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4 Cazadores

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Un intenso aroma a café reavivó todos sus sentidos, obligándola a abrir los ojos y a desperezarse sin ninguna apetencia. Se despertó en una pequeña habitación de gruesas paredes de roca gris. Tendida sobre unas mantas desgastadas, descubrió una diminuta bombilla que hacía enormes esfuerzos por alumbrar el lugar. Era la única decoración de un empobrecido techo. La estancia no era más acogedora: un camastro con soportes de hierro y un escritorio de madera destartalado. Debajo de la cama, halló estupefacta una escupidera. Desorientada y todavía dolorida, se dirigió a la puerta y trató de abrirla. Estaba cerrada con llave. Se encaminó entonces hacia la única ventana de aquel cuartucho, pero los gruesos barrotes impedían que lograse averiguar dónde se encontraba. Sin embargo, no albergaba duda alguna: aquello no era un hospital.

El sonido creciente de unos pasos decididos la alertaron. Instintivamente, agarró la escupidera y se situó detrás de la puerta. Al abrirse, atisbó unas botas militares. Asustada, asió la escupidera con fuerza, para luego abalanzarse sobre el individuo que entraba en la estancia. Su secuestrador esquivó el golpe con suma destreza y estampó su maltrecho cuerpo contra la pared. Ahogó un grito de dolor mientras escudriñaba al tipo que la mantenía retenida. A pesar de que su mirada no parecía tan fiera, tenía una expresión dura. Sus ojos rasgados eran castaños, y poseían una misteriosa aureola dorada alrededor de las pupilas. Su cabello, también castaño, parecía sedoso y recién lavado, olía a miel con toques de limón y cubría sus orejas hasta acariciar su nuca. Presionaba su cuello sin ninguna dificultad mientras en la otra mano sujetaba la escupidera que le había arrebatado.

—¿Pensabas matarme con esto? Es un arma interesante… —señaló con aire burlón—. Pero creo que solo conseguirías provocarme arcadas. —Por fin, relajó el brazo y lo apartó de su garganta. Ella respiró aliviada—. ¿Vas a seguir pegada a la pared sin decir nada o prefieres acompañarme? —Le guiñó un ojo con descaro y abandonó la estancia. Sofía lo miró reticente—. Como quieras…

Dudó unos instantes. Ignoraba quién era y por qué había decidido retenerla bajo llave, pero si quería descubrir dónde se encontraba y qué le había sucedido a su familia, debía seguirlo.

Avanzó insegura por un ancho pasillo poco iluminado, tratando de imitar las enormes zancadas que él marcaba. Analizó mejor al secuestrador. No era mucho mayor que ella, rondaría los dieciocho o diecinueve años. Llevaba unos vaqueros desgastados y una sencilla camiseta negra. Se ruborizó al comprobar cómo esta marcaba su ancha espalda, y sonrojada desvió la mirada al suelo. Él giró a la derecha y bajó unos gruesos peldaños de piedra, adentrándose de nuevo en otro pasillo, hasta que por fin tocó con los nudillos una puerta rojiza. Sofía accedió detrás y, al hacerlo, descubrió sorprendida una amplia biblioteca iluminada. El centro de la sala estaba despejado, únicamente decorado con una alfombra en la que pudo distinguir la figura de la diosa Diana sobre un bosque oscuro. Dos estanterías repletas de libros ocupaban los laterales, y tres estrechos peldaños situados a la izquierda la invitaban a subir a un falso piso superior, también embellecido con estantes antiguos que custodiaban con vehemencia pergaminos, manuscritos y otros libros que se le antojaron arcaicos. Al fondo de la estancia, tres hombres mantenían la mirada clavada en ella. Incómoda ante tal escrutinio, no pudo evitar tragar saliva cuando se detuvo frente a ellos.

El mayor estaba sentado tras una enorme mesa repleta de papeles. Debía rondar los cincuenta, aunque su piel curtida por el sol hacía que aparentase más edad. Decenas de arrugas se arremolinaban alrededor de unos ojos desolados y llenos de hastío. A su derecha, un hombre corpulento y con una barba descuidada descansaba sus manos sobre su cinturón de munición. Detrás de estos, apoyado en una de las repisas, un chico moreno de intensos ojos verdes mostraba sin ningún reparo su desagrado ante su presencia.

—Bienvenida. Soy Rafael Álvarez. —El violento silencio fue roto por la voz profunda del hombre mayor.

—¡¿Dónde están mis padres?! ¡Quiero verlos ahora! —exigió con una tímida valentía.

—Tu familia está bien. No debes preocuparte por ellos ahora —le confirmó él con una tranquilidad pasmosa.

Lo miró de forma interrogante. No era la respuesta que esperaba. Necesitaba abrazarlos, comprobar que no habían resultado heridos y que esa sombra oscura se había alejado de ellos finalmente.

El joven de los ojos verdes abandonó la posición de reposo y, acercándose a la mesa, la fulminó con su intensa mirada.

—¡Deberías estarnos agradecida, mocosa! —exclamó mientras golpeaba la madera con el puño.

