Читать книгу Los huerfanitos - Santiago Lorenzo - Страница 13
4
ОглавлениеEn un principio, la hipoteca de 1971 se fue liquidando con puntualidad. Entró dinero durante lustros, mucho dinero, el de las taquillas reventonas y el de los patrocinios generosos. La hipoteca mamaba a lo bestia, no obstante, y el tren de vida de Ausias no ayudaba a cumplir con puntualidad. Las burbujas del champán trataban de tú a las burbujas inmobiliarias, de las que Ausias se comió tres o cuatro (muchas más se bebió de las otras). Jugaron los vaivenes de las inflaciones, las devaluaciones de moneda, los ipecés generales, los particulares del sector, todo el pifostio.
Hacia 1995, el empresario empezó a solapar unos créditos con otros. En 2001, cuando el préstamo tendría que haber quedado liquidado, Ausias tenía el asunto de su propiedad hecho un costurón, a base de zurcidos superpuestos para los que el banco no iba a soltar más hilo. En los albores de la segunda década del siglo, en plena crisis financiera, ni el encanto del promotor ni la paciencia del acreedor dieron más de sí. Se acabaron los favores y se exigió liquidar lo que restaba, bajo la voluntad firme del banco de quedarse con el Pigalle. Luego, Ausias tuvo a bien morirse. Con sus flecos colgando. Que, como quisieron los caprichos del mercado, importaban sesenta millones de los ciento veinte que valía en 1971. La mitad aritmética, con el tantísimo dinero que Ausias había metido en eso.
Argi habló de renovar el crédito. Pero no había nada que hacer, como explicó Gran Damián con su voz casi inaudible. Hacia 2005, el banco empezó a ver clara la posibilidad de quedarse con el teatro entero. Su intención era reabrirlo y explotarlo como sala cultural con el nombre de la entidad, en una práctica que empezaba entonces a ser muy común. Sólo tenían que esperar. Se adivinaba que el viejo Ausias, ya muy mermado de ilusiones y fuerzas, no reuniría los billetes —extremo en el que no se equivocaron—. Luego sólo restaría actuar por la vía de impagados y embargo.
—No quieren más moratorias. Ahora quieren el teatro. Ya no quieren el dinero. Han visto mucho más rentable esperar a que ustedes se vengan abajo. Ya no quieren el remiendo: casi tienen la cabeza, para qué pujar por la caspa. Nunca les van a conceder otro crédito. Ustedes ya no pueden aplazar el pago: sólo hacerlo de una santa vez. No van a seguir acumulando deudas con ustedes, y menos pudiendo quedarse con el Pigalle entero, que ya hay bases sobradas para que se lo queden. Ellos tienen muy fácil quedarse con el todo porque no traigan ustedes la parte.
—No es el único banco del mundo. Hay otros.
—No para ustedes. Aparte de que el nombre del Pigalle figura en todos los registros de impagados, y aparte de que no hay ninguna voluntad entre los bancos de entrar en conflicto con sus acreedores sólo por ayudarles a ustedes, y aparte de que la situación prestataria es la que es; aparte de todo eso, es que ustedes no tienen nada con lo que avalar sus solicitudes de crédito.
Gran Damián estaba muy al tanto de los posibles de los herederos.
—Sólo este teatro. Pero vayan a contarle a los bancos que no podrán devolverles el préstamo hasta 2035. Yo ya lo he hecho. Igual tienen ustedes más suerte.
—No busquemos en los bancos. Tiene que haber particulares dispuestos a prestarnos el dinero.
—Ya lo he intentado. Quedé con siete empresarios.
—¿Y no les ha encantado la idea?
—Cuando a los seis primeros les dije lo de 2035, me dijeron lo mismo que los de los bancos. Al séptimo ya ni fui.
Inmersos en la crisis financiera del cambio de década, conseguir un crédito era poco menos que imposible. Pero la situación era tan fiera que ni siquiera en coyuntura boyante habría sido viable.
—¡Alquilarlo a compañías!
