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ОглавлениеDurante los días siguientes, los Susmozas residentes continuaron improvisando algo similar a una vivienda en aquel castillo. Todos fisgonearon por toda estancia. El no residente también. Y todos por separado, pues lo de hurgar es íntimo como un dedo en la nariz.
Crispo se encontró una madrugada con la sala de los discos, la del party de terror de 1979. Era una estancia forrada de anaqueles en la que cogía polvo una colección de cuatro mil ejemplares, en todo soporte. Un año de música ininterrumpida, alineada en piedras de tres minutos.
Buscó la canción, la suya. Recordaba muy bien que era la cuarta de un disco con la faz de Mina en toda la portada. Se titulaba Insieme (‘Juntos’). Era la música del único día que pasaron juntos papá y él. Ausias no bajó al escenario porque le dolía la espalda, y se hicieron compañía durante una tarde entera. Oyeron la tonada, que Ausias le dedicó. Su padre le enseñó a escribir la letra C, la inicial de su nombre. A las siete se fueron al quiosco de la plaza de Canalejas y Ausias le compró unos chicles a su hijo.
Al día siguiente Ausias se sintió mucho mejor y volvió al trabajo: a rematar las conversaciones con los demás con asertos brillantes, a festonear de idolatría el respeto que concitaba, a recibir aplausos que parecían resbalarle piel abajo. Y ya apenas volvió a dirigirse a él, como si Crispo hubiera dicho algo ofensivo por lo que su padre le retirara la palabra. El niño empezó a frecuentar a escondidas la sala de los discos. Allí oía a Mina y recordaba la tarde que pasó con su padre. La tarde que pasaron Insieme. Bailaba un poco y al rato se sentía ridículo expresando danzarina alegría por un evento que sólo duró unas horas, y que quizá sólo ocurrió porque Ausias estaba enfermo y no le quedaba más remedio que descansar. Que si no, igual Crispo seguía sin saberse la letra C.
Argi llegó puntual a la segunda reunión, con nuevas recriminaciones sobre la habitabilidad, técnica y jurídica, del Pigalle. Tal y como tenían convenido en caso de darse esta contingencia del Argi fastidioso, Barto y Crispo se aplicaron a disparar andanadas de peros y pegas contra la conveniencia de montar La vida, para perturbar al enemigo y que dejara de incordiar. Todas fingidas, ya que ninguno de ellos había abierto el cuaderno encanutillado, pero la cosa funcionó a las primeras de cambio: Argi, que estaba empeñado en poner aquello en cartel, se achantó y se calló, no fueran a tirarle los hermanos la propuesta dramatúrgica por un asunto domiciliario en el que iban a acabar haciendo lo que se les pusiera en el colodrillo.
Celebraron una reunión itinerante que los llevó a la azotea del Pigalle, desde la que se les veía la coronilla a los edificios de Madrid.
En la extensa terraza había unos antañones columpios de hierro, con sus vivos colores ya desconchados: un tobogán, un balancín y un torno, con su ácido olor a manoseo ferruginoso. Eran los artilugios recreativos de antes de las normativas de seguridad y protección. Fabricados en fiero metal, propiciaban mamporros sin cuento. Nada que ver con las amables atracciones en suave PVC de los parques posteriores. Además, tan cerca del vacío, parecían emplazados a conciencia para que algún niño saliera despedido cornisa abajo con el impulso de la trepidante diversión. Tan lejos nunca cayó nadie, pero sí asustaban.
Al pequeño Ismael le faltó tiempo para irse trotando a la zona de marcha. Alarmada y a voces, Laura conminó a su hijo a que no se acercara a aquel amasijo de peligros (químicos, por la roña que chorreaba por los tubos; físicos, por corte, contusión o precipitación). Ella era de quienes se distraen en su mar de tiempo mediante la vigilancia de todo riesgo para el hijo. De quienes escanean el espacio a cada rato en busca de la punta aguda, del cazo al fuego, de la arista amenazante, para vedar la aproximación y ahuyentar así el daño posible.