Rafael, con un pequeño gesto, hizo callar a aquel joven, que se le antojaba un presuntuoso, y se retiró unos centímetros del escritorio. Sorprendida, Sofía comprobó que se encontraba anclado en una silla de ruedas.

—Estás en un viejo monasterio, a unos veinte kilómetros del pueblo más cercano. Todos los aquí presentes somos cazadores. A Oriol ya lo conoces… —Sofía observó de reojo al chico que casi había golpeado con la escupidera—. Este gigantón de mi derecha es León. Y el que no para de refunfuñar es Hugo. Anoche, ellos te salvaron.

Todavía perpleja, los examinaba uno por uno. ¿Unos cazadores la habían ayudado? ¿Y por qué no la habían llevado a un hospital? ¿Por qué la retenían? Buscaba en sus miradas poco transparentes respuestas que aclarasen su confusión.

—Creo, papá, que es un poco cortita. —Hugo avanzó hacia ella y tiró de su colgante con fuerza—. Cazamos bestias. Tú nos llamaste. Mejor dicho, tu talismán.

—¡Estáis todos locos! —exclamó enojada mientras apartaba la mano del atrevido cazador de la esfera metálica—. ¡Yo me voy de aquí!

—¡¿Locos nosotros?! —le espetó, visiblemente irritado—. A ver, listilla, ¿qué fue lo que te atacó anoche?

Ella ignoró el comentario, dio media vuelta y se encaminó hacia la puerta, pero Oriol la detuvo sujetándola por el brazo.

—¿Y adónde vas a ir? —le susurró con voz dulce y calmada—. Nosotros podemos protegerte. Esa sombra no parará hasta que te encuentre.

Un profundo aguijón le perforó las entrañas al escuchar cómo dejaba escapar de sus labios carnosos la palabra «sombra». Lo había hecho con convicción, con absoluto conocimiento de que su existencia era innegable y la insólita certeza de que solo ellos podrían destruirla. Dejó de resistirse y volvió la mirada hacia el hombre de la silla de ruedas. Continuaba ignorando cómo unos cazadores furtivos conocían la existencia de ese ser oscuro y cómo podrían ayudarla, pero pensó en darles una oportunidad para explicarse.

—Mi abuelo, mi bisabuelo y…, bueno, todos mis antepasados fueron grandes cazadores. Desde que nacemos, somos entrenados para la caza, aunque la tradición ha comenzado a mermarse. —Dibujó una sonrisa apática en su rostro—. Las nuevas generaciones se resisten a creer que existen entidades sobrehumanas que nos acechan.

—¿Os dedicáis a cazar… sombras? —les preguntó con cierta incredulidad, temiendo descubrir la respuesta.

—Sombras, espíritus oscuros, demonios… —Escuchó por primera vez la voz grave de León—. Una lista interminable.

—Esperad, antes habéis dicho que mi talismán os había llamado.

Hugo le dedicó una sonrisa socarrona, pero fue Oriol quien intervino:

—Tu colgante te alerta cuando algo maligno está cerca. A ti y a todos los que estamos por los alrededores. Y nos ocupamos de esas cosas. —Escogía las palabras con sumo cuidado, evitando abrumarla con detalles innecesarios—. Los destellos de tu talismán eran tan potentes que pensamos que alguien muy poderoso estaba pidiendo ayuda.

—¡Sí, imagina nuestra sorpresa cuando nos encontramos con una chiquilla llorona!

Hugo se dejó caer sobre una silla como si la conversación lo aburriera. Sofía deseó que se partiera en dos y ese estúpido estirado se diera un buen golpe. Todo aquel torbellino de información le estaba provocando dolor de cabeza. ¿Qué era lo que pretendían decirle?

—Al principio, pensamos que habías robado el colgante —continuó Oriol—. Es evidente que no tienes ningún tipo de entrenamiento.

—Pero eso es imposible —prosiguió Rafael—. Un talismán solo se activa con su legítimo dueño. Lo llevas en la sangre.

—Entonces…, ¿soy cazadora? —preguntó con timidez.

—¡¿Tú?! —Hugo soltó una exasperante carcajada—. ¡No nos ofendas! ¡Tú eres una bruja!

Ese insulto terminó por encenderla. Una intensa llama cargada de rabia recorría las venas y arterias de su cuerpo. ¡Estaba harta de ese cretino! Sin pensarlo dos veces, se aproximó a él, dispuesta a darle un guantazo. Pero, de nuevo, Oriol la retuvo.

—¡Eres un mal bicho! —le gritó airada.

—Tiene la mano muy ligera. Antes casi me golpea con una escupidera.

—¿En serio? ¡Querría matarte con los malos olores! —Hugo reía sin piedad—. Y ya has visto que también tiene la lengua muy suelta.

Lo desafió con la mirada. Estaba mucho más que enfadada. Ya no era rabia lo que hervía bajo su piel, sino cólera. ¡Puro fuego! No podía apartar la vista de su rostro insolente ni soportar más su mortificante risa. Focalizó su creciente furia en él. Para ella, todo en la habitación se redujo a su mísera presencia.

