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ОглавлениеAusias siempre necesitó el trato con la gente. Lo podía haber desplegado como promotor de discotecas, alcalde de urbe o comercial de maquinaria pesada. Pero cayó en el teatro y allí se afincó. El amor por la escena, que sintió de lleno, vino después. Arrendó el renqueante Pigalle en 1966 y allí se instaló, haciendo de aquel caserón su latifundio. Ya nunca adquirió piso, ni chabola, ni cabaña, ni chalé. Las cosas no se dieron mal. A los cinco años de llegar, Ausias acabó comprando el teatro. Argi, Barto y Crispo nacieron prácticamente allí, y allí pasaron sus días hasta que echaron a volar.
A este siempre le fue bien. Produjo de todo. De lo bueno y de lo regular, que a veces se alabó y a veces se denostó. Él y los suyos crearon y destruyeron, giraron por el mundo, influyeron a veces en los ánimos y en las ideas, estrenaron maravillas y estrenaron medianías, sometieron a algunos hombres y a algunas mujeres a arrasadoras fascinaciones.
Montaron también mierdas infames: versiones escénicas de las películas más idiotas, remedos de musicales bastardeados, cagarrutas para soplamingas. Funcionaban muy bien. Las montaban a mala idea, produciendo basura aposta para reírse de la gente a la que le sacaban las pelánganas. Ausias y los pigallistas se metían entre el público y rechinaban a carcajadas con las manifestaciones de ánimo de los espectadores más memos: con sus lagrimones, sus risillas, sus suspiros de admiración, sus sonrisas de emoción ante los mensajes más podridos. Las cursiladas eran más eficaces cuanta más vergüenza ajena hubieran pasado ellos inventándolas, y celebraban su habilidad trocando los sentires de platea por sus risotadas acalladas.
Excelsas o ridículas, sus funciones casi siempre rendían, y las taquillas brillaban. A veces las cosas se torcían, y el espectáculo pinchaba. Era entonces cuando daba gusto estar a la vera de Ausias. Se agarraba una depresión de veinte minutos, se veía desde fuera la cara de «pero qué está pasando» y le daba por carcajearse, mirando al pazguato —él mismo— que se aplicó con mimo al trabajo y que recibía por recompensa la indiferencia del público. Cuando se equivocaba y patinaba, y cuando acababa de chotearse de sí mismo, llamaba a todo el mundo para volver de nuevo al trabajo. Con semejante espíritu, a Ausias le iba mal en cada vez menos ocasiones.
Era fenomenal para todo. Su Pigalle era un jolgorio para todo el mundo: para los cientos de técnicos y actores que anduvieron por allí, viajeros o residentes; y para los miles de espectadores que se lo pasaron pipa con sus funciones. Capitaneado por Ausias, el teatro era una suerte de comuna, de convento, de circo, de milicia. Que generaba a mansalva dinero, placer, reflexión y cachondeo, respectivamente. Todo gracias a él, que brillaba en su trono como la ajorca cimera de una corona imperial.
No tuvo gracia, sin embargo, para los tres pequeños Susmozas.
Ausias era de esos sujetos que, pongamos por caso, tenía un hijo un día. Era anunciar el natalicio y ponerse sus amigos y empleados a echar críos al mundo (fenómeno que se da por ahí en torno a individuos altamente cautivadores). Por tres veces, Ausias fertilizó. Por tres veces, y a renglón seguido, se puso medio Pigalle a engendrar camadas.
Pues bien. Como padre, ya era otra cosa. Parcela en la que cabría la disensión de pareceres. A un lado, casi toda la gente, que lo veía como correcto progenitor porque todo se lo perdonaban. Al otro, sus tres hijos. Quienes, se convendrá, vivían la experiencia paterna de Ausias con un nivel de implicación tirando a alto. Para los tres Susmozas, y para quien lo mirara con objetividad, el Ausias padre era nefasto. Sólo reseñar un episodio que, similar a tantos de parecido calado, hace las veces de suceso canónico.
En agosto de 1979, el Pigalle cerró una semana por vacaciones. Todos los empleados se fueron a sus casas. También Ausias y los niños, que, como vivían allí, permanecieron en el teatro. Al segundo día, un martes por la tarde, Ausias se arregló como para una fiesta y desapareció. Los tres pequeños Susmozas se encontraron solos en el caserón.