Gran Damián también lo había probado: ofrecer el Pigalle a compañías teatrales, las únicas empresas a las que, por culpa de la declaración de bien de interés cultural, les podían arrendar el teatro. En enero había fijado un precio de alquiler de 60.000 euros mes, el cociente necesario para saldar la deuda en seis meses. Las gestiones habían sido nefastas. La renta resultaba prohibitiva, por lo que ni las compañías grandes lo consideraron (casi todas tenían, de hecho, su propio coto en arriendo). Tanteó la rebaja, y lo mismo. Bajo todo ello subyacía la evidencia de que ninguna empresa quería indisponerse con la entidad acreedora, de la que casi todos eran feudatarios. Gran Damián sólo había conseguido que se corriera la voz del desastre del Pigalle, haciéndolo público y notorio.
El 27 de julio se les figuró a todos como rotulado en un inmenso paredón de fusilamiento. Argi se sonrió medio ido. Barto se aflojaba la corbata. Crispo se levantó a dar dos pasos.
—¿Y quién ha sido el contable en esta casa de putas? —Argi aguantaba la cólera.
—Ya lo saben. Ausias aquí lo ha sido todo: el director, el autor, el escenógrafo, el promotor, el tramoyista y, desde luego, el contable, el tesorero y el administrador único. Hubiera sido su propio albacea, si hubiera podido.
Gran Damián, hecho un pingajo con patas que parecía venirse al suelo a cada gesto, tensaba los músculos de la cara. Por pena, pero también por prevención. Él no tenía la culpa de nada, pero habría encontrado muy justificable que cualquiera de los tres quisiera desahogarse con el de fuerzas más mermadas y partirle el hocico por estar dando estas nuevas.
El anciano sabía que Argi daba clases de alemán y que Crispo vivía a salto de mata sin oficio ni beneficio. También que Barto se había ido por el sector administrativo. Dejó que fuera él quien diera curso al consiguiente desarrollo del drama. Le pareció menos violento que fuera uno de los hermanos (el letrado, mejor) quien verbalizara la verdad que él no se atrevía a pronunciar. Barto dijo:
—¡Nos vamos a quedar sin esto! —Y abarcaba el aire con los brazos.
No podía ser. Había que lanzar propuestas, tirando por donde fuera.
—¿Y la casa de papá? —inquirió el mayor—. Esa en la que se murió. La de las Vascongadas. —Así llamó Argi a Las Arenas.
—Llevaba un año embargada cuando murió —respondió Gran Damián—. Estaban a punto de lanzarle cuando se fue por propio pie. Nadie consiguió echarle nunca de ningún sitio.
Gran Damián seguía previendo agrios repartos de sagradas obleas si los herederos caían en el depresivo silencio. Para ganar la situación por la mano, se aprestó a intervenir.
—Piensen en algo, por favor —pidió con la mirada arrasada.
Los Susmozas iban haciendo en sus cabezas el repaso de las amistades a las que pedir ayuda. Buscaban candidatos para el sablazo. Pero flacos álbumes, los de este casting. Pocos amigos y de mal pasar, y los hermanos se hacían cruces por las pocas relaciones cultivadas, por tanto vivir de cara adentro, por dejar pasar el cumpleaños del conocido sin mandar felicitación. Haciéndose siempre los misántropos para disimular su compulsiva timidez. A algunos ciudadanos conocían, cómo no. Gentes como ellos que quizá guardaban en sus huchas el remanente para la autocesta de Navidad, para cuando el coche dijera hasta aquí, para cuando al niño le salieran unos granos preocupantes. Pero es que la guita que les hacía falta era muchísima guita. El agujero del butrón que les habían hecho era descomunal, y a ver qué coño de garantías de devolución podían ellos prometer. Para conseguir el dinero ya no valía con pedirlo. Ahora había que generarlo. El prestado no sólo no arreglaba el problema, sino que lo hacía engordar. Sólo valía el otro, el que se gana por derecho propio sin engendrar más flujo a deber.
