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3 Huida

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Elena examinaba el rostro de su marido con cierta incredulidad. Sus ojos almendrados buscaban un atisbo de cordura en su mirada, pero él continuaba introduciendo toda la ropa sin ningún orden en las maletas. «Sofía no está enferma —había dicho—. Hay algo que la persigue». Ella había creído que él se había contagiado de los desvaríos de su hija, y esperó pacientemente una explicación coherente a esa afirmación. En cambio, Roberto comenzó a correr de un lado a otro de la habitación recogiendo los zapatos, los cepillos de dientes y buscando las llaves del coche como un paranoico. Elena había permanecido impasible. Pasmada, analizaba las gotas de sudor que se deslizaban por su frente. Él nunca se había comportado de esa manera tan irracional, no era un hombre histérico, ni siquiera nervioso; es más, a veces, su excesiva pasividad conseguía exasperarla. Pero su mandíbula rígida y ese ceño fruncido confirmaban su alarmante inquietud.

Elena, tras un profundo suspiro, intentó calmarlo:

—No sé qué te ha contado Sofía…, pero no es real. —Apoyó la mano sobre el brazo de Roberto con la esperanza de que detuviese toda esa sinrazón—. El médico viene en dos horas…

—¡No tenemos dos horas! —exclamó convincente, manteniendo los dientes apretados. Ella dio un respingo al verlo tan alterado y tragó saliva—. ¡Lo he visto! Al principio no conseguía ver nada, pero después…, cuando la levantó por los aires… ¡Estaba allí! ¡Una especie de neblina negra! ¡Sujetó a Sofía, y yo no pude hacer nada! ¡Nada!

Se acercó a ella, quien continuaba negando con la cabeza mientras se mordía las uñas de una forma infantil, la estrechó entre sus brazos y la besó en los labios.

—Confías en mí, ¿verdad? —Ella asintió levemente—. Entonces, ayúdame a recoger todo esto. Tenemos que salir de aquí lo antes posible.

Ya en el vehículo, Sofía se despidió aliviada de la inquietante estampa del castillo. Por fin dejaban atrás ese maldito lugar. Reclinó la cabeza sobre el asiento y se distrajo examinando el monótono y árido paisaje. El perfume hipnótico del romero la sumergió en un estado de sopor. Se acurrucó y entornó los párpados, ansiando caer en un reconfortante sueño. Observó a su padre, quien no apartaba la vista del espejo retrovisor, como si temiera que en cualquier momento saltara sobre ellos un grupo hambriento de zombis dispuestos a despedazarlos. En cambio, su madre, todavía reticente a creer en la historia espectral que él le había contado, se esforzaba en distraer a Cris de la atmósfera agitada que había invadido a todos los miembros de la familia.

—Estoy bien, mamá —repetía el crío—. Cuando vea a mis amigos y les cuente que he estado en un castillo encantado, no van a creérselo… Aunque yo no he visto nada.

—¡No está encantado! —le replicó tajante ella.

—Sí que lo está… Te he oído hablar con papá. ¿Verdad, papá, que está embrujado? ¿Verdad que has visto un fantasma?

Roberto evitó pronunciarse. Aferraba las manos al volante con la esperanza de alejarse con celeridad de la zona. Ignoraba cuántos kilómetros debía recorrer para distanciarse del influjo del castillo endemoniado. Él no creía en espíritus ni en el más allá. Siempre había considerado unos chalados a los que relataban sus experiencias en casas embrujadas o a los que aseguraban haber visto a su difunto tío mientras dormían. No, él no era de esas personas crédulas, ansiosas por obtener más información sobre la muerte acudiendo a médiums poco fiables. Pero debía admitir que había vivido una pesadilla nada racional. Su cerebro no lograba asimilar todavía lo que sus ojos habían presenciado: su hija flotando en mitad del pasillo y él luchando para devolverla al suelo. Y, entonces, aquella nube negra que los rodeó a ambos…

Intentó concentrarse en la larga y estrecha carretera. No podía permitirse rememorar lo acontecido. Debía mantenerse firme y seguro ante su familia. Él era el que debía protegerlos y sacarlos a todos de allí.