Al principio fue muy divertido, jugueteando con el circuito cerrado de televisión que acababan de instalar en el prohibido despacho de Ausias. Pero las horas fueron pasando una tras otra, y los tres chiquitines iban confirmando que aquello no era un descuido pasajero. El entusiasmo por la libertad repentina se iba alternando con el terror a que les hubieran olvidado allí para siempre. A las dos de la mañana fueron plenamente conscientes de su abandono.
Lloraron Crispo y Barto, y Argi se sintió hermano mayor (lloró también). Se acostaron sin cenar, porque la incertidumbre les congeló el hambre. Rendidos por el esfuerzo de soportar tanta perplejidad, se durmieron agotados. Habría sido bueno que Ausias se hubiera ahorrado los hijos.
Por la mañana comieron lo que encontraron, y se enfrentaron al miércoles. Entre la ingenuidad y el desconcierto, Crispo llamó por teléfono a su casa. Le respondía un pitido insistente, porque se estaba llamando a sí mismo. Intentaron cocinar y provocaron un conato de incendio que consiguieron sofocar a base de ollas de agua, pero que les dejó una tos que no curó hasta octubre.
El jueves, Argi se fue a la sala de los discos a torturarse con una canción italiana que le daba mucha pena, una cosa desgarradora con la voz de una niña solita y un señor mayor. Se encontró allí a Barto, lamiéndose las heridas con otra tonada más italiana todavía, sobre las esperanzas que trae cada nuevo día. Luego apareció Crispo, que venía a bañarse en la suya, ya italiana perdida, que hablaba de lo rico que es hacerse compañía. Se ofrecieron sus canciones. Parecían tituladas aposta para que el dolor se les atragantara, mortificante como un paseo por las brasas. En las letras de las tres comparecía Ausias, y su ausencia se magnificaba con lo que les había hecho por omisión. Fue un guateque trágico de tres únicas melodías, todas de significación infausta, todas como ni a propio intento, y si aquello fue una fiesta, esa fue la de los niños huérfanos, arrumbados en llanto porque papá se había tenido que marchar a una gestión desconocida a no se sabía dónde.
Transcurrieron jueves y viernes. El sábado se acabaron el pan y la leche, y las galletas, las chocolatinas y las pipas del ambigú. Les tenían bien dicho que no salieran a la calle solos. Pero se imponía una expedición.
A Barto y a Crispo les aterraba la idea de salir. A Argi también, pero se vio obligado a demostrar la valentía del veterano y hubo de aceptar cuando se le designó como enviado. Para ocultar su pánico, Barto y Crispo adujeron que lo mejor sería que ellos dos se quedaran dentro. Para vigilar y que no entrara nadie a robar. Que habría sido lo mejor que les hubiera podido pasar, para que al menos una cuadrilla de bandidos al asalto les hiciera algo de caso.
Reunieron sus ahorros. Argi se llegó al atrio del Pigalle. Era un niño de diez años con ciento cuarenta y cinco pesetas en el bolsillo que planeaba salir a campo abierto y entrar en el primer bar que encontrara para pedir ayuda. Nada más ver la luz del día, sin embargo, cayó en la cuenta de que lo que les estaba pasando a él y a sus hermanos no era ya una descortesía, un desliz, una jugarreta de adulto olvidadizo. Sino algo mucho más grave, un desentenderse que atentaba contra la mismísima, elemental entidad animal de apego al cachorro. Conciencia que le dominó lo suficiente como para sentir una inmensa vergüenza vicaria, en cuanto a hijo directo de un mamífero tan desnaturalizado.
Así que detuvo sus pasos, apabullado por la idea de que una vez en el bar tendría que contar lo del abandono flagrante. No sería capaz, y supo que, paralizado por el sonrojo, iba a acabar haciendo como que no entraba a nada, o que entraba a ver qué, o que entraba a mirar a ver. Que el bochorno arreciaría cuando se viera allí estando por estar, sin andar a cosa alguna, haciendo como que recordaba que venía a jugar al pinball, agarrándose a los mandos para que no vieran que le temblaban las manos.
Para entonces, ya todo el adulterío viandante estaba preocupado por el niño del atrio, tieso, abandonado a la entrada de un teatro cerrado por vacaciones. Se fue a él un coronel del Ejército de Tierra, le dijo que qué hacía ahí y pronto se montó a su alrededor un remolino de gente compadeciente. A Argi no le cupo más que contar la verdad. Entraron con él al teatro y se encontraron con el resto de los hermanitos, desechados bajo las techumbres. Los niños esperaban recibir de sus salvadores el reconocimiento que se debe a todo robinsón. Pero no fue así.