El derrumbe era general. La imposibilidad de otra utilización que no fuera la teatral mandaba al infierno las estrategias de guerrilla que los tres hermanos estaban pergeñando: alquileres del edificio para mítines, ferias, entregas de premios y presentaciones de empresas de venta piramidal. Gran Damián lo expresó a las claras.
—Lo del bien de interés y esa mierda les perjudica lo que más. Si no, aquí íbamos a estar con estas caras de pisacacas.
Atacaron pues por la zona de inventariables: liquidación al peso de butacas, cañerías de plomo y marcos para fotos. Pero no se podía tocar ni un tornillo hasta mediados de los treinta. Luego pasaron a los fungibles: bombillas de cien watios, cuadernos sin empezar, botes de pintura empezados. Pero nadie quería comprar morralla. Todas las posibilidades de saldo las había concebido antes Gran Damián, y ninguna valía. Sintiéndolo mucho, el anciano derribaba planes de choque como quien achicharra francotiradores en un videojuego. Los Susmozas no podían enajenar los bienes estructurales, y los de valor espurio no los quería nadie porque la basura siempre ha sido artículo gratuito en los vertederos. Y la mano de Ausias, abriendo boquetes a cañonazos en el paramento que estos cuatro querían enlucir a llana y yeso.
A cada hermano le pasó ante los ojos la película de su vida. Porque los tres se estaban muriendo y porque todo lo que estaba ocurriendo contradecía tantos recuerdos de abundancia. Recuerdos de infancias de desprecios, pero en las que siempre había dinero por todos sitios.
—¡Pero todo lo que estrenaba papá reventaba las taquillas! —gritó Argi—. ¡Vivía como nadie!
—Pues se ha gastado todo lo que ganó, más los trescientos y pico mil que les deja de recuerdo. —Gran Damián no hacía más que pintarlas negras.
Al fin, todos quedaron en silencio. Se posaron en el alféizar del ventanal los gorrioncitos que dan envidia por su sustento resuelto por el Creador, y Argi recordó un episodio que le pareció que venía muy a cuento.
—Había un sargento en la mili que cargaba las copas que se tomaba en la cantina a un soldadito de Murcia. Cuando se licenció, el de Murcia debía casi medio millón de pelas en el bar. Qué risa nos pasamos todos a cuenta de él. Y ahora el de Murcia soy yo...
—Lo que no me cabe en la cabeza —dijo Barto— es que alguien sea un sucio de corazón con tantas ganas. Papá tenía encima todas esas deudas y se pegaba la vida padre.
—A eso sí que nunca renunció —recordó Gran Damián—. Pero al fin y al cabo era su dinero.
—¡No era su dinero! ¡Era el que debía al banco! ¡Era el que nos iba a endilgar a nostros! —Argi.
—Se lo ha comido todo sabiendo que nosotros veníamos detrás. Cada vez que se cogió un taxi o cada vez que se tomó un whisky en un bar estaba robándonos una baldosa del Pigalle —Barto.
—La que nos toca pagar ahora. Me corto un dedo si no lo ha hecho aposta —Crispo.
A Gran Damián no le cupo otra que callarse, entre lo contundente de los argumentos, lo evidente de la desconsideración de Ausias y lo profundo de su amor por él.
Luego ya, el mayor se echó a llorar. Le siguieron los demás. Se la habían jugado después de jugársela, y eran conscientes de que estaba encalomándoles una inmensa deuda aquel padre que tantas cuotas les debía.
—También pueden renunciar ustedes a la herencia.
Perder el Pigalle era como no cobrar la indemnización de cada día de jodienda sufrido allí en sus infancias. Este era un debe de sentimientos, de contrarrencores, de tasaciones sobre las decepciones. Aunque la venta a futuro enjugaría el desagravio global de toda una niñez de cabronadas, lo último que se estaban jugando los hermanos era una jubilación de buen pasar. Pero no iba a quedarles ni eso. Barto adjetivó sin ambages.
—Ausias era un hijo de puta. Y eso no lo podemos cambiar. Así que hemos perdido el Pigalle. Lo único que me cabe esperar, ya que no el teatro, es que ninguno hayamos salido a él.
