Читать книгу Los huerfanitos - Santiago Lorenzo - Страница 18
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ОглавлениеAl enfrentarse a la ingente tarea de la producción de La vida, los tres Susmozas imaginaban un álbum de cromos recién comprado, con todos sus recuadros en blanco. Que había que rellenar a base de comer pastelitos, atesorar estampas, negociar con los cromos repetidos para hacerse con los que faltaran, perseverar con perspicacia hasta dar con los difíciles y pegarlos con cuidado para que quedaran derechos. Pero sin paga de domingo para comprar los pastelitos.
La metáfora del álbum circulaba por las agonías de los tres de forma común, pero nunca compartida. Como también eran comunes, y siempre en solitario, las expediciones de fisgoneo por las salas de aquel Pigalle de sus infancias. También por separado. La confianza entre ellos no daba, ni mucho menos, para otra cosa. El uno decía «¿De dónde vienes?». Y el otro respondía «De Huertas». Y este se había pasado la tarde en el taller de vestuario, buscando unos corbatines que hubo de lucir a la fuerza en la fiesta de Navidad de 1984.
En una de esas expediciones, también Barto se topó con la sala de los discos. Como Crispo, él también sabía muy bien dónde estaba el suyo. Lo pinchó en el tocadiscos como quien ensarta con un palillo una aceituna rellena de memoria. La canción, que el Barto niño no paraba de oír en sus noches de frustración, decía en su estribillo que Domani e un altro giorno. ‘Mañana será otro día’, y con ese eslógan pechaba con su sufrimiento y con tanto desprecio, en aquella fortaleza que había que llamar casa. Era la melodía de su lucha diaria por no creerse del todo los muletazos que le pegaba Ausias, que no se cansaba de darle por tonto. El fondo musical sobre el que Barto se preguntaba qué era lo que estaba haciendo mal, que nunca recibía más que recriminaciones por parte de su padre. El título, que animaba a confiar en despertares de luces nuevas, le reconfortaba de sus agonías. A él se aferraba, confiando en cambios radicales que nunca acabaron de llegar por más que cayeron las hojas de los calendarios.
Se enamoró, claro, de la tal Ornella de la carátula, que parecía una persona amable. Una amiga adulta y elegante para suplantar a papá, que nunca salía del escenario para irse con él a tomar una pepsi y a felicitarse mutuamente. A Barto no le faltaban motivos para dar a su padre mil enhorabuenas por hacerlo todo tan bien, pero quería saber qué tenía que hacer él para recibir alguna vez una palabra de ánimo de su padre. El día del redescubrimiento la escuchó seis veces, y ni aun durante la sexta ocasión dejó de regar a lagrimones los suelos del Pigalle.
Tras dos semanas de escobones y fregonas, los Susmozas y Laura Perellón seguían adecentando el vestíbulo con más voluntad que maña. El zaguán parecía la playa de Alhucemas el día del desembarco, polvo y sudor. Como en la ocasión africana, los mencionados trazaban planes a pie de costa como oficiales de tropa.
De un contenedor de reciclaje azul de la calle se proveían de periódicos para limpiar cristales, y contactaron con una asociación humanitaria que revendía como trapos la ropa recogida para llevar a Etiopía. Toda esa labor cosmética, de cualquier manera, sólo estaba retrasando el ataque a los problemas reales. Ofensiva que Barto propuso el primer sábado de marzo, por empezar a hacer algo que meter en ese teatro cada vez menos guarro por fuera pero cada vez más enajenado por fuera y por dentro.
—Nos falta de todo. Pero lo primero, supongo, un director —dijo Barto sin que se le notara demasiado que ya traía sus planes hechos.
Argi le respondió como de coña que para solucionar la contingencia le nombraban jefe de recursos humanos por aclamación, y que él vería. Luego volvió a preguntar si el texto de La vida había gustado. Con alivio de Crispo, que seguía sin leer una palabra, Barto, que lo mismo, desvió el tema volviendo al primigenio.
—Es que creo que hay un director al que igual se lo podíamos decir.
Ni Argi ni Crispo conocían a nadie. La nómina de directores en mercado les era tan familiar como la alineación del equipo de balonmano de Riga, y la expectación cundió ante las palabras de Barto.
—¿Os acordáis de Franky? Hasta mediados de los ochenta andaba mucho por el Pigalle.
Argi no podía creerse que fuera ése el nombre propuesto.
—Tú estás hablando de Franky Rotundo, el padrino de tu bautizo.
—Eso es.
—Pero si ese no ha hecho nunca nada.
—Dirigió esa de los trapecistas homosexuales.
—Yo no había nacido —dijo Crispo—. Pero papá lo contaba siempre. Que durante ensayos, todos los días se caía uno del trapecio.
