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5 Iris

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Se recostó sobre la dura almohada, buscando una posición que silenciara sus pensamientos; aunque sabía que, por mucho que lo intentara, era imposible. Y así, poco a poco, un profundo desasosiego comenzó a apoderarse de ella. Echaba tanto de menos a su familia… Deseaba que estuviesen allí, y se culpaba por lo mal que se había comportado con sus padres. Les había hecho la vida imposible, y todo porque quería ir de vacaciones con sus amigas. Ya no era una niña pequeña, ya podía tomar sus propias decisiones. Tenía diecisiete años, pronto cumpliría dieciocho. Ansiaba algo de libertad, y no entendía por qué la obligaban a pasar parte del verano en un castillo en medio de la nada. Pero todo había cambiado ahora.

Una fuerte opresión en el pecho la torturaba, apenas la dejaba respirar. Todo aquello era una locura sin sentido. Tenía que haber una explicación coherente a lo acontecido, lejos de criaturas demoníacas y espíritus. ¿Ella?, ¿una bruja? Sin embargo, y pese a todo, no podía ignorar lo que había experimentado en el hotel y después en la carretera. Algo la seguía. Y aunque no era corpóreo, era real. Sus magulladuras lo certificaban. Pero ¡¿una bruja?! La silla había volado sin llegar a tocarla. ¿Cómo podía ser? ¿Cómo no se había dado cuenta antes? ¿Por qué ahora? Su mundo, tal y como lo conocía, empezaba a desmoronarse. Y aquello era solo el comienzo.

Sujetó el colgante, y por primera vez lo observó como si se tratase de un objeto desconocido. Era evidente que esa esfera metálica no era tan solo un recuerdo familiar. El símbolo que parecía una cruz doble debía ocultar otro significado, pero ¿cuál? Lanzó un suspiro repleto de impotencia que se perdió en la habitación. Entonces, el sonido de unas leves pisadas la puso de nuevo alerta. Tocaron a la puerta, y antes de que pudiera responder, una chica de rostro afable entró con una bandeja en la mano.

—Traigo algo de comer —le dijo con una carismática sonrisa—. Te la dejo en la mesa.

Observó con cierto recelo a la delgaducha muchacha, que se movía con gracia y rebosante de energía a la vez. No era alta, más bien de mediana estatura. Su cabello era corto, pero no demasiado, y un amplio fleco azabache le cubría casi toda la frente. Al darse la vuelta, Sofía advirtió que estaba decorado con varios mechones azulados. Cuando pudo apreciar mejor su rostro, lo que más le llamó la atención fueron sus curiosos ojos grises, los cuales, resaltados con unas largas pestañas, le otorgaban un aspecto felino. Tenía una boca diminuta, aunque unos labios perfectamente delineados, y una simpática nariz algo chata que arrugaba constantemente.

—He dejado toallas limpias en el baño que hay al final del pasillo, por si quieres darte una ducha… Ah, por cierto, soy Iris. —Hablaba de manera atropellada, sin apenas coger aliento para enlazar la siguiente frase—. También tenemos tu equipaje, por si necesitas cambiarte. Lo recuperamos del maletero. O, bueno, de lo que queda de él…

Sofía frunció el ceño, desconcertada. La mitad de las palabras se desvanecían en el aire sin llegar a sus oídos. Aun así, abrió la boca para presentarse, pero Iris se le adelantó:

—Sí, lo sé. Eres Sofía. Todos abajo hablan de ti. La bruja que lanzó a Hugo por los aires… ¡La bruja de hielo! Bueno, así te llaman… Ya sabes, por tus ojos. —Hizo un fugaz movimiento con el dedo índice, señalando sus pupilas. Sofía, atónita, trataba de seguir su discurso—. No quiero agobiarte. Ya lo entenderás… Es normal, todo es nuevo para ti.