Gran Damián llevaba semanas haciendo acopio de fuerzas en busca de algo parecido a una solución, entre la fidelidad a su pasado y el afecto debido a tres niños a los que vio crecer. Con resultados hueros, pero hueros, eso sí. A base de destilar el mosto de su inventiva, sin embargo, había dado con una idea. Que expuso estirando el pescuezo, para boquear fuera de su puré de abatimiento.
—Les cabe una posibilidad para salir de esta.
«A ver qué dice este, el íntimo del hijo de puta», pensaron los tres. Y en su desesperación y en sus ganas de abanicar a alguien se hacían cábalas inciertas sobre la culpabilidad del albacea en la gracia postrera de Ausias.
—Cultura convoca subvenciones anuales para producciones teatrales. Formen persona jurídica y soliciten una. Estrenen. Una Comisión Técnica de Valoración acudirá a ver lo que han hecho. Son seis miembros nombrados cada año. Puntúan los montajes de 0 a 10, a 30.000 euros por punto. Procuren lucirse y les calificarán alto.
—¡Pero si no llegamos ni con un 10!
—¿Y cómo nos van a dar un 10? ¡Si no hemos estudiado en la vida!
—Intenten esforzarse. Las subvenciones se fallan a finales de junio. Un poco justo, pero no les queda otra. Los trámites de cobro les llevarán un mes. Entre el estreno y el 27 de julio, con la obra montada, procuren que el público entre. A ver si así juntan lo que no cubra la ayuda. Habrá gente que venga, como antes. Que el público pase al Pigalle, que pague gustoso su tique, que lo recomiende por ahí —recordar los años buenos le ponía en el cielo—, que de cada espectador surja otro nuevo...
Los Susmozas no estaban para nostalgias de días ni vividos ni añorados. Hablaron sin tapujos.
—Yo no he ido al teatro desde que nos obligaba papá a meternos en sus estrenos —dijo Barto.
—No es ya que no sepamos nada de teatro —contó Argi—. Es que el teatro nos da asco a todos.
Para los Susmozas, el teatro era una marranada que se merecía en cada alzada de telón todos sus males endémicos. Los actores, unos piernas que buscaban en la calle el caso que no les hacían en casa. Los técnicos, unos enterados de mirada torva. El público, una masa de sujetos ansiosos por dejar claro al de la butaca de al lado que entendían todos los chistes y todas las segundas lecturas. El ambiente general, una cursilada en la que todo el mundo parecía forzado a demostrar gran emotividad. El ambiente particular, una tortura de egos disparados en la que las susceptibilidades saltaban a las primeras de cambio. Tanto besuqueo, tanta expansividad, tanto gritito, tanta moñarronería, tanta baratez. Una asquerosidad. Y sin embargo, con todos esos motivos para el repelús hacia la escena, el motivo gordo quedaba aún por consignar.
—Nos da asco. Pero asco asco. Porque nos recuerda a papá.
A Gran Damián, al fin, le pudo la tensión. Comenzó a llorar todavía con menos disimulo. Su recuerdo de Ausias era bien otro.
—No digan eso de Ausias, se lo ruego. Hizo muy felices a muchos de los que le conocimos. Él me presentó a mi mujer, sin ir más lejos. Que está en casa destrozada por su muerte y que no quiere verme ni a mí.
El albacea estaba poco menos que confesando cuál era el verdadero amor de su esposa, que llevaría décadas amando con careta, como en el teatro mismo. Era todo tan penoso, daba todo tanta impresión de que nada merecía la pena, que Crispo venció la repulsión a las babas de viejo y se dio a su consuelo, a base de un abrazo sincero (pero un tanto despegado por lo de las babas).
Como se había colocado en el sector privado, Argi se tenía por un emprendedor de tomo y lomo. No era la academia en la que impartía docencia el Instituto Goethe, pero el esfuerzo titánico que había tenido que desplegar para vencer tanta inseguridad inoculada por su padre le había acabado convenciendo de que él era un capitán con toda la barba, hecho a pulverizar dificultades a partir de recursos movedizos.