—Estarían mal los enganches —contraatacó Barto, que tenía puestos intereses afectivos en el fichaje.
—No puede ser que para dirigir el montaje en el que nos vamos a dejar los hígados —dijo Argi— hayas pensado en un idiota tan grande. Yo sólo tenía tres años, pero siempre se dijo que Franky llegó tarde incluso a tu bautizo.
—Le rogaremos puntualidad.
—Cuando cumpliste seis años te regaló una calculadora solar.
—Sí. Un objeto que fomentó mi interés por la ciencia.
—La calculadora era mía. Franky me la ganó en una partida de ajedrez.
—Así es el juego. Si perdiste, pues perdiste.
—Me ganó con un enroque de reina y torre. Lo que él llamaba «el enroque suizo», fíjate qué cuajos.
—¿Le has visto últimamente? —preguntó Crispo a Barto.
—Sí, solemos hablar en fechas señaladas.
Terció Laura, ganosa de involucrarse en la vida familiar.
—Nos llamamos en los cumpleaños, en Nochebuena... A mí me parece un buen tipo, con muy buena...
—Ya —cortó Argi de mala manera—. Pero es que tú le conoces desde anteayer, como quien dice.
A Laura Perellón no le sentó bien el menosprecio de su cuñado. Para no entrar en barrena ante las puyas alegaba para sí que «conocer a las personas no es cuestión de tiempo, sino de alma» y perogrulladas por el estilo que tenía leídas en agendas de a aforismo por día.
—Desde anteayer, no: desde hace años... —se defendió Laura con poco hálito.
—Sí, años. Lustros. Siglos. Como tú quieras.
A Barto le daba como igual que soltaran guapadas a su señora. Le interesaba cerrar lo de la dirección porque veía que el tiempo se echaba encima, y confiaba en su padrino por lazos sentimentales. A Crispo era al que le molestaban esas chulerías contra aquellas pecas de aquella nariz. Planteó contra Argi un esquema de situación de cierta validez.
—Si tienes otra opción —dijo el menor dirigiéndose al mayor—, igual es mejor que la de Franky. Pero si no la tienes, todo está clarísimo.
Con ello, Barto y él acabaron confluyendo en sus intereses. El mediano hizo el resto, formando con Crispo una pared de delanteros en carrera hacia la portería.
—Argi, según cualquier plan de producción, si pasado mañana tenemos director, igual llegamos a estrenar en plazo. Pero si no lo tenemos, ya es seguro que no llegamos.
—¿Cuánto cobra?
—Supongo que lo que podamos darle. Porque estoy seguro de que le va a hacer mucha ilusión.
Argi se quedó en silencio, sin argumentos. Denotó que cedía cuando sacó su móvil.
—Déjame su teléfono.
Barto le pasó a Argi una tarjeta de visita impresa en un papel de 80 gr/m2, el del humilde folio de uso común. Era la de Franky. Argi marcó el número y apeló al sentido de la prudencia.
—¿No le habrás comentado nada todavía, verdad?
—No, desde luego. No es cosa de levantar la liebre. Que luego cuando se adelantan acontecimientos todo se vuelve contra uno y todo se enfanga. No sabe nada, ni pensaba decirle nada hasta que no estuviéramos todos de acuerdo, que luego viene el «tú me dijiste blanco y ahora es negro, en qué quedamos», todo ese pastel...
Argi abandonó la charla sobre estrategia de la contratación cuando Franky le cogió el teléfono.
—Hola... ¿Franky?
Entonces irrumpió. Sesenta y pico años, de teja oscuro, amarillo canario, verde césped y celeste claro. Por sorpresa, de espaldas, a voces: haciendo número, como le dictaba su técnica, para que no quedara duda de que el espectáculo y él eran la misma cosa.
—¡Hola, familia!
Todos respingaron por el grito, todos giraron del susto. Argi colgó su teléfono y Franky chisporroteó.
—¡Se oye tan bien el móvil que me parece tal que si estuvieras aquí ahora mismo! —Y se reía de su propio gag improvisado.
—¿Franky?
—¡El mismo que viste y calza!
A Argi no le salió otro comentario menos agrio.
—¿Pero tú qué haces aquí?
—Oye, ¡me ha encantado esto!
Y blandía el ejemplar fotocopiado de La vida, que ya traía con sus anotaciones a lapicero. A Barto le incomodó la mirada acochinada con la que Argi le fogueó, llamándole mentiroso a las claras. Para cambiar de tema gestual, Barto pagó a Franky la factura del taxi. Religiosamente y en el acto, no fuera a ser que cantara que sus recursos de producción eran, más que escasos, raquíticos.