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6 Espiritus

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Caminaba junto a Iris, quien la conducía a través de los extensos pasillos mientras le narraba cómo se habían instalado en el monasterio y todo el trabajo que habían hecho para reformarlo. A pesar de poseer una arquitectura cisterciense que databa del siglo xii, sus instalaciones en el interior eran relativamente modernas. Estuvo activo hasta los años setenta, pero la despoblación sufrida en las décadas anteriores en las aldeas de los alrededores hizo que las monjas, sus últimas inquilinas, terminaran abandonándolo para integrarse en otros conventos. Había pocos feligreses, y aún menos donativos. Con el auge de los retiros espirituales, fue utilizado para recibir a muchos viajeros que buscaban relajación y una vida más austera; así, durante su alojamiento, se dedicaban a cultivar en el huerto, meditar, practicar yoga, senderismo y estar en contacto con la madre naturaleza. Casi mantenía su estructura original intacta a pesar de que las estancias habían necesitado una auténtica remodelación. La explotación hotelera finalizó cuando la crisis azotó todo el país, y los gerentes, incapaces de pagar a los acreedores, se proclamaron insolventes; así, de nuevo, el monasterio cayó en el olvido, al igual que todas sus infraestructuras.

Rafael había conseguido transformar aquella inhóspita construcción en un hogar gracias a la ayuda inestimada del padre Carlos, quien había solicitado al obispado y a la comunidad autónoma los permisos pertinentes para su habitabilidad. Ella ignoraba cómo les habían otorgado la autorización; después de todo, no eran un grupo de monjes, como tampoco un puñado de ambiciosos empresarios ansiosos por atraer a personas de todo el mundo. Al expresar sus dudas por el motivo oficial de la reapertura, Iris le respondió con un guiño de ojo. Imaginó entonces que tendría que haber alguien poderoso al tanto de sus sobrenaturales aventuras.

Tenía tantas preguntas… Cada vez que conseguía obtener alguna respuesta, le surgían diez más. ¿Cuándo iba a acabar esa pesadilla? ¿Cuánto tiempo debía permanecer allí? ¿Cuándo volvería a casa con sus padres? ¿Por qué la perseguía esa sombra? Solo existía una gran certeza: mientras ese ente oscuro siguiese allí fuera, ella estaría en peligro.

—Vamos al pueblo —la informó Iris—. Te vendrá bien coger aire fresco y despejar las ideas.

Con una sonrisa forzada, aceleró el paso y se dispuso a salir. La intensa claridad del día la deslumbró por unos segundos, y tuvo la extraña sensación de llevar semanas recluida. Iris le señaló un jeep negro, y ella fue fustigada por decenas de agujas que le atravesaron el estómago cuando distinguió a sus dos ocupantes. Sentados en la parte delantera, estaban los dos hermanos cazadores, ambos con gafas de sol oscuras, como si se tratase de dos matones mafiosos. Hugo, que estaba al volante, la ignoró descaradamente, mientras que Oriol le mostró una sonrisa poco convincente.

Sofía, con una incomodidad que superaba su debilitada templanza, subió al vehículo. Durante el trayecto, fingió distraerse contemplando el paisaje a través de la ventanilla. Hugo mantenía una postura rígida, apenas hablaba, y se limitaba a contestar a las preguntas de Iris con monosílabos; en cambio, Oriol reía con desenfado y conversaba sin ningún tipo de censura. Examinó a sus obligados compañeros de viaje, y en ese instante suspiró resignada. Ella no encajaba en aquel grupo. Hugo, con su aspecto chulesco, no se desprendía de su chaqueta de cuero a pesar del calor sofocante. Oriol, de mirada enigmática, no parecía un campesino de la zona, ni siquiera se asemejaba a alguno de sus compañeros de instituto. Parecía más bien un rebelde osado que desprendía grandes dosis de picardía; aunque, claro, ella nunca había conocido a un cazador de fuerzas oscuras, y podría equivocarse. Y, por último, Iris, con sus cabellos azulados y esa energía tan desbordante como arrolladora. ¿Qué pintaba ella con aquellos chicos?