—Deja de fantasear, Cris —continuó Elena—. No era un fantasma. Los fantasmas no existen. Ves demasiadas películas de miedo.

—Sofi, ¿verdad que sí existen?

Cris la escudriñaba con sus pequeños ojos marrones, los cuales brillaban anhelando una respuesta afirmativa. Todo era una gran aventura a su edad. Ella acarició con desenfado sus cabellos, apartando por un instante la cascada de rizos que cubría su frente. Con una sonrisa cómplice, volvió la vista hacia la ventanilla y se regocijó contemplando el lánguido ocaso. Un suave tono rosado invadía a duras penas el cielo estivo mientras las solitarias nubes que acompañaban a la luna creciente se teñían con los últimos rayos de sol. Ese paraje desamparado, casi taciturno, se cubría inusitado con un manto seductor. Hasta los quejigos vagabundos resultaban más fascinantes bajo el tímido atardecer. De vez en cuando, los faros de otro vehículo la devolvían a la funesta realidad, recordándole que estaba escapando de un lugar embaucador, donde nada era lo que parecía, donde las neblinas tomaban formas fantasmagóricas y las almas eran visiones terroríficas que la atormentaban.

Roberto mantenía la vista en la carretera. Estaba tan absorto en ella que apenas atendía a los consejos de su mujer. Elena le repetía una y otra vez que no corriera tanto, que podrían tener un accidente y que no había motivo para que no despegara el pie del acelerador. Había advertido que el habitual rostro dulce y afable de su marido era ahora amargo y serio. Pero él solo pensaba en abandonar la carretera secundaria y adentrarse en la autopista de una vez por todas. Allí habría más vehículos, más viajeros que iniciaban felices las vacaciones o que regresaban a casa después de un intenso día de trabajo. Daba igual, en la autopista recuperaría la normalidad.

De repente, divisó una incipiente silueta frente a ellos. Se encontraba a unos trescientos metros del vehículo, en medio de la carretera.

—¡Hay un hombre cruzando! ¡Para! ¡Para! —gritó su mujer.

Él, confuso, se dispuso a pisar el freno. Había algo inmóvil sobre el asfalto, pero no lograba distinguir el qué. ¿Podría ser un ciervo?, ¿un borracho? ¿Qué demonios era aquello?

—¡No frenes, papá! ¡No es un hombre! —Sofía, aterrada, agarró el brazo de su padre—. ¡Nos ha encontrado! ¡Acelera, acelera! ¡No pares!

Roberto distinguió entonces una silueta algo difuminada que permanecía estática en medio de la carretera. Era más oscura que una noche sin luna. Siniestra. Abominable. Sintió cómo el miedo invadía cada milímetro de su ser mientras su cerebro buscaba desesperado una respuesta. Observó de reojo a su mujer, que se aferraba al asiento mientras clavaba su atónita mirada en la sombra.

Todo sucedió en milésimas de segundos: la confusión, el miedo, la duda. No sabía cómo proceder. Y aceleró.

Temió el impacto con la sombra. Ignoraba si se trataba de un ser corpóreo, si terminaría empotrado contra el capó o, por el contrario, lo atravesaría sin más como un espectro sin esqueleto. Escuchó los gritos angustiosos de su familia mientras él mantenía los dientes apretados conteniendo un chillido que le rasgaba la garganta. No quiso cerrar los ojos, quería comprobar por sí mismo cómo acababa con esa figura negruzca. Pero al embestirla no desapareció al instante, sino que se desintegró en millones de partículas oscuras que envolvieron al coche durante un eterno segundo mientras escuchaban un alarido sobrecogedor. Clavó la mirada en el espejo retrovisor para asegurarse de que la sombra se había desvanecido. Temía que esa cosa infernal volviera a recomponerse y continuara con su acoso.

Sofía, con el corazón desbocado, vigilaba la ventana trasera, temerosa de encontrar algún rastro del ser maligno. Impotente, escuchaba el llanto desconsolado de su hermano mientras su madre trataba en vano de calmarlo. Esta, después de unos segundos, hundió el rostro en sus manos y, angustiada, comenzó a rezar a pesar de llevar años sin pisar una iglesia.