Esa chica de grandes ojos felinos la apabullaba. Hablaba con desparpajo, y Sofía no sabía cómo intervenir en aquella extraña conversación. Tenía muchos interrogantes que deambulaban por su mente, como si fueran seres errantes en busca de una respuesta, pero Iris continuaba gesticulando mientras expresaba la enorme emoción que había sentido al encontrarla. Ella se limitaba a sonreírle con timidez. Apenas hacía unas horas que le habían revelado la existencia de seres demoníacos y sombras, y ahora descubría que ya le habían puesto un mote: ¿La bruja de hielo?

Por fin hizo una pausa. Sofía aprovechó para preguntarle lo primero que en ese momento se le pasó por la cabeza:

—¿Y tú eres cazadora o bruja? —soltó sin más.

—¡No! ¡No, qué va! —Sacudió la mano con desdén mientras ella la escudriñaba confusa—. ¡Yo soy vidente! Fui yo quien detectó tu energía a varios kilómetros de aquí. Bueno, después, tu descomunal energía se hizo perceptible para el resto… —dijo riendo—. Pero, aquí, una de mis misiones es localizar a personas.

—¿Es eso lo que hace una vidente? —le preguntó, aún más perpleja.

—También tengo sueños, premoniciones o intuiciones sobre lo que puede estar ocurriendo, y a veces hago astrales. —Se encogió de hombros—. Pero es una técnica muy difícil que requiere un largo entrenamiento y mucha concentración.

No pudo evitar pensar en lo surrealista que estaba siendo aquel día: primero, cazadores, y ahora, videntes. ¿Qué vendría después? ¿Duendes mágicos?

Iris se acomodó junto a ella, en el borde de la cama, y Sofía admiró sus facciones dulces, nada agresivas.

—Conozco a Rafael desde que era pequeña. Nos trasladamos al monasterio con él hace unos meses, cuando empezaron las desapariciones —continuó con voz afectada—. Rafael dijo que teníamos que escondernos y reagruparnos. Y desde que estamos aquí, han llegado personas de todos los rincones de España. Ahora somos unos cincuenta, pero esperamos que acudan muchas más.

¿Meses ocultos? ¿Se escondían todos de la sombra? Sofía quería comprender qué estaba sucediendo allí y por qué ese lugar era seguro. Se acarició una de sus sienes, intentando aliviar el incipiente dolor de cabeza que comenzaba a brotar de nuevo. Recordó entonces que tenía hematomas por todo el cuerpo y que, de milagro, no se había roto ningún hueso. Soltó un suspiro trágico y decidió continuar con la conversación. Iris era la única hasta ahora que no respondía con evasivas, y tenía que aprovecharlo.

—¿Todos los que han venido son cazadores?

—No, no todos. Muchos son cazadores, pero hay también algún que otro vidente y un brujo. Y, claro, familiares de estos sin ningún tipo de don —prosiguió con una amplia sonrisa—. ¡Yo soy una cruzada! Para que lo entiendas: mi madre es vidente y mi padre…, un borracho. Nos abandonó cuando era pequeña. Bueno, en realidad, lo echamos. Le dimos un buen susto, por lo que decidió hacer las maletas. Así que Rafael ha cuidado siempre de nosotras. —Se incorporó de un salto—. Será mejor que me vaya, o se te va a enfriar la comida. Cuando termines, baja a la biblioteca, por favor.

Sofía contempló nada convencida el plato que tenía sobre el escritorio. Apenas había comido nada desde que enfermó en el hotel, sin embargo, no tenía hambre. Despuntó el insípido arroz y miró a su alrededor. Se encontraba de nuevo sola en la desapacible estancia, y reprimió las lágrimas de un llanto repentino. Todo aquello la superaba. Quería volver a casa. Recorrió el pasillo hasta el pequeño baño compartido, se despojó de la ropa ensangrentada que le recordaba una y otra vez el calvario que había vivido y, bajo la ducha caliente, se perdió en los delirios de su mente. Intentó alejar en vano la ingrata soledad que se aposentaba en su alma. Y por primera vez desde que había despertado de ese mal sueño, y atrapada por una infranqueable impotencia, Sofía se permitió llorar.