Cuando el jeep por fin cogió el desvío de la derecha, descubrió un pueblo pintoresco asentado a la orilla de un río. Las fachadas blancas de las casas le donaban un halo inmaculado, mientras que sus tejados, a dos aguas, rompían su simetría con las gruesas chimeneas. Un centenar de casas se agolpaban en el centro junto a la iglesia, y otras tantas se dispersaban en la lejanía hasta desaparecer tras las colinas.

—Bien, recordad las reglas —aclaró Hugo mientras aparcaba—: no confraternizar con la gente del pueblo, responder con evasivas si alguien pregunta, compramos lo que necesitamos y nos piramos. ¿Entendido? —Le dirigió una mirada inquisitiva a Sofía—. Oriol, tú te encargas de ella. Yo voy a la farmacia con Iris.

Atravesó la calle casi persiguiendo al chico, quien corría más que andaba. Se adentraron en el empedrado de unas callejuelas estrechas y empinadas. Al llegar a la plaza, se sorprendió al ver una pequeña fuente atestada de ancianos que remojaban sus pies en ella. Las señoras más remilgadas combatían el calor con sus abanicos coloridos.

—No nos tropezaremos con mucha gente hoy —le comunicó—. La mayoría están en el río disfrutando de esta tarde tan calurosa.

—¿Adónde vamos? —se atrevió a preguntar tras largos minutos de silencio.

—A una tienda no muy lejos de aquí —le respondió sin demostrarle ningún interés—. Tenemos que comprar alimentos, productos de limpieza, de aseo… Hugo se encarga de las medicinas.

Doblaron la esquina y accedieron a una venta de pocos metros cuadrados. Los artículos estaban apilados sin demasiado orden, las escasas estanterías se encontraban atiborradas de productos hasta casi alcanzar el techo, y los que no encontraban su hueco, estaban desperdigados por el pavimento. Una joven pecosa se acercó a ellos con una sonrisa de oreja a oreja.

—Puntual, como siempre —soltó mientras se mordía el labio inferior—. Una vez al mes tenemos el placer de verte por aquí, y con un poco de suerte, como hoy, hasta dos veces.

—Hola, Laura, ¿qué tal todo? —la saludó con rostro más que amable.

—Podría ir mejor si te dejaras ver con más frecuencia. —La joven pelirroja se le insinuaba con descaro: le mostraba su dentadura casi perfecta y jugaba a enroscar un mechón de pelo con su dedo índice.

Oriol le hizo una seña para que desapareciera, y ella obedeció de mal agrado. La estaba tratando como una mojigata, y eso la irritó hasta mostrar su desacuerdo con un sonoro bufido. Que no tuviera idea de sombras oscuras no implicaba que desconociera el significado de la palabra «ligar». Si eso era lo que Hugo llamaba «no confraternizar», es que ella se había perdido muchas clases de Lengua en el instituto.

Se encaminó hacia el fondo y se entretuvo observando a la clientela: todas mujeres de mediana edad que charlaban animadas comentando el extremado calor de aquel verano. Una de ellas le llamó especialmente la atención. Deambulaba con la mirada perdida y sin intercambiar una palabra con el resto, ni siquiera un escueto saludo. Andaba con las manos temblorosas. De vez en cuando, se llevaba el puño al pecho con el rostro compungido. A Sofía se le antojó que tenía una palidez extrema. Quizá estuviera enferma. De repente, la vio soltar la cesta de la compra y apoyarse en una de las estanterías. No se lo pensó dos veces y corrió a auxiliarla:

—¿Se encuentra bien?

—Sí, hija, sí… Es este endemoniado calor.

—¿Quiere que le traiga agua o azúcar? Si es una bajada de tensión, debería…

—No, no, estoy bien —la interrumpió mientras intentaba enderezarse.

Entonces, advirtió la presencia de una figura que fluctuaba junto a la mujer. Nunca había visto nada igual. Aunque le recordaba vagamente a los seres errantes que había descubierto en el castillo, este parecía estar difuminado en una especie de halo plúmbeo. Retrocedió espantada. Tal vez debería salir corriendo de allí. No quería entremeterse en más problemas sobrenaturales, sobre todo si no le incumbían a ella. Sin embargo, esa silueta la atraía de una manera casi hipnotizadora, no podía apartar la mirada de su insólito rostro. Se trataba de un hombre con una barba desaliñada y ojeras acusadas. Su piel poseía tonos grisáceos y marcaba de forma abrupta todas las líneas de su cara. Era evidente que la mujer no era consciente de la presencia de la aparición. ¿Podría ser posible que aquella figura fuera la causa de su desvanecimiento? Sofía ignoraba cómo proceder en una situación semejante. Debía llamar a Oriol. Él era un experto cazador, y ella era incapaz de dilucidar si ese espectro era amistoso o un ser hostil, aunque en su corta experiencia se atrevería a decantarse por la segunda opción. Entonces, escuchó un susurro que se dispersaba en el aire como un retintín fastidioso.

—¡Estúpida mujer! ¡Ser inútil y fracasado! ¡No vales nada! —oyó decir con una voz grave y algo metálica.

—¡Déjala en…!

No pudo terminar la frase. El brazo de Oriol había caído sobre ella con furia divina y la arrastraba hacia la salida.

—¡Quédate aquí y no te muevas! —le ordenó, visiblemente enfadado.

Se limitó a pagar mientras le lanzaba miradas furtivas, casi podría decir que cargadas de inquina. Recogió las pesadas bolsas de la compra sin ningún tipo de esfuerzo y después le indicó que saliera sin más. Una vez que se alejaron de la calle principal, estalló en cólera:

—¡¿En qué estabas pensando?!

—¿Tú también has visto eso? ¿Qué demonios era?

—¡Te dijimos que nada de hablar con la gente! ¡Y de meterte en líos, menos! — Furioso, se encaminó hacia el vehículo dando grandes zancadas—. ¡¿Qué parte no has entendido?!

—Pero esa mujer… Había algo que la acosaba… —Ella intentaba justificarse mientras hacía esfuerzos por seguirlo—. Quería ayudarla…

—¡No es nuestro problema! ¡No nos ocupamos de eso! —zanjó tajante.

—¡¿Y puede saberse de qué nos ocupamos?! ¡Porque a mí nadie me ha explicado nada! —alzó el tono de voz, esperando que él la tomara en serio—. Todos me dicen «Ya lo comprenderás». ¡Pero no entiendo nada! ¡Estoy harta! ¡¿Por qué nadie me cuenta qué es lo que está pasando?!

—¡Porque no es el momento ni el lugar! —Frenó la marcha y se encaró con ella.

—Pues no pienso moverme de aquí hasta que me expliques qué era eso. —Se plantó en medio de la calle, determinante.

Él reanudó la marcha sin prestarle mucha atención.

—Créeme, te conviene moverte. —Oriol comprobó de reojo que ella lo seguía de mala gana y se situaba a su lado—. Es un carroñero —le soltó por fin—, un espíritu de bajo nivel. Se alimentan de energía viva. El mundo está plagado de ellos. ¡Y no son nuestro problema!

—¿Quieres decir que andan por ahí sin que nadie los vea? —Frunció el ceño, contrariada.

—Nosotros podemos verlos, pero no les prestamos atención —la corrigió.

—¿Por qué? ¿No sois cazadores? —Cada vez entendía menos.

Oriol se detuvo por segunda vez y se aseguró de que no hubiese nadie husmeando por los alrededores.

—¡Escúchame bien, brujita! Los carroñeros fueron humanos una vez, eran asesinos o personas odiosas… ¡Hay millones! Sus almas son tan oscuras que no avanzan a un plano superior, y se quedan aquí estancados, vagando por el mundo. Para subsistir, buscan a personas frágiles y se alimentan de su luz absorbiendo su vitalidad, desgraciadamente. Y es así como terminan arrojándolas a una depresión o incluso al suicidio. —Oriol, todavía molesto, exhaló resignado—. Si estás perdida, viajas sin rumbo, totalmente a ciegas, y en tu camino te tropiezas con una linterna pero al otro lado vislumbras la luz de un faro, ¿hacia dónde te dirigirías?

—Seguiría la luz del faro —le respondió, encogiéndose de hombros.

—Bien, ahora entiende esto. Esa mujer es la linterna; tú, el faro. Ese carroñero no dudará un segundo en seguirte en busca de tu energía. —Su tono gélido hizo que Sofía se estremeciera—. ¡Así que mueve tu lindo trasero lo más rápido que puedas!

La joven inició una carrera y dejó atrás al cazador. No quería enfrentarse con ningún espíritu, aunque fuera de bajo nivel. Oriol no pudo evitar sonreír al verla correr espantada.

—Solo quería ayudar… No tenía ni idea… —se disculpó.

—Pues haznos un favor y no nos ayudes tanto. —Otra vez, sus palabras tajantes la sumieron en un terrible arrepentimiento.

Sin embargo, a pesar de los continuos reproches del chico, Sofía persistió en sus preguntas; quería estar preparada por si ese carroñero conseguía alcanzarla:

—¿Es peligroso?

—Es de bajo nivel. No me preocupa el combate, sino una lucha en medio de este pueblo. —Frunció el ceño mientras volvía la vista atrás—. Quedaríamos expuestos delante de mucha gente, y eso nunca es bueno.

Al doblar la esquina, Sofía comprobó que tanto Hugo como Iris los estaban esperando en el jeep. Parecían relajados. Iris descansaba sentada sobre el capó mientras Hugo permanecía apoyado en la puerta del conductor. Ambos fueron a su encuentro en cuanto los vieron llegar.

—¿Qué pasa? —Hugo le dirigió una mirada incisiva a su hermano.

—Nada. Metamos esto en el maletero y larguémonos de aquí.

Hugo los escudriñaba sin censura. Quería buscar respuestas a esa premura en los rostros de los recién llegados. Con desconfianza, ayudó a su hermano a introducir las bolsas en el vehículo. Oriol evitaba mirarlo. Todavía estaba visiblemente irritado por la intromisión de Sofía en la pequeña tienda, pero no quería empeorar las cosas, ya que sabía que Hugo pondría el grito en el cielo.

—¿Todo bien en el pueblo?

La insistencia de su hermano lo ponía de los nervios. Tenía esa exasperante manía de controlarlo todo.

—Como siempre…, jodidamente aburrido —le respondió, dando un portazo al introducirse en el vehículo.

Iris se encogió de hombros y le indicó a Sofía que subiera. Ella, antes de hacerlo, examinó el camino por el que habían llegado. No había nadie. Ni un alma. Ni viva ni muerta. Aliviada, suspiró y tomó asiento en el jeep.

Un silencio sepulcral reinaba dentro del vehículo; ninguno hablaba, nadie se movía. Hugo controlaba cada gesto de su hermano. Este último era tan tozudo como transparente, y él era capaz de apostar su vida a que había algo que lo inquietaba. Pero si había decidido ocultárselo, no se lo desvelaría tan fácilmente.

De repente, Iris dio un respingo en el asiento. Entornó los párpados unos segundos y, al abrirlos, expresó su sorpresa con una mueca de desconcierto.

—¿Por qué nos sigue un carroñero? —preguntó estupefacta.

A Sofía se le encogió el estómago. Examinó el horizonte por el cristal trasero. No había nada ni nadie en la carretera.

—¡Así que es eso! —Hugo golpeó el volante repetidas veces—. ¡¿Qué demonios ha pasado en el pueblo?!

—¡Para el coche! Ya estamos lo suficientemente lejos —le ordenó Oriol sin más explicaciones—. Nos encargaremos de él y nos iremos a casa.

—No voy a parar hasta que me digas qué está pasando.

—Es culpa mía —intervino Sofía—. He sido yo la que ha atraído al espíritu. Oriol solo intentaba que nos alejásemos del pueblo.

Hugo dio un brusco frenazo y, sin mediar palabra, bajó del vehículo con cara de pocos amigos. Oriol lo siguió. Sofía buscó auxilio en el rostro de la vidente; esperaba que esta le diese algún tipo de indicación. Iris la tranquilizó cogiéndole la mano.

—Pase lo que pase, no te separes de mí.

Ambas se situaron al lado de los cazadores. Se armaban con escopetas, cinturones de munición, cuchillos y unas extrañas bolas metálicas.

—Iris, ¿en cuánto lo tendremos encima? —le preguntó Hugo, ansioso.

—¡En menos de un minuto!

—¡Démosle una buena paliza!

El despertar de la bruja de hielo

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