—¡Estamos todos bien! ¡Y vamos a salir de esta! —Roberto alentaba a la familia pese a que él mismo estaba acongojado—. No nos ha pasado nada. ¡No puede tocarnos!

—¿Cómo estás tan seguro? —le replicó su mujer—. ¡Ni siquiera sabemos qué es o qué quiere de nosotros!

—Me quiere a mí —intervino Sofía, asustada—. Lo siento, mamá… Todo es culpa mía…

—No, Sofía, no es culpa de nadie. —Roberto negaba con la cabeza—. Ya nos falta poco para llegar a la autopista. Llegaremos a casa y esta pesadilla habrá acabado.

Ella esquivó la mirada incisiva de su padre, agachó la cabeza y observó el exterior. El día parecía haber nacido de nuevo. La claridad de un atardecer moribundo les devolvía el brillo a las flores, a las rocas inertes… La temprana noche en la que los había sumido la sombra se había esfumado. Aun así, se preguntaba si su padre tendría razón, si todo les parecería un mal sueño cuando llegaran a casa o si, por el contrario, aquello no era más que el principio.

Un silencio fúnebre se había instalado en el vehículo; un silencio interrumpido únicamente por los sollozos de su hermano, que había buscado refugio en sus brazos mientras ella lo acariciaba de forma instintiva y se escondía tras sus propias reflexiones.

El viaje por esa carretera sombría parecía no tener fin. Los segundos parecían minutos, y los minutos, horas interminables. Escuchaba la respiración inconstante de su madre y los repiqueteos de su padre sobre el volante mientras Cris finalmente sucumbía a un sueño profundo. Su rostro inocente descansaba sobre sus piernas. Ella lo contemplaba con ternura, envidiando la facilidad que tenía de abstraerse. ¡Cuánto habría deseado dormir! ¡Abandonarse hasta acallar sus pensamientos! Entornó los párpados en un intento desesperado por invocar a un sueño imposible. Se repetía a sí misma que debía relajarse y confiar en las palabras de su padre. Pero, entonces, oyó un crujido.

—Creo que hemos pinchado —le escuchó decir.

Alarmada, abrió los ojos.

—No pares, papá —le suplicó.

—Tranquila, no voy a bajarme. —Una mueca de desconfianza se perfiló en su rostro—. Pero tengo que reducir la velocidad. —Ella lanzó una exhalación angustiada—. Es solo un pinchazo.

—Pero así no podemos coger la autopista. —El labio inferior de Elena temblaba como si fuese gelatina—. ¿Qué vamos a hacer?

—Hay un pueblo a diez minutos. Cogeremos el desvío —sugirió, no muy convencido—. Allí pediremos ayuda y cambiaremos la rueda. No voy a detenerme aquí.

Prosiguió el camino con mucha precaución sin levantar las manos del volante. A pesar de que había disminuido la velocidad, el vehículo continuaba dando tumbos que lo obligaban a permanecer concentrado en las líneas continuas de la carretera. Sofía escuchaba el sonido abombado de la goma al chocar contra el asfalto mientras permanecía agarrotada en el asiento trasero. Sus facciones dulces se habían endurecido. Tenía la mandíbula tan tensa que le dolían los dientes, y sus manos bañadas en un sudor frío las limpiaba continuamente frotándolas en el vestido.

El velo de la noche por fin había caído sobre ellos, silencioso, casi inapreciable, como la calma aparente antes de una gran tormenta. Su padre, al fin, anunció que estaban llegando al desvío, y Sofía respiró aliviada. Entonces, volvió a sentir un intenso calor en el pecho. Apartó ligeramente la camiseta de su cuerpo y contempló petrificada cómo su colgante comenzaba de nuevo a emitir destellos azulados.

—Algo va mal, papá… —musitó con un tenue hilo de voz.

—¿Qué pasa? —La observaba desde el espejo interior.

