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Gran Damián citó a los tres Susmozas para el día 13 de febrero de 2012 en el teatro Pigalle, con objeto de tratar el tema de las sucesiones. Los convocó a las ocho de la mañana, hora intempestiva que el albacea fijó sin dar opción a madrugón menos cruento.

Argi viajó desde Alicante, Barto desde Toledo, Crispo desde Papatrigo (Ávila). La víspera de la reunión con Gran Damián, Argi se alojó en un hostal de Sol, Barto en una pensión de Huertas y Crispo en casa de un medio conocido. Hacía años que los hermanos no se trataban, por lo que cada uno hizo sus planes según sus circunstancias y sin proponer encuentro previo.

Se levantaron muy temprano, nerviosos ante el reencuentro. Pagaron injusto castigo a la virtud de la puntualidad cuando los tres coincidieron en Alcalá, en ruta hacia el Pigalle. Cada cual habría preferido caminar solo, pero no hubo más remedio, en nombre de la decencia fraternal, que cubrir juntos el último trecho hasta el teatro. Compartieron la calle sin nada que decirse, apretando el paso para que pareciera que el esfuerzo andariego les privaba de aliento para la conversación. Se notaba que sería un día de sol.

Con su aspecto de palacio de los años veinte, a base de eclecticismo y garigoleo decorativo, el Pigalle manchurreaba la calle de Alcalá a la altura del metro Sevilla con su recia gama de grises, la de los humos de los años. Cinco pisos de laberintos. Más sus desvanes, buhardillas y azoteas (para coronar) y sus sótanos, fosos y galerías bajo cota de tierra (para escarbar en el pasado). En la fachada, esparcidas por todo el frontal y en sus diferentes órdenes, callaban las figuras alegóricas de no se sabe qué fulanos, en faz o de cuerpo entero. A la altura del cuarto piso, en toda la bisectriz, se enseñoreaba la cabeza de una suerte de joker de magnética sonrisa. Todos habían acabado por sacar parecido a ese rostro con Ausias. Quizá no por la fisonomía, que no casaba demasiado con los rasgos del director. Sí desde luego por el gesto, que era igualito.

En 1971, tras fructíferos años de arriendo, Ausias había comprado el Pigalle por la entonces exorbitante cantidad de ciento veinte millones de pesetas. El teatro lo valía. Había firmado una hipoteca a treinta años que lo convertiría en 2001 en dueño y señor de un edificio soberbio levantado sobre un solar privilegiado. A él o a sus herederos.

Y eso, a los Susmozas, no les impedía odiar aquel teatro. El plan de todos era el mismo: deshacerse de él en cuanto pudieran. En 1997 había sido declarado bien de interés cultural (cosa que divirtió muchísimo a Ausias), así que no podría venderse ni dedicarse a otro uso que no fuera el escénico hasta 2035 (lo del uso extrateatral, tampoco después). Pero, a veintitrés años vista, los hermanos tenían la jubilación mucho más que asegurada.

Pues bien: en la idea de la posesión no había nada de codicia. La venta del teatro tenía para los Susmozas una trascendencia mucho mayor que la económica. Sería un chorro de pelas, evidentemente. Pero a sus ojos, sin embargo, el torbellino de billetes quedaba hasta racaneado, hasta regateado, hasta escatimado, en la medida en que no tenían claro que el pastizal les fuera a compensar por tantas calamidades padecidas en el Pigalle a cuenta de su padre. Para sus dueños por herencia, el Pigalle era ante todo una indemnización de gracia y justicia por las injusticias sin gracia padecidas durante sus infancias dentro de sus mil muros. Esa venta millonaria no les resarciría de las fatigas padecidas, pero era todo lo que cabía cobrar por tanto daño. Percibirían un dinero carísimo. Porque no sería un monto en euros, sino en compensaciones. La cantidad por la que venderían en su día el Pigalle no era desde luego como para despreciarla. Pero no era eso lo que estaba en juego. Aquí la transacción no ponía en relación el peso de unos fajos con el volumen de unos bienes transferidos. Aquí lo que se ventilaba era que la justa satisfacción por tanta pasada les dejara vivir el resto de sus vidas con la tranquilidad de quien ha cobrado sus deudas. Aunque fuera en forma de dinero.

Pasaron al atrio, y luego al vestíbulo, por los portones que Gran Damián había dejado sin candar. El Pigalle llevaba cerrado desde agosto de 2004, cuando Ausias se cansó del teatro, se hartó de Madrid, lo abandonó todo y se marchó a vivir a Las Arenas. Se notaban los años de quietud, que campaba como suele: en el espesor del aire y en lo turbio del ambiente. Muebles amontonados, la mezclilla de guarrería y aguas con sus pisadas y sus patinazos, los ejemplares de las Páginas Amarillas que menudean por todo local abandonado, las colillas sobre los lapos antiguos... La más que probable presencia de ratas. El vestíbulo, no obstante, era magnífico, con sus molduras renegridas por su cara superior (la que recibe la mugre), sus puertas imponentes con las bisagras como balas de artillería ligera y la diadema grácil de los frisos volados sobre los accesos a sala.

