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El 29 de febrero ya estaban todos en Madrid. Crispo fue el último en llegar. Entró al Pigalle con sus dos maletas. Encontró a Barto en la taquilla, barriendo el piso.

—¿Qué tal? —saludó el pequeño.

—Bien. Acompáñame arriba si quieres.

Emprendieron la escalada por la dorada vía, tan brillante antaño, tan fotografiada, tan cansada de subir.

—¿Cuándo habéis llegado? —pregunta funcional para recién llegados.

—El otro día —respuesta multifuncional para todo uso.

Y los dos hombres ascendían, hollando los escalones por los que corretearon de niños y de los que huyeron en cuanto pudieron. Por dar calor al reencuentro y porque el tema le preocupaba, Crispo salió con lo del cobijo.

—¿Dónde me meto?

—Donde quieras. Sitio y basura es lo único que sobra.

Barto sacó un neceser de baño de un bolsillo de su bata, como para ejemplificar su asentamiento en su nueva residencia (que no era sino la vieja).

Llegaron al tercer piso. Barto cogió la ruta de una puerta que permanecía cerrada. Tras tres eles llegaron a una sala en la que ya olía a ropa amontonada, a aceite al fuego, a suavizante y a sudor entreverado en las tapicerías: el olor a hogar. Un sofácama abierto, con la colcha tersa y el embozo de las sábanas listo, daba más señas. Varios percheros de guardarropía conformaban un vestidor, repleto de prendas femeninas. Mientras alineaba unos zapatos, Barto dijo:

—Para nadie va a ser plato de gusto vivir donde vivía papá. Pero así ahorramos. Este es mi chalé. Hay dos docenas de habitaciones para que elijas.

Los enseres los había encontrado por ahí, pero mañana ya le traían los suyos de Toledo. Crispo, que había abandonado su jergón de gomaespuma en su vivienda de pueblo, expresó su preocupación por hacerse con una cama y una silla.

—No te desvivas —dijo Barto—. Aquí hay mobiliario hasta para encender la chimenea.

Barto abrió una de las puertas laterales, porque su nueva casa contaba con dependencias para todo menester.

—Ven, que te enseño el resto —le dijo.

La puerta daba a una estancia donde cogían polvo varios trastos teatrales y otros cachivaches escenográficos. En una banda de la sala, Barto había organizado una cocina con una placa eléctrica, una fresquera y un arsenal de productos de droguería. Una vieja mesa de ping-pong —Ausias llenó el Pigalle de antojos para su distracción y la de los suyos—, ocupaba el centro del espacio.

En torno al verde tablero, una mujer de treinta y seis años acariciaba la nuca de un niño de seis. Leían un libro de colorines con el que el pequeñín se hacía con las primeras letras. Una melitta humeaba junto a un microondas.

—«La vaca nos da... lecho» —leía el niño, con la hermosura del tropezón en el empeño.

Lecho no, leche —corrigió la mujer.

Crispo se sintió imantado por ella desde el principio. Si hemos de creer esa teoría de la atracción según la cual opera en nosotros una suerte de gestáltica de la apetencia que asigna patrones morfológicos de deseo a cada bípedo racional, entonces a Crispo le pasó todo eso. Si la estructura formal de ella era una botella de resolí, con sus recovecos en forma de casas colgantes de Cuenca, las ganas de Crispo eran el resolí de dentro: así de bien se amoldaban las plantillas de su instinto a la forma, a la expresión y a las hechuras (ya comprobaría al acercarse que también al olor y a la borrachera feromónica) de ella. Y en cuanto al niño, Crispo, sencillamente, se creyó por un momento la barbaridad de que era suyo. De que la existencia de la criatura se le había olvidado durante algunos años, pero que era suyo.

—¿Quién es? —preguntó Crispo a Barto, intentando parecer natural.

—¿Esa? Mi mujer. Y el de al lado, el crío. El mío, vamos.

Ella levantó la vista y reparó muy sonriente en Crispo. Fue su saludo, que le supo a Crispo más rico que dos besos cualquiera.

—Laura, se llama. Dice que quiere actuar.

La mujer madre se levantó, y se fue a dar a Crispo dos besos que a él le supieron más rico que nada.