De improviso, sus enigmáticos ojos añiles cambiaron, tornándose tan azules como un cielo transparente liberado de las ataduras de las nubes. Su cabello irradiaba un brillo inusual, semejante al reflejo de las piedras preciosas al impactar sobre ellas la luz del sol. Entonces, sucedió. La silla donde Hugo permanecía sentado vanagloriándose de su jocosidad salió despedida y terminó estrellándose contra la pared. Él, con acusada perplejidad, se incorporó y, encrespado, sacó un cuchillo de su cazadora de cuero.

—¡Basta ya! —Escuchó al jefe del grupo intervenir como si se encontrara en la lejanía. Todavía fuera de sí, entornó los párpados tratando de calmarse. Realizó varias respiraciones profundas, y al abrir los ojos de nuevo, ahogó un grito de espanto al descubrir la silla despedazada. —Será mejor que te sientes, Sofía. —Ella obedeció, aún conmocionada—. Cuando Hugo te ha llamado bruja, lo ha hecho en un sentido literal. Y por lo que acabamos de comprobar, eres bastante buena. —Hizo una pausa, ocultando una sonrisa fugaz—. No solo los cazadores luchan contra los demonios.

Ella trataba de humedecer sus labios, desesperada. Tenía la boca seca y los ojos le escocían a rabiar. Parecía que la hidratación que los irrigaba se hubiera evaporado. Rafael se acercó y posó la mano sobre su hombro.

—Es evidente que tú misma desconoces tu procedencia. Creo que tus capacidades brotaron cuando te expusiste a la sombra —dedujo mientras analizaba la misteriosa candidez que de nuevo había envuelto su rostro—. Ahora solo tienes que aprender a controlarlas.

—Yo no sé qué decir… Lo siento… —Mantenía la cabeza gacha; no se atrevía a mirar a Hugo.

—¡Puedes guardarte tus disculpas! —Con pasos agigantados, el chico abandonó la biblioteca.

—Vamos, deberías descansar. —Alzó la barbilla y se perdió en las líneas cautivadoras del rostro de Oriol. Algo en su interior la instaba a confiar en él—. Te aseguro que tus padres están bien.

Él la acompañó a su habitación mientras observaba su figura esbelta. Carecía de una complexión atlética y de tono muscular fortalecido. Sin embargo, había conseguido sobrevivir al ataque de la sombra. Parecía tan frágil… Sus facciones eran dulces; su cabello, ondulado. Ni él mismo habría adivinado que esa chica era una bruja. Solo sus ojos la delataban. Se tornaban tan gélidos cuando conectaba con su poder que conseguía helar el aire que la circundaba. Había conocido a algunos brujos en su corta pero intensa vida. La mayoría solían ser narcisistas y bastantes desalmados. Pero esos no eran calificativos que pudiera asociar a ella.

—¿Siempre es tan desagradable? —le preguntó Sofía, intentando romper el incómodo silencio.

—¿Quién? ¿Hugo? —Él enarcó las cejas—. Mi hermano nació así, no lo tomes muy en serio.

Sofía dio un respingo. ¿Su hermano? Eran como la noche y el día, como el aceite y el vinagre. Hugo había resultado ser un grosero petulante. En cambio, Oriol era tan amable, le mostraba siempre una expresión tan tierna, y era tan… atractivo… Sacudió la cabeza varias veces para alejar ese último pensamiento. No podía distraerse con aventuras fantasiosas que emergieran de su mente. Debía centrarse en lo que apenas había descubierto: era una bruja. ¿Cómo podía ser eso posible? Nunca se sintió diferente ni especial. Ella era una chica del montón, ni la empollona ni la que suspendía todo, ni la más guapa ni la más fea, ni excesivamente tímida ni tremendamente extrovertida. Ella era ella, sin más.

Por fin llegaron a la puerta. Oriol asió un manojo de llaves y Sofía apartó la vista con una mueca de disgusto.

—¿Sigo siendo prisionera? —le preguntó resignada.

Dubitativo, él jugaba pasando las llaves de una mano a la otra.

—No —dijo al fin, guardándolas—. Espero que entiendas que nosotros somos los únicos que podemos ayudarte… Hay muchas cosas que desconoces, y ahora mismo eres el cordero que más desea el lobo.

Observó desde el umbral cómo él se alejaba sin más aclaraciones. No, no era una prisionera, pero estaba recluida en un monasterio alejada de toda civilización, ignorando dónde se encontraba su familia, si estaban a salvo o también corrían peligro. Lanzó un prolongado suspiro. En el fondo, y aunque quisiera ignorarlo, tenía el convencimiento de que la sombra la buscaba solo a ella y que tanto sus padres como Cris estarían fuera de peligro cuanto más lejos. No tenía adónde ir ni tampoco a quién acudir. Únicamente, estaban esos extraños cazadores que decían perseguir bestias.

El despertar de la bruja de hielo

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