanos y su adscrita notaban que, de una forma u otra, la salida de Argi marcaba el principio de todo.

La reflexiva calma duró poco. Repentinamente, Argi reapareció en el patio de butacas. Venía cabreadísimo, con Ismael en brazos, cogiéndolo mal, con tanta inexperiencia. El niño estaba en pijama, recién despertado e implado de llanto por esa impulsividad de su tío para él tan inexplicable.

—¡Pero qué hace aquí este niño!

Todos se callaron. Argi prosiguió su soflama, avanzando hacia el escenario como en una entrada actoral de tendencia contemporánea que quisiera integrar al público de las butacas en el intríngulis de la situación.

—¡Me lo he encontrado en el pasillo! ¡Dice que está buscando el orinal! ¡Y luego me suelta el crío que lo acompañe «a su casa»! ¿Pero no sabéis que la ley de bienes inmuebles prohíbe habilitar un teatro para uso residencial?

—Es que hemos pensado que durante la primera semana, podríamos quedarnos aquí mientras...

—¡La primera semana! ¡Pero si no os falta ni el Dios bendiga los rincones de esta casa!

Argi dejó en el suelo a Ismael, que se fue corriendo a su madre muy asustado. Laura Perellón habría saltado como una loba, madre cobijante, pero sabía que lo que los hermanos llevaban encima no era como para encender aún más las venas de las frentes. Y no quería indisponerse con quien se perfilaba como conductor de aquella chapuza a organizar que Laura llamaba «aventura escénica». Pero la indignación se le notaba. Argi y su cuñada inauguraban así su rosario de roces.

—¡Con lo contento que yo estaba!

Así era Argi. Ni preguntó de quién era la criatura, ni se interesó por la prole de sus hermanos, ni pidió perdón jamás por aquellas salidas de tono. Él se había puesto contento y la figura de un niño somnoliento le había estropeado la noche. Barto no sentía gran apego por su mujer, y el hijo le solía resultar a veces hasta molesto. Pero sabía que, mirado desde fuera, Argi estaba cometiendo un rampante acto de impertinencia hacia él. A Crispo le rechinó que su hermano mayor armara la bronca a partir de ese niño y esa mujer que, así lo sentía, recibían puyas por su intento de conformar una familia normal que no se pareciera a la de sus tíos y cuñados.

Argi por su parte siguió durante ocho minutos recriminando a todos su informalidad, su molicie y su irresponsabilidad. Hasta al gorronismo apeló, a la hora de reprochar a sus hermanos su aposentamiento en el Pigalle. Barto le recordó que debían demasiado dinero como para estar pagando hoteles, y que más le valdría aportar esa provisión para los gastos que se les venían encima. Pero Argi se encastillaba en su ética.

Ya exasperado, Crispo expuso las razones personales para la ocupación, mucho más contundentes que las económicas: dijo a Argi que, si quería, podía quedarse en su hostal de guiris. Pero que él ya estaba frito de parecer turista en todos sitios, tan descastado de raíces como vivía, y que se quedaba en el teatro así les chillara durante toda la noche. Que ya les habían expulsado durante años de allí de palabra, obra y omisión, y que este cobijo era todo lo que iban a recibir de Ausias, así lo rechazaran en vida del padre o así lo aceptaran aprovechando que ya no estaba entre los vivos. Barto y Laura otorgaron callando. Pero Argi no cedió.

El pequeño Ismael cuchicheó algo a su madre mientras miraba de reojo a aquel señor que parecía un portero de finca celoso. Laura contestó a su hijo.

—Sí, también. «Tío.»

Se quedó en que Argi dejara las copias de La vida en el vestíbulo, porque no le quedaban ganas por aquella noche de verles las caras a sus socios y hermanos. Se convino además que cada cual durmiera donde le saliera del pijama. Los inquilinos del Pigalle se subieron a sus aposentos inabarcables y Argi se volvió al hostal de la calle Príncipe. El trayecto fue un recorrido desasosegante en el que cuatro alucinados distintos le pidieron cigarros y dinero con gestos y ademanes de intranquilizadora proximidad. Dio a todos, hasta tal punto se había desacostumbrado a Madrid.

Los huerfanitos

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