Los policías y los curiosos cargaron un poco contra la dejadez de Ausias y se centraron luego en poner a los pequeños de bobos para arriba. A ver si no tenía traca lo de que se hubieran quedado quietos tras la fuga del padre, como tres calzoncillos recién planchaditos en su cajón. Se acabaron riendo de ellos a escondidas, allí reclusos sin iniciativa siquiera para salir a una ventana a pegar voces de auxilio. Lo de los servicios sociales, por entonces, ni existía. Con lo que les dieron un paquetón con bocadillos y peras y les dejaron un número de teléfono por si querían algo. El ninguneo se transfiere solo.
El domingo por la noche comenzaron a llegar de vuelta los trabajadores del Pigalle. Ausias no regresó hasta el lunes. Pegó dos guantazos a Monociclo, un maquillador cojo de Tenerife al que, según juraba, había mandado al teatro el martes por la tarde para ocuparse de la guarda de los niños durante toda la semana. El empleado afirmaba que nadie le había encargado nada semejante, que no habría olvidado una petición de objeto tan delicado y que se habría hecho cargo de la encomienda incluso con agrado. El Monociclo juraba con berridos de muy menor intensidad, como denotando que la verdad estaba con él. Por qué iba a estar mintiendo, por qué habría desatendido la custodia, por qué se iba a jugar el puesto por zafarse de una tarea fútil, hasta gustosa. Nadie creyó a Ausias, que vendría de pasar una semana estupenda a base de jamón y mujeres, lo suficientemente abstraído en sus placeres como para caer en la cuenta de que nunca había pedido nada al maquillador de Tenerife. Pero tampoco nadie dijo nada.
Con el tiempo, y de forma escalonada, los jóvenes Susmozas salieron pitando del Pigalle en cuanto vieron la ocasión. Emprendieron sus vidas al margen unos de otros, por no recordar las desnudeces padecidas. Ocuparon los empleos que encontraron, buscaron sus afectos, tuvieron picos y valles, se establecieron donde fueron cayendo. Labraron como pudieron sus sencillas haciendas, siempre con más menesteres que dispendios y con mucha más precariedad que boato. Pero sin tener que sufrir a Ausias. Por el Pigalle, ni volvieron. En busca de qué, iban a andar volviendo.
Años después, cada uno por separado, cada uno en su casa, cada uno en su ciudad, los tres Susmozas ya adultos se preguntaban por qué no salieron del Pigalle en busca de socorro en el mismo momento en el que se percataron de la situación. Por qué no se lanzaron a la calle a denunciar lo que les ocurría y a ponerse bajo los cuidados de quien fuera. Por qué aguantaron sin pedir ayuda, si bastaba con bajar las escaleras y arrojarse a las calles de Madrid. Los tres anduvieron pensando que quizá no salieron porque se les tenía prohibido salir a la vía pública. Que quizá permanecieron allí porque tenían víveres, o porque alguien acabaría por descubrirles, o acaso porque sólo era cuestión de esperar. Adujeron para sí mismos razones tan baladíes.
Pero los tres concluyeron que no salieron porque salir no habría valido para nada. Daba igual buscar socorro y llenar luego la andorga, curar el rasguño, tomar la coca-cola de consuelo. Porque ya habían recibido el disparo de desprecio. Salir del Pigalle no restañaba el daño más que en sus lindes laterales (el hambre, la sed, esas minucias). No por huir del teatro arreglaban nada. El único mal infligido era el de su absoluto olvido, y cambiar la prisión del escenario por el cielo abierto de la calle de Alcalá no restituía la situación a la normalidad que anhelaban. El destrozo ya estaba perpetrado, con la tripa llena o con la tripa vacía. La mortadela en el estomaguito no iba a explicarles por qué ni siquiera Ausias quería saber nada de ellos. La solución no iba a venir tomando una tortilla francesa ni presentándose en la sacristía de una iglesia. Saliendo ellos al ágora, nada de lo que importaba arreglar se arreglaba. Quizá sí volviendo el padre al Pigalle. Que no volvió hasta el martes, cuando ya no valía.