Dos escaleras, una por mano, ascendían a los pisos superiores, con sus aramboles de latón y sus sendas alfombras rojas, ya rajadas como la lengua de quien mascó el picapica. Los tres hermanos Susmozas tomaron la de la derecha, que es hacia donde se gira instintivamente cuando se siente miedo: por tener enfilada a los pasos la mano de golpear.

Fueron subiendo. Por las paredes, pero también por los suelos, al paso salían carteles y fotografías enmarcados, anunciando espectáculos de los setenta, ochenta y noventa. Los tres iban sintiendo el fortísimo olor a polvo, que es antes táctil o gustativo que olfativo y que nubla la vista al adherirse al globo ocular y a las pestañas. Un olor que deja una secuela de mocos grandes y crujientes como empanadillas.

No se tenían tanta confianza como para ponerse a comentar nada, pero por vencer el miedo a roedores y cucarachas cambiaron entre ellos algunas palabras. Fueron las más elementales, acerca de los sucesos más genéricos ocurridos en el transcurso de los lustros que llevaban sin verse. Hacía veintiún años que Argi no pisaba el Pigalle, contra los dieciocho de Barto y los trece de Crispo. Cada vez más suspendido cada uno en sus recuerdos, los tres se fueron distanciando a partir de la segunda planta, como los ciclistas en carrera.

Llegaron al quinto piso, en el que su padre situó su despacho y en el que Gran Damián les esperaba. Arriba, donde siempre estuvo, se toparon con el armario cachondo, un mueble en el que Ausias los encerraba a veces medio en broma, medio en serio: la práctica era irresistiblemente divertida para el primer mencionado (Ausias). Para los otros (cada crío, según tocara), lo que empezaba de traca jovial acababa siempre derivando en algo mucho peor que cruel.

—Todavía da miedo verlo —musitó Argi.

Los tres se aguantaron las ganas de abrir las portezuelas y mirar adentro: por si quedara algún objeto perdido o algún hermano reo del que todos se hubieran olvidado.

Pasaron al despacho a través de su entrada descomunal. Allí seguía todo. La pesada sillería, tapizada en cuero verde, henchida de culos. Los anaqueles de madera maciza, de piezas tan gigantescas que daban ganas de creer que el edificio se construyó en torno a ellos porque ni por aquella puerta exagerada parecían caber. El monitor del circuito cerrado de televisión, antigualla tecnológica. El escritorio, sobre el que descansaban mil libros, un ladrillo de obra, un sándwich de hacía ocho años, un sable de caballería, un desodorante en stick, reseco como piedra pómez. Las paredes enteladas de rojo cereza estaban tan repletas de fotos, dibujos y cuadros enmarcados como los pasillos de todo el edificio. Todo en un estilo clásico que ya estaba desfasado cuando Ausias se hizo con el Pigalle, y que fue poniéndose al día según el tiempo iba convirtiendo cada uno de los muebles en proclamas de sugerentes extravagancias atemporales. Los juguetes y los trofeos del líder andaban por doquier. Y el parqué, llorando a cada paso. El olor a polvo se confundía aquí con el olor a padre.

Al cabo de la inmensa mesa esperaba el abatido Gran Damián, con barba de días, con su traje trasnochado y su cartera de cuero sobado. Su entrada en febrero debía de haber sido desgarradora, porque no lucía mejor cara que a finales de enero. Y eso chocaba a los hermanos, que no le hacían con aquella expresión dolorosa. Era para ellos el que siempre estuvo allí, como un tío carnal que siempre se divertía y nunca con ellos tres, adscrito como estaba al progenitor. Era una presencia eterna, pero era a su vez la de un hombre del que apenas sabían nada y al que hoy no había más remedio que dirigirse, a ver qué quería. Tantas y tantas horas compartidas, pero con tan pocas vivencias en común, no movían precisamente a la fluidez. Fue Argi quien se lanzó a hablarle.

—¿Damián?

—Pasen, por favor.

De usted les trató, como si la muerte de Ausias los hubiera convertido en licenciados. A él se fueron los sobrinos postizos, y le fueron dando la mano uno a uno. Tampoco para Gran Damián parecía fácil el contacto.

Todos sonreían forzados mientras iban tomando asiento en torno al gran tablero, soltando fórmulas del tipo de «¡Cuánto tiempo...!», y colgajos así. Gran Damián no era ajeno al hecho de que a los chicos, la muerte de Ausias les dolía lo justo. Pero declaró aquello de «siento mucho lo de su padre», cuando el pesar de la pérdida era mucho más intenso en él que en sus tres hijos. En este espesor del trato estancado, Argi ejerció de nuevo de hermano mayor, con el gesto adusto que copió de niño de los westerns y que se le quedó para siempre. Le pareció que un héroe del oeste se habría lanzado a reconfortar al anciano, que fue lo que él hizo.