—No tenemos un duro, pero al menos tenemos el teatro. Están mucho peor los que lo tienen al revés.
Con el brazo escrupuloso de Crispo en torno al pescuezo, Gran Damián recogió el comentario del Susmozas grande.
—Dios me libre de aconsejarles nada. Pero de aquí al verano, ustedes no tienen más que dos opciones. O juntar el dinero o tirarse desde lo alto del telar.
Gran Damián supuso que, por «telar», los Susmozas entenderían algo de fabricar pantalones, o almohadones, o albornoces de rizo. Así que pasó a explicarse.
—Que es un sitio sobre el escenario que está muy alto. Decidan.
Para colmo de ridiculeces, el reloj de Gran Damián emitió un pitidito. El anciano explicó que eran las nueve, hora a partir de la cual ya se veía sin necesidad de gastar.
—Tengo que apagar luces, que si no nos clavan —declaró el pobre.
Y se dirigió a la puerta, a su tarea ahorrativa. Levantando sus huesos para ver de suavizar facturaciones, venciendo su malestar punzante para ponerse en pie y patearse como un alma en pena los pasillos inacabables del teatro amenazado, pulsando interruptores, luchando a base de buena voluntad contra una deuda invencible. Antes de salir se paró bajo el dintel de la puerta y pidió excusas por la cantidad de suciedad que lo inundaba todo. Recomendó a los tres tomar naranjas para refrescar las laringes de tanto polvo respirado. Y fresas en primavera, sandía en verano y uvas en otoño, cuando las naranjas faltaran. Porque el polvo nunca desaparecería, «inmanente al teatro como sus butacas o sus poleas». Les estaba augurando las estaciones, les estaba augurando su permanencia. Tampoco tenían mucho más donde elegir.
—Un día, sin que se den ustedes cuenta —continuó arrasado—, no necesitarán de la fruta para refrescar nada. Ese día ya no podrán vivir sin este polvo. Seréis —y aquí se puso a tutear— hombres de teatro, y el aire puro os producirá arcadas y vomiteras.
Luego ya se fue a economizar con la luz. Los tres pasmarotes, nuevos pobres, intentaban hacer acopio de energías. Le gritaron al anciano que tuviera cuidado con dónde pisaba y luego volvieron a sus reflexiones. Que no cabía hacer sino en voz alta: en tal trance, crear silencios acendraba el miedo.
—Pobre Damián —se compadeció el mayor—. Se le ve mal. Parece que fue ayer cuando le metieron al hijo en la cárcel por traerse un kilo de coca de Medellín.
—Lo sacó papá —recordó el mediano.
—A ver quién nos saca a nosotros —apuntó el pequeño.
Gran Damián recorrió las galerías del Pigalle pasando el índice por la pared según caminaba, como si hubiera vuelto a la edad pueril. Llevaba la yema del dedo negra de roña cuando comenzó a subir escalerillas. Los hermanos, en aquel despacho que les venía tan grande, seguían trayendo al presente los trozos del pasado. Al hijo de Gran Damián, el de los problemas de adicciones, le pagó Ausias la clínica de desintoxicación. «Un pedazo de balneario en Llanes que le debió de costar un riñón.» Luego pasaron a sospechar. Que a ver qué era ese tratarles de usted del albacea, con la de veces que vino a buscarles al colegio con el Bollycao de la mano. Que a ver si no iba a ser una trampa todo aquel sorpresón.
Crispo se fue a la cartera desgastada de Gran Damián, que yacía sobre la mesa como un bicho al que hubieran roto a golpes todos los huesos. Espoleado por la curiosidad, la toqueteó vigilante, desde sus cueros hasta sus cierres. Luego la abrió, poco hecho a resistir las tentaciones. Sólo había dentro una pequeña bolsa de plástico transparente, con unos pocos billetes y varias monedas.