Insegura y apretando los puños repetidas veces, recordó el camino que la conducía hasta la biblioteca. Se había cambiado de ropa y secado los cabellos. Se había atrevido a examinar su rostro en el espejo, y sus labios dibujaron una mueca de disgusto al comprobar lo demacrada que estaba. Su piel blanca había adquirido un tono amarillento, quizá por la fiebre que había padecido, y además de las profundas ojeras, tenía dos hematomas en la frente. En la boca lucía una espectacular herida que le había hundido el labio inferior. Enterró la cara entre las manos y negó con la cabeza. Tenía que coger fuerzas y llegar a la biblioteca.

Avanzaba cabizbaja, temiendo tropezarse con algunos de los extraños inquilinos que habitaban el monasterio. Titubeaba a cada paso que daba; no quería que nadie la molestase, que se dirigieran a ella dándole la bienvenida. No era una invitada ni pertenecía a la gran familia de raros cazadores. Ella estaba cautiva.

Cuando por fin llegó al umbral, vaciló unos segundos, inspiró y luego tocó la madera con prudencia. Iris la recibió con una sonrisa cómplice. Luego divisó a Rafael, que desde la mesa la invitó a pasar. Había dos personas más con él: una mujer menuda, de largos cabellos negros salpicados por algunas canas rebeldes, y un anciano algo encorvado y con gafas redondas que la examinaba sin ningún reparo.

—Así que tú eres Sofía… —La mujer se apresuró a saludarla ofreciéndole la mano—. Rafael tenía razón. Eres una chica especial. Soy Edith, la madre de Iris.

Sofía posó la mirada primero en la mujer y después en la chica. Sí, tenían un parecido asombroso: ambas eran delgadas, con sonrisas electrizantes, además de ser tremendamente efusivas. Quizá Edith fuese más menuda, pero contenía la misma energía arrolladora que su hija.

—Deberías sentarte —le indicó Rafael—. Harry, ¿tú qué opinas?

—Sin duda alguna, su linaje es puro —pronunció con un marcado acento inglés—. Es muy raro en estos tiempos. Los brujos nos diseminamos por todo el planeta. Algunos incluso rechazaron su condición y prefirieron llevar una vida más pacífica. Nunca fuimos como los cazadores, tan conscientes de nuestra misión en el mundo.

El hombre se acercó a ella y la analizó como si fuera un ratón de laboratorio a través de sus gafas. Ella se revolvió en la silla y buscó refugio en la mirada de Iris.

—Desde que puso un pie en la biblioteca, capté su energía descontrolada y abrasadora —continuó el anciano—. No, no tengo ninguna duda. Ambos progenitores eran brujos.

—¿Mis padres biológicos? ¿Sabe quiénes son? —le preguntó con los ojos abiertos de par en par.

—Querida niña, no tengo ni la más remota idea —le contestó con una excesiva elegancia—. Aunque cuento con muchos años a mis espaldas, no conozco a todos los brujos existentes.

—Harry era hasta ahora el único brujo del monasterio —le aclaró Rafael—. Es nuestro experto en conjuros, maldiciones y poderes sobrenaturales.

—Pero mi linaje no es puro —añadió este con una sonrisa pícara—. Mi madre era bruja, y mi padre, profesor de Literatura. Digamos que soy un brujo de letras. Ahora que soy viejo me dedico a labores de investigación a través de los libros y a resucitar conjuros perdidos en el tiempo.

Ella lo miraba intrigada. Así que a eso se dedicaba un brujo: a pasar horas inmerso entre libros buscando respuestas. Arrugó el rostro, contrariada. No recordaba haber terminado en su vida un libro.

—Pensamos —continuó Rafael— que Harry podría enseñarte algunas técnicas para controlar tu energía, y Edith podría intentar descubrir tus orígenes. Ellos te ayudarán a estar preparada por si la sombra vuelve a… por ti.

—¿No es esto un lugar seguro? ¿Por qué iba a volver a por mí? —preguntó con acusado nerviosismo.

—Sofía, a esa sombra nunca se le ha escapado una presa.

El despertar de la bruja de hielo

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