—¡Desde que era como este! —Y señalaba Laura a su hijito—. Me encanta lo del teatro. «¡Silencio, se actúa!»

De esta guisa presentó la esposa su dulce simpleza, con remoquete oído en váyase a saber qué tertulia cultural. A Crispo la fórmula le pareció entrañable e ingeniosa, así iba navegando en su alienación amorosa.

«Qué memez», pensó Barto, admirándose de la envergadura de tamaña bobaliconada.

Crispo besó a su cuñada, besó a su sobrino, aspiró el perfume del café de la melitta y sintió unas ganas tremendas de jugar al ping-pong con el chavalín. Contó que se llamaba Crispo y que era el pequeño de los hermanos. Tuvo que ser Laura quien presentara a su hijo, porque a Barto se le pasó.

—Este es Ismael.

—No veas para encontrarle plaza en un colegio a mitad de curso —se quejó Barto.

Ismael le preguntó a su madre al oído si ese sujeto que aparecía sonriente era lo que venían llamando en casa «un tío» desde hacía tres semanas escasas, y que si así tenía que llamarle al dirigirse a él. Laura le contestó que sí.

Crispo, urgido por parecer hombre abierto y amistoso, se arrancó a alabar la organización del nuevo hogar.

—Tenéis de todo, oye —dijo reparando en un tendedero de tijera para interior.

—Bueno, hay que amoldarse —respondió Laura, que no se percataba del efecto que su sonrisa estaba provocando en su cuñado—. Son ya casi las ocho —continuó—. Qué nervios, la primera reunión de la compañía.

Fascinada por la cosa de la escena, en contrapunto dramático y dramatúrgico con cómo lo veían su marido y sus cuñados, Laura relinchaba de entusiasmo por la nueva tesitura: la de la máscara, el arlequín, la candileja y otras varias cursiladas que a los Susmozas repugnaban. De apellido Perellón, Laura llegaba al Pigalle con los baúles de su cabeza repletos de una inexplicable veneración por todo lo que oliera a arte, expresión, creatividad, cultura y todas esas palabras manoseadas cuyo uso encomiástico en tantas ocasiones delata al sujeto de ortografía cómica y vergonzante nivel de conocimientos. Ilusión era lo que no le faltaba. Llamar «compañía» a aquella pobre familia desahuciada era, o no haber entendido lo que estaba pasando, o tener desbocados los mecanismos del empuje y la exultación.

—Esta tarde viene Argi. Que no nos vea aquí —pidió Barto con gestos de evacuación.

—¿Cuál es la casa de Argi? —Crispo se iba haciendo planes sobre su establecimiento en el Pigalle infinito y no quería un área cercana a la de su hermano mayor.

—Ninguna. Está en un hostal. No le hemos dicho nada sobre lo de vivir aquí. Ya sabes cómo es.

Argi caía mal, empeñado siempre en una rectitud que lo convertía en un recto pelma. En efecto, se había instalado en un hostal de la calle Príncipe, entendiendo que el hecho de que su padre y ellos moraran en el teatro durante años era tan ilegal como tantas otras cosas que viera.

—Sí, mejor que no nos pille —afirmó Crispo—. Supongo que si se entera de que estamos aquí metidos nos sale con que si la ley de bienes inmuebles prohíbe habilitar un teatro para uso residencial, etcétera, etcétera.

—Pues sí.

—Dice que tiene localizada una obra que podría funcionar —explicó Laura.

Crispo estaba tan fuera de todo que a la voz «obra» asoció los conceptos «reforma», «albañil», «retabicado», «bote sifónico», «enlucido enrasado», contingencias de esas.

—¿Un obra? ¿Tenemos dinero para eso?

—Una obra, Crispo. Una obra de teatro —dijo Laura.

—Ah. Claro. Se me olvida que tenemos que estrenar. Se me olvida todo el tiempo.

Le había llamado por su nombre por vez primera. Le sonó a gloria. Se acomodó en una inmensa estancia y encontró problemas con la lámpara, con la cama, con el cierre de la puerta, con el aseo. Pero Laura le había llamado por su nombre.

Los huerfanitos

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