Los hermanos del violador de carteras iban recomponiendo el ánimo, azuzados en su amor propio. Qué otro remedio les quedaba que autorrestaurarse a sí mismos. Había motivos funcionales para salvar el desastre a base de las esperanzas que se les ofrecían. A bote pronto, resultaban posibles, viables, aconsejables. También es que no quedaba otra que intentarlo por ahí.
Las razones gordas para ponerse a la tarea, ahora bien, provenían de sus rencores. Esos eran los que les iban entonando. Estrenar era plantar réplica a papá, refutarle a las claras, darle en las narices, devolverle el golpe aunque sólo fuera ante ellos mismos. En sus cabezas, el odio construía.
—Yo no pienso dejar que me coman la merienda —se envalentonó Argi.
—Y mucho menos, dejar que nos la coma papá —secundó Barto.
—Ahora bien, si trabajamos aquí lo primero es echar a este manta —dijo Argi. Y señalaba con la barbilla a la puerta por la que había salido Gran Damián—. Si la industria del entretenimiento está en manos de mustios como ese, ya me explico yo tanta crisis.
El aludido ya estaba subido a lo alto del telar. Acariciaba la barandilla con más amor del que nunca sintió por nada. Se le vino a la memoria una oración que no había recordado en setenta años. La dijo de carrerilla, volvió a saborear el dolor inmenso que no le dejaba respirar, se alegró por la perspectiva de no tener que volver a padecerlo jamás, se metió las manos en los bolsillos para evitar el impulso reflejo de usarlas para frenar nada con ellas y se arrojó desde la galería: veintidós metros de caída en los que se vio bello y joven, inflado de un valor («soy audaz, soy arrojado») con el que podría acometer sin miedo cualquier empresa que se propusiera en el futuro. Chocó y murió en el acto.
Al despacho llegó el ruido seco de la caída. Les pareció a los Susmozas cascote en derrumbe, que ilustraba en la banda de audio la ruina general. Cuando a los diez minutos se les empezaron a hacer incómodos los silencios, porque no sabían de qué hablar, Barto mostró su extrañeza por que las luces de los pasillos continuaran encendidas. Todos ataron cabos. Se acordaron de lo alto del telar, el término que aprendieron aquel día, y salieron corriendo hacia el escenario, lugar del que provino el golpetazo.
Les costó encontrar su acceso, hasta tal punto habían olvidado la geografía de su país. Al fin ganaron el tablado desde entrecajas, y la platea se abrió ante ellos. El del Pigalle era un escenario a la italiana, de doce metros de embocadura por ocho de alto y catorce de fondo, con un proscenio fardón ante cuyo zócalo se abría el foso de orquesta. Cuatro pisos con palcos y un gallinero circundaban un patio de cuatrocientas cincuenta localidades. Es decir, un teatro con todas las letras. Dejado de la mano de Dios, pero hermoso sí que era.
Sobre las tablas, se diría que el cuerpecito molido de Gran Damián había menguado de volumen. Los miembros del anciano parecían los palillos de un mikado, así redujeron su tamaño y así quedaron de descoyuntados. Su postura imposible recordaba a aquel Gran Damián joven que se desmembraba literalmente a carcajadas con las ocurrencias de Ausias, a cuenta de reírse de todo durante los años de oro.
Los Susmozas no se atrevieron a acercarse. Sólo eran las nueve y veinte y ya habían asistido a todo tipo de eventos, con el bueno que hacía cuando llegaron. Crispo tenía aún entre las manos la bolsa de plástico sustraída al suicida. Ciento ocho euros en billetes y calderilla albardaban el aire con su olor a sebo. Era la contribución económica de Gran Damián, que hacía lo que podía por salvar la situación de deuda desbocada. En uno de los billetes, Crispo descubrió un escueto texto escrito a lápiz. Lo leyó en voz alta.
—«Prefiero irme. Que Dios les ampare.»
Argi habló, horrorizado.
—En efecto, como dijo antes, sólo nos quedan dos opciones.
1979. Habían pasado más de tres décadas. La situación actual no difería demasiado de la de entonces.