Argi veía en estos cacharros riesgosos una herramienta educativa de primera magnitud, convencido como estaba de que no hay didáctica posible si el juego no incorpora la eventual amenaza de livianas lesiones. Era un coñazo esa importunación continua que tenía vista en las madres por los parques de Alicante. Su ideario pedagógico iba por otras veredas. Él tenía claro que un niño ajeno al tajo y al abrasamiento sería luego hombre sin reflejos, que pasaría la vida adulta pinchándose con todo porque no hizo la gimnasia durante los días de su desarrollo.
—No seas tan mamá —gruñó de mal tono—. Que aquí hemos jugado todos los hermanos y ninguno nos hemos muerto.
Nadie contravino, y Laura se calló para no enturbiar las relaciones con los Susmozas. Así que Ismael, con el permiso lateral de su tío, se encaramó al balancín. Crispo suspiraba de ganas de irse a jugar con su sobrino. En cambio, y para romper la violenta pausa que queda tras una recriminación fuera de sitio, se tiró a hablar.
—Los mandó poner papá un verano, que nos dijo que nos los colocaba de premio si aprobábamos todo en junio.
—Vaya, qué buenos estudiantes —dijo Laura para que, echándose a hablar, pareciera que las palabritas de Argi no le habían supuesto otra muestra de impertinencia.
—Nadie aprobamos nada. Pero los puso igual. Subía aquí y jugaba como un hámster con los actores, con los inspectores de Hacienda, con los albañiles, con Gran Damián.
—Quien conservó su gusto por el balanceo hasta el final.
Volvieron a centrarse en sus gestiones, cuenco de cerezas embrolladas del que era imposible tomar una guinda de disgusto sin que trajera consigo mil problemas gratis colgando en zarcillos. Decidieron que se imponía un primer reconocimiento del medio, y que sería bueno meter las narices en la labor ajena. Nunca anduvieron al tanto de lo que se cocía entre los colegas de la comunidad teatral, y menos ahora. Pero con la que estaba cayendo no quedaba más remedio que hacer acopio de paciencia, arrostrar la obligación y apelar a la capacidad de padecimiento para ojear lo que la competencia cocinaba.
—De teatro hay que verlo todo —dijo Barto, que tiraba del carro—. Llevamos un retraso de años. Hay que ponerse al día. A ver qué se está haciendo por ahí.
Barto había estado haciendo sus gestiones, mientras pasaba las horas adecentando el local con el empeño de un percherón arando las eras. Había hecho sus llamadas, sujetando el teléfono con el hombro mientras fregaba suelos a dos manos.
—He quedado la semana que viene con Alfredo Estuch-Tizón. A ver qué nos cuenta y a ver qué orientaciones nos da. Ha estado muy majo.
—Normal. Si no es por papá, Estuch estaba todavía de taquillero. Siempre le estuvo muy agradecido.
Alfredo Estuch-Tizón fue meritorio del Pigalle entre 1981 y 1983. Siempre quiso crear compañía propia. Se salió con la suya, al parecer, sin que ninguno de los presentes supiera si con fortuna o sin ella.
—¿Qué están montando ahora?
—Pues seguramente cualquier cutrez, con unos cartones y tres bombillas —terció Argi, enfadado con la empanada que les había tocado en suerte y envalentonado por sus chafadas a la cuñada—. Cualquier guarrería, con cuatro desempleados subidos a unas cajas haciendo el monicaco. La crisis del teatro es eterna y general, qué van a estar haciendo. El indio, a ver si así se les pasa el hambre.
—Vaya —habló Crispo con toda ironía—. Me gusta que vayamos entonando el ánimo.
Resonó de pronto una culada breve de poquita carne. Ismael estaba tirado junto al balancín, apeado con violencia tras fracasar en sus denuedos por hacer funcionar un aparato que precisa de dos. Lloraba, o por el dolor o por sentirse tan solo y tan necesitado de ayuda. Como sus padres y tíos, pero sin reprimir la llantina. Alarmada, Laura corrió hacia el niño. Crispo siguió tras ella mientras el legítimo procreador recriminaba con un «¡A ver si vigilas!» que hasta a él mismo le sonó mal.
Con mucha dulzura, Crispo besó a Ismael en la leve rozadura que se había hecho.
—No es nada...
Argi se reía por dentro. Con lo que dejaba patente que nadie se preocupó por él cuando le pasó lo propio en el balancín, décadas atrás.