Antes de que pudiera responder, un golpe seco provocó que su padre perdiera el control del coche. Su madre emitió un grito agudo y Cris se despertó sobresaltado. Sofía distinguió las numerosas gotas de sudor que se adueñaban de la frente de su padre. Él manejaba el volante con destreza, evitando salirse de la carretera, y tras varios bandazos, por fin pudo detener el vehículo.

—Creo que otra rueda ha reventado —dijo con incredulidad—. Tengo que ir y mirar.

—No te bajes, Roberto, por favor —le suplicó Elena con ojos cristalinos—. Esto no tiene sentido. ¿Otra rueda? Alguien no quiere que salgamos de aquí. ¡No bajes!

Él desoyó los consejos de su mujer y se dirigió a la parte trasera del vehículo, dispuesto a abrir el maletero bajo la atenta mirada de Sofía. Ella escuchó el ruido de las herramientas y su resuello fatigado al extraer la rueda de recambio. Sin previo aviso, su hermano abrió la puerta y corrió hacia él. Sofía no tuvo tiempo de detenerlo. Su madre, desquiciada, le gritaba que volviera al coche mientras se quitaba el cinturón de seguridad. En ese momento, las ventanillas se cerraron de golpe y las puertas se bloquearon. Intercambió una mirada de desconcierto con su madre, pero esta no pudo transmitirle la calma que en ese instante necesitaba. Entonces, Sofía, sin dudarlo, aporreó el cristal para advertir a su padre; tenía que ayudarlas a salir de allí. Él la miraba de forma interrogante, con el ceño fruncido y la nariz arrugada, sin comprender nada de lo que estaba ocurriendo. Ella le señaló la puerta sujetando el manillar e indicándole que no conseguía abrirla. Su madre, alarmada, repitió la acción, saltando de un asiento a otro y rezando para que alguna no estuviese bloqueada.

—¡Tampoco puedo abrir la mía! ¡Ninguna! —se lamentó confundida.

Sofía observó a su padre introducir la llave en la cerradura y luchar en vano contra la puerta.

—¡Sofía, ayúdame! —Prestó entonces atención a su madre—. ¡He vuelto a colocarme el cinturón de seguridad! ¡Y ahora no consigo desabrocharlo!

—¡¿Por qué has hecho eso?! —le espetó.

—No lo sé… Estaba asustada, volví a mi asiento y lo he hecho como un acto reflejo —confesó desesperada—. ¡No puedo quitármelo! ¡Estoy atrapada!

—Mamá, tranquila —dijo ella sin saber muy bien qué hacer—. No tendrás unas tijeras en el bolso, ¿verdad?

—¡Voy a reventar el cristal trasero! —oyó gritar a su padre—. ¡Sofía, aléjate!

Ella saltó a la parte delantera y se refugió en el asiento del conductor, mientras ayudaba a su madre a liberarla del cinturón presionando una y otra vez con fuerza el maldito botón rojo, que parecía haberse atascado. Un estremecedor alarido obligó a ambas a volver la vista al frente, y descubrieron que una densa niebla avanzaba con rapidez hacia ellas.

No tuvo tiempo de gritar, ni siquiera de volver a mirar a su madre. En un suspiro, el coche había quedado sumergido en la bruma fantasmal. Buscó alarmada a su padre y a Cris, pero ya no lograba ver el exterior. De pronto, el coche comenzó a dar tumbos, y ella se aferró al volante. Luchaba para que su cuerpo no bailara de un lado a otro y por mantenerse inmóvil, pero las sacudidas eran cada vez más violentas. Su madre le ordenó que se agachara y que mantuviera la cabeza pegada a las rodillas, y ella obedeció, asintiendo varias veces. Cerraba los ojos cada vez que sentía un zarandeo, y al abrirlos, siempre comprobaba que su madre permanecía allí, agarrada al cinturón de seguridad. De repente, una cruenta sacudida provocó el estallido de las ventanillas del coche y una lluvia de cristales cayó sobre ella. Escuchó los gritos desesperados de su madre. Voces. Un chillido ensordecedor. Y, al fin, silencio. Sofía entreabrió los párpados, temerosa. Había hierros retorcidos y un tremendo olor a gasolina. En ese instante, vio dos ojos llameantes que se acercaban a ella.

El despertar de la bruja de hielo

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