—Sabemos que lo siente, Damián, que estuvo muy unido a él y que lo dice de verdad.

El eterno lugarteniente quería parecer animadete. Le salía del culo de mal. Todavía no lloraba. Los esfuerzos por evitarlo le honraban.

—No queremos que se tome trabajo extra —echó Barto un capote—. Denos las instrucciones precisas, que nosotros nos ocupamos de los trámites.

—Desde luego, Damián —dijo Argi—. Usted ya ha trabajado bastante.

—Sí, queremos liquidar esto cuanto antes —dijo Barto en el mano a mano entre hermanos mayores—. Necesitaremos alguna orientación respecto a la herencia, pero queremos que usted descanse.

Fluía amable, pero la conversación cambió entonces a tono sombrío en boca de Gran Damián.

—Yo lo que les ruego es mucho ánimo.

¿Ánimo? Ya se habían dado los pésames. ¿No se les notaba a leguas que el ánimo les sobraba para encarar el deceso? Nadie supo muy bien a qué venía aquella llamada a la resignación, en una tesitura en la que sólo el viejo plañía y en la que los demás mantenían una entereza que, como no provenía más que de la indiferencia, no contaba como mérito virtuoso. Habló Gran Damián.

—Ausias no ha dejado mucho.

No les pillaba de nuevas la noticia. Con el tren de vida que llevaba papá, todos presentían el dato.

—Por eso no se preocupe. Nunca hemos esperado mucho de él —dijo Argi.

Gran Damián sacó un informe de su cartera.

—Muy bien. Qué dice el acta —preguntó Barto.

—Que Ausias no ha dejado nada. Sólo el Pigalle. O al menos un cacho de él.

Vaya gracia. Los hermanos se habrían mirado asombrados buscando el soporte del grupo. Pero les daba vergüenza porque hacía años que no se llamaban ni en caso de matrimonio. Fueron a la reunión a ver qué les tocaba, a ver con qué partidas entretendrían a las arañas de sus arcas hasta el día de la venta del caserón. Y se encontraron con estas poquezas y con estas embajadas.

Gran Damián habló:

—Ausias compró el Pigalle el 9 de marzo de 1971, a la una de la tarde. —Y el inciso de exactitud sentimental inquietaba a todos—. Había que haber acabado de pagarlo en 2001. Pero no se han dado las condiciones para que sea así.

Lo de llamar al ánimo tenía su sentido, se iba viendo.

—Han ustedes heredado su hipoteca.

Han ustedes: eran las dislocaciones propias del lenguaje de los nervios.

—El banco ejecutará el embargo el 27 de julio. Sin más prórroga, sin más dilación y sin más nada. Porque hace ya años que se agotaron todos los plazos.

Lo mejor era acabar de compilar los datos. Todos, y cuanto antes. Así lo veía Barto, que tomaba tal modo de hacer como norma común de actuación.

—Cuánto se debe de hipoteca.

Los Susmozas llevaban sus vidas en un modesto devenir, sin más incidencias que las justas, con sus recibos más o menos al día y con sus pagos no demasiado demorados. Conservaban sus ahorros de corto alcance, y poco más. Con Ausias como modelo de lo que no había que hacer, ninguno era titular de bienes raíces. Instalados en su encomiable austeridad, inmunes a las ingenuas rutilancias de la propiedad, vivía cada uno en su piso, de mejor o peor empaque pero en arriendo en los tres casos. Un coche, tres ordenadores, dos teles, una bici, algunos muebles. Eso juntaban, en una lista de pertenencias de valor decreciente que acababa por gomas de borrar, calzadores de hoteles, pinzas para la ropa y la pelusa de los bolsillos.

Argi tenía sus ocho mil ahorrados, a base de dar clases de alemán a zopencos que apenas dominaban su lengua materna. Barto había reunido casi trece mil, tras aprobar su oposición a funcionario de la Junta de Castilla-La Mancha y tomar un donut en vez de dos en el rato de almuerzo de media mañana. Crispo, sin oficio ni beneficio, disponía de doscientos cincuenta y tres euros en una cuenta corriente exangüe. Que, sumados a los cuarenta y siete que llevaba en el bolsillo, dejaban una cifra hermosamente redonda.

Gran Damián no se decidía a hablar. Los hermanos prefirieron pensar que era otra manifestación del desgarro por la pérdida del amigo. No era sólo por eso. Era también por lo que tenía que decir. Que era, más bien, grave. El anciano puso coto a su implada y entró en materia.

—Trescientos sesenta mil euros. Con una rayita de negativo delante.

—Y de eso, cuánto nos toca pagar a nosotros.

—Trescientos sesenta mil euros. Vamos, todo.

Los